El dulce olvido
Desde que la arterioesclerosis la atac¨®, mi abuela Mamina perdi¨® progresivamente los pedazos de su universo. Comenz¨® olvidando peque?as cosas, citas o nombres de amigas. Desech¨® despu¨¦s ciertas habilidades, como conducir o cocinar. Borr¨® tambi¨¦n la posici¨®n de las calles: nada m¨¢s cruzar el umbral de su puerta, se perd¨ªa irremediablemente. Y finalmente, su memoria desterr¨® los nombres de sus hijos y nietos. Nos saludaba en varios rounds, e iba fij¨¢ndose en la cara que pon¨ªamos con cada intento hasta que acertaba:
-Hola, Raf... Gonz... Edu... ?Santiago!
Sus dislates ten¨ªan una utilidad: le permit¨ªan refugiarse del mundo, eludir la responsabilidad de tener una opini¨®n. Cuando mi padre se cas¨® por segunda vez, todos pensamos que Mamina, tan cat¨®lica y conservadora, no aprobar¨ªa su matrimonio. Pero, aparentemente, ni siquiera se dio cuenta. Durante la boda llevaba puesta su sonrisa perdida de siempre. En un momento, justo antes del intercambio de anillos, se dirigi¨® hacia la nueva esposa de pap¨¢ y le dijo dulcemente:
-?Qu¨¦ guapa est¨¢s! Y dime, ?Conozco a tu novio?
Ahora creo que mi abuela viv¨ªa en un mundo a medida, donde s¨®lo subsist¨ªan las tres o cuatro cosas que quer¨ªa recordar. Es comprensible. Mi abuelo muri¨® cuando mi padre a¨²n era ni?o, y ella tuvo que sacar adelante una familia de cuatro hijos. Un quinto muri¨®. La econom¨ªa familiar fue siempre inestable. El pa¨ªs tambi¨¦n. Creo que lleg¨® un momento en que, simplemente, Mamina decidi¨® dejar de esforzarse por comprender un mundo que la sobrepasaba. Conserv¨® algunas memorias agradables y opt¨® por ignorar el resto de la realidad.
Entre las pocas memorias que Mamina desempolvaba con frecuencia, su padre ocupaba el lugar de honor. A veces, yo le preguntaba por mi abuelo, al que nunca conoc¨ª, o por mi bisabuela, que hab¨ªa sido modista, un trabajo que me parec¨ªa muy glamouroso. Pero era imposible sacarle una palabra al respecto. Su padre ostentaba el monopolio de su memoria.
Seg¨²n ella, mi bisabuelo era un caballero en toda regla, un hombre maravilloso de una de las mejores familias del Norte, un se?or noble y justo. Adem¨¢s, -y esto es lo m¨¢s importante-, gracias a ¨¦l descend¨ªamos de un presidente del Per¨². A Mamina le gustaba el ta?ido de los nombres: Gran Mariscal, presidente de la Rep¨²blica, Luis Jos¨¦ de Orbegoso y Moncada: su ancestro estaba revestido de todas esas may¨²sculas.
Por supuesto, Mamina no era muy ducha en historia. Luis Jos¨¦ de Orbegoso fue nombrado presidente por decreto en 1833 para enfrentar la anarqu¨ªa que sucedi¨® a la independencia de Espa?a. Se pas¨® un a?o enfrascado en una guerra civil en la que nunca combati¨® personalmente. Cuando todo termin¨®, uno de sus hombres de confianza lo traicion¨® y todo volvi¨® a empezar. Para derrotar al traidor, Orbegoso tuvo que aliarse con el presidente de Bolivia y cederle parte del poder. Y luego, los derrotados anteriores regresaron y le quitaron lo poco que le quedaba. Eso fue el reinado de nuestro pariente. Dur¨® en total tres a?os, y su frase m¨¢s c¨¦lebre fue: "Cada d¨ªa que nos mantenemos en el Gobierno es un triunfo".
El templo de la veneraci¨®n familiar era la casa de mi t¨ªo abuelo Eduardo, que compart¨ªa con mi abuela la adoraci¨®n por sus or¨ªgenes. El t¨ªo abuelo Eduardo era un Orbegoso orgulloso y fan¨¢tico. S¨®lo que ¨¦l hab¨ªa convertido su inter¨¦s en obsesi¨®n. Investigaba mani¨¢ticamente todo lo que tuviese que ver con su glorioso bisabuelo y correg¨ªa la historia del Per¨². En su versi¨®n, el Gran Mariscal era un h¨¦roe idealista y patriota rodeado de v¨ªboras ambiciosas y perversas, tratando de salvar al pa¨ªs del naufragio.
Para los ni?os como yo, era muy ¨²til hablar con el t¨ªo abuelo Eduardo antes de cualquier examen escolar de historia, aunque su visi¨®n era un poco sesgada y, de todos modos, el presidente Orbegoso nunca mereci¨® m¨¢s de un mustio subcap¨ªtulo en los libros del curso. Pero lo mejor del t¨ªo abuelo era su casa. Hab¨ªa montado en su hogar un museo privado en homenaje a nuestro ilustre antepasado. El jard¨ªn, el estudio, el sal¨®n estaban llenos de uniformes militares del siglo XIX, cascos, armas, sables, pinturas ecuestres de Orbegoso, escritorios de la ¨¦poca con plumas verdaderas y frascos de tinta, documentos con esa letra antigua tan bonita. Pasear por la casa era como viajar en el tiempo.
En general, Eduardo era muy escrupuloso con las relaciones de sangre. Insist¨ªa en que lo llam¨¢semos "t¨ªo abuelo", y no s¨®lo "t¨ªo", como era lo habitual en estos casos. Y lleg¨® a escribir un libro sobre la genealog¨ªa familiar, en el que detallaba todas las ramas de la familia fecundadas con los cotizados espermatozoides del Gran Mariscal. Mi hermana y yo figuramos en el ¨²ltimo cap¨ªtulo, como Don Santiago y Do?a In¨¦s, ¨²ltimos v¨¢stagos al momento de la publicaci¨®n.
A mi abuela le encantaba llevarme a ver a su hermano, que nos invitaba a una merienda y se pasaba horas disertando sobre nuestros or¨ªgenes. Mamina lo escuchaba fascinada, y yo tambi¨¦n, aunque llegaba un momento en que tanta progenie se me enredaba un poco en la cabeza. Adem¨¢s, siempre me quedaba sin entender cosas. Por ejemplo, ellos sol¨ªan repetir:
-La casa del mariscal Orbegoso era la m¨¢s bella de Trujillo. A¨²n ahora, es visita obligada para los turistas. Es como un palacio.
-?Y por qu¨¦ no vamos? -preguntaba yo-. Somos Orbegoso. Es nuestra casa. ?No?
Y entonces todos se re¨ªan pero nadie me explicaba por qu¨¦ no ¨ªbamos nunca, o por qu¨¦ no sab¨ªamos de ning¨²n primo que viviese ah¨ª. Mamina y Eduardo tampoco me hablaban nunca de su madre la modista, ni de mi abuelo muerto, que en realidad, era de quien yo m¨¢s quer¨ªa saber.
Pronto comprend¨ª que no deb¨ªa preguntar: esa casa era el santuario de la memoria de Mamina, y era obligatorio respetarlo. Todo lo que ella quer¨ªa recordar estaba ah¨ª. Todo lo que cre¨ªa ser.
La misma fascinaci¨®n por el pasado que los un¨ªa termin¨® por separar a mi abuela de su hermano. Un d¨ªa, Eduardo le pidi¨® prestadas unas cartas del mariscal que ella guardaba. Nada importante, en realidad. Probablemente cartas familiares o notas dom¨¦sticas. Pero Eduardo nunca las devolvi¨®. Las integr¨® en su museo personal como preciados tesoros que s¨®lo a ¨¦l correspond¨ªa guardar.
Mamina qued¨® muy decepcionada. Las cartas eran la ¨²nica evidencia f¨ªsica de su abolengo. As¨ª que rompi¨® con el t¨ªo Eduardo y se refugi¨® en otra de sus hermanas, Ang¨¦lica, una mujer que siempre la trat¨® muy mal, que despreciaba sus gustos, que detestaba sus costumbres, y que incluso le hizo cambiar el color de su tinte de pelo. A m¨ª no me gustaba ir a casa de t¨ªa Ang¨¦lica, porque sent¨ªa que mi abuela ah¨ª no era feliz. Y yo tampoco. Adem¨¢s, esa casa no ten¨ªa ninguna gracia, ning¨²n recordatorio de nuestro pasado de blasones familiares. Poco a poco, fui dejando de ver a la abuela.
A?os despu¨¦s, ella muri¨®. Y aunque llevaba tiempo sin frecuentarla, me doli¨®. Era la primera vez que ve¨ªa morir a alguien cercano. Los t¨ªos abuelos, Ang¨¦lica y Eduardo, deben haber fallecido tambi¨¦n por esos tiempos, pero en mi familia, sus decesos no fueron noticia.
Hace s¨®lo un par de a?os, durante un regreso a Lima, almorc¨¦ con una de mis t¨ªas. Sobre una repisa de la casa hab¨ªa una foto de Mamina y Eduardo con su padre, cuando eran j¨®venes. Hice alg¨²n comentario ir¨®nico sobre su obsesi¨®n geneal¨®gica y nuestra cacareada sangre Orbegoso. Mi t¨ªa se ri¨® con tristeza y me dijo:
-Tanta tonter¨ªa y hac¨ªa a mam¨¢ tan infeliz.
-Ella era feliz con esas cosas -trat¨¦ de defenderla.
-No, no lo era. Ella y Eduardo eran bastardos. Nacieron fuera del matrimonio, de una amante de su padre. Mi abuelo, por lo visto, aparte de sus devaneos, era una buena persona: los reconoci¨® y les dio su apellido. Pero nunca vivieron todos juntos, ni se pudieron casar.
-Pero pensaba que la madre de Mamina era una modista famosa.
-?Modista? -solt¨® una carcajada-. No creo que supiese coser. Mi abuela era una "costurerita". As¨ª se llamaba en la ¨¦poca a las do?as nadies, a las amantes de paso que se dejaban pre?ar por oficio, para reclamar pensiones alimenticias. Mamina se negaba a verla incluso cuando viv¨ªa. Le daba verg¨¹enza.
-?Y la t¨ªa abuela Ang¨¦lica?
-Era su media hermana. Ella s¨ª era hija leg¨ªtima. Siempre trat¨® muy mal a tu abuela, porque la consideraba una advenediza, una arribista. Siempre se esmer¨® por recordarle qui¨¦n era y de d¨®nde ven¨ªa.
Entonces comprend¨ª por qu¨¦ Mamina nunca hablaba de su madre, ni de su esposo vergonzosamente clasemediero. Tambi¨¦n comprend¨ª por qu¨¦ nadie nos invitaba a la casa palaciega de Trujillo. Con el transcurso del tiempo, he comprendido incluso por qu¨¦, de la tiniebla de su memoria, la abuela eligi¨® recordar precisamente lo que no era. Es un fen¨®meno normal. Todos queremos parecernos a lo que so?amos de nosotros mismos. Pero a veces, eso requiere una excesiva dosis de olvido.
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