Arte y crimen
La exposici¨®n de algunas esculturas de Arno Breker en la Schleswig-Holstein Haus de Schwerin, en Alemania, suscita una considerable controversia entre los partidarios de exhibir la obra del escultor y los reacios a esta idea. El caso de Arno Breker, el escultor de Hitler, es similar al de Leni Riefenstahl, la cineasta de Hitler, y cercano al de Albert Speer, el arquitecto de Hitler. El de este ¨²ltimo es el m¨¢s complejo, y sin duda el m¨¢s grave, puesto que Speer particip¨® como ministro en las tareas del Gobierno nazi, y en funci¨®n de esto fue juzgado y condenado en N¨²remberg.
Sin embargo, fuera de este decisivo matiz, se trata de tres destinos que convergen en la zona m¨¢s negra de la historia del siglo XX. Los paralelismos en las respectivas trayectorias art¨ªsticas son reveladores. Speer, un joven arquitecto de notable talento cuando conoce a Hitler, ha sido formado en un ambiente vanguardista y en ning¨²n momento, con posterioridad, cuando ya est¨¢ al mando de los grandes proyectos del Tercer Reich, reniega de su formaci¨®n o de sus profesores. Riefenstahl aprende su refinada t¨¦cnica en los c¨ªrculos expresionistas y en un singular cine rom¨¢ntico de alta monta?a. Antes de ponerse al servicio propagand¨ªstico del Reich, Riefenstahl rueda varias pel¨ªculas en las que exalta la naturaleza de un modo casi pante¨ªsta. Con todo, su t¨¦cnica procede del expresionismo. Con Arno Breker ocurre algo semejante. Nacido en 1900, cuando se convierte en el escultor favorito de Hitler a¨²n no ha cumplido 40 a?os. Parte de su juventud la ha pasado en Par¨ªs y sus interlocutores han sido los artistas de vanguardia.
Estamos pues, en los tres casos, ante artistas de talento que han compartido itinerario con el arte europeo m¨¢s innovador. Ninguno de los tres, no obstante, se resiste a la seducci¨®n totalitaria de Hitler. (A¨²n falta escribir la historia de los buenos artistas de vanguardia comprometidos con el fascismo en Italia, Espa?a o Portugal y con el estalinismo en Rusia). Speer y Riefenstahl se han defendido en sus memorias, y Breker, m¨¢s silencioso, lo ha hecho ante amigos y en alguna confesi¨®n aislada. Los tres se consideran artistas y tienden a negar cualquier responsabilidad.
Naturalmente ¨¦sta es una disculpa poco aceptable porque es poco cre¨ªble. La de artista es una profesi¨®n como otra cuando se incurre en un crimen. M¨¢s interesante para nosotros es prestar atenci¨®n al giro est¨¦tico que practican los tres una vez han entrado en la zona negra del nacionalsocialismo. Speer deja de lado sus primeros proyectos, funcionales y austeros para incorporar, paso a paso, los delirios arquitect¨®nicos de Hitler, el frustrado estudiante de arquitectura austriaco. El Reich necesita contemplarse en la eternidad de la piedra y Speer se pone al frente de sus sue?os megal¨®manos. (No es el ¨²nico ejemplo puesto que Stalin hace lo mismo en Rusia y los brit¨¢nicos, en India; sue?os de piedra para imperios milenarios). Riefenstahl cambia el pante¨ªsmo cinematogr¨¢fico de alta monta?a por los decorados marciales de los aquelarres nazis en M¨²nich o Berl¨ªn. Breker, por su parte, renuncia a toda experimentaci¨®n en su escultura, hasta entonces muy inspirada por Rodin, para concentrarse en el hieratismo y la rigidez del poder.
En otras palabras, lo errado en las autodefensas que hacen de sus trayectorias estos tres personajes es ese refugio en la calificaci¨®n de artista cuando, en realidad, al entrar en contacto con la zona negra, los tres se traicionan como artistas y se convierten en marionetas del poder. A la experimentaci¨®n le sucede la necesidad de persuasi¨®n, a la cr¨ªtica la ret¨®rica.
El poder totalitario exige que la traici¨®n de los artistas transforme el arte en propaganda. Eso no quiere decir en modo alguno que la t¨¦cnica o la calidad constructiva se pierdan en el traicionero paso del arte a la propaganda. Lo que se pierde, y de manera irreversible, es el esp¨ªritu. En la propaganda disfrazada de arte no hay esp¨ªritu sino simulacro y sumisi¨®n. Pero la base t¨¦cnica puede permanecer. Mussolini y Stalin contaron con pintores, escultores y arquitectos muy capaces.
En esta direcci¨®n Hitler hace una astuta elecci¨®n con los artistas que estaban dispuestos a traicionar al arte. Albert Speer, buen arquitecto, le organiza las gigantescas escenograf¨ªas para sus desfiles, le proyecta c¨²pulas, avenidas y ciudades y, por si fuera poco, como ministro de armamento, se hace cargo de sus m¨¢s sonadas destrucciones. Leni Riefenstahl, buena realizadora, filma los ritos y los gestos del Reich para que, multiplicados sus efectos por la cinematograf¨ªa, reverberen en todos los rincones. Y a Arno Breker, buen escultor, le corresponde la tarea de poner cuerpo a los nuevos mitos y a los nuevos h¨¦roes; y surgen as¨ª esas esculturas sin alma pero suficientemente aplastantes como para recordar siempre la sombra del poder. La tragicidad heredada de Rodin se disuelve en esa mezcla de patetismo y artificio propia de la propaganda que usurpa el lugar del arte.
La culpabilidad de Breker como c¨®mplice de Hitler -mayor o menor, incluso penalmente- no debe desorientarnos con respecto a su otra responsabilidad, aquella en la que incurre, como artista, en contra del arte. Pero esto no impide que t¨¦cnicamente Breker fuera en todas las etapas de su vida un notable escultor: cuando en la juventud se form¨® en los c¨ªrculos parisienses, cuando en la madurez cre¨® megal¨®manamente al servicio del crimen, cuando en la vejez volvi¨® a alimentarse de sus fuentes juveniles.
?Por qu¨¦ no exponer la obra de Arno Breker, o mostrar las ideas arquitect¨®nicas de Albert Speer, o proyectar las pel¨ªculas de Leni Riefenstahl? Es preferible acabar de una vez con las lagunas y omisiones de manera que todo el subsuelo salga a flote. Es preferible asimismo acabar de una vez con las historias maniqueas del arte que tanto abundaron en la segunda mitad del siglo XX. No creo para nada que Breker sea de los mejores escultores de la pasada centuria, pero s¨ª es de los m¨¢s id¨®neos para representar lo que sucede en el arte al entrar en contacto con las zonas negras de la Historia.
Hay que ense?ar a Arno Breker como lo que es: un buen escultor, el c¨®mplice de un crimen, un traidor al arte.
Rafael Argullol es escritor.
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