Alemanes y polacos
Lo mejor que ha hecho G¨¹nther Grass en este para ¨¦l muy desgraciado mes de agosto ha sido pensar y escribir una bella carta a Pawel Adamowicz, el alcalde de la que fue la ciudad natal del escritor, la hanse¨¢tica Danzig, convertida despu¨¦s en gran faro europeo de la dignidad en los a?os ochenta, la muy polaca, obrera y naviera Gdansk. All¨ª naci¨® Grass, all¨ª se desat¨®, en las vecinas rocas de la Westerplatte el 1 de septiembre de 1939, la II Guerra Mundial. All¨ª comenz¨® en 1980 el final de las tr¨¢gicas consecuencias de la misma cuando naufrag¨® el otro r¨¦gimen, el comunista, que sustituy¨® a los nazis en media Europa. En la catarsis pendiente que Grass ha desencadenado con su memoria torturada, secuestrada y resurrecta, Polonia hab¨ªa de ser protagonista. Entre tanto ruido justificado, sincero o impostado, de admiradores defraudados, amigos estupefactos o enemigos triunfantes, Polonia, ha reaccionado con la grandeza con la que esta naci¨®n entiende en momentos claves el pulso contra ventajistas, oportunistas, impostores y lacayos.
Adamowicz le ha dicho a Grass que Polonia le entiende la carta. Esa respuesta s¨ª vale una vida: el respeto de Polonia, la que conoce el dolor y la derrota y por ello la recuperaci¨®n, el levantamiento, la sublimaci¨®n y la gloria. En disparates napole¨®nicos en Somosierra y en gestas como Montecasino, en la insurrecci¨®n de Varsovia como en las huelgas de Gdansk, generosa con los perdedores, incluso con los propios. De Grass y de la conmoci¨®n que su prodigioso libro despierta en quienes lo han le¨ªdo, hablaremos. No caben aqu¨ª las mil sensaciones de empat¨ªa y enojo, indignaci¨®n y gratitud, satisfacci¨®n, gozo y rabia, amistad, complicidad y emoci¨®n literaria profunda que este libro, casi habr¨ªa que decir que como compensaci¨®n postrera al enga?o, produce.
Volvamos a las dos grandes naciones centroeuropeas a caballo de las cuales se cri¨® Grass. Se han guerreado y temido tanto como pocas otras. Los polacos -peor que los rusos- son esos eslavos que desprecia Schiller cuando dice que los eslavos se limitan a tener alma y los franceses a tener car¨¢cter y que s¨®lo los alemanes gozan de ese privilegio divino de poseer profundidad y formato, alma y car¨¢cter, a un tiempo. Terribles son frases pronunciadas ahora de nuevo como esa que sugiere que "todos los nacionalistas polacos est¨¢n satisfechos porque queda demostrado que es imposible que haya un alem¨¢n bueno".
Son sobrecogedores los paralelismos entre Espa?a y Polonia en los ¨²ltimos 30 a?os. Las mejores cabezas de Solidaridad, desde los obreros como Lech Walesa a los admirados intelectuales Adam Michnik o Bronislaw Geremek y aquellos grandiosos europeos polacos Mazowiecki y Bartoczewski, siempre ten¨ªan una soluci¨®n en mano: la transici¨®n espa?ola, la reconciliaci¨®n. Lo hicieron. Pese a sus vecinos. Analistas polacos como Adam Pieczynski o Maciek Stasinski siempre hablaban de la envidia a las tres P's de los vecinos de Espa?a: Pirineos, portugueses y peces, mejor que rusos y alemanes. La reconciliaci¨®n era labor interna pero tambi¨¦n externa. Pero con pol¨ªticos como los citados y Vaclav Havel y Gyula Horn, y tantos otros en la hora estelar europea y Helmut Kohl y Mijail Gorbachov, pod¨ªa so?arse y hacerse. Con infinito orgullo.
Hoy tienen en Varsovia a los gemelos Kazcynski, Jaroslaw y Lech. El primero es presidente de la Rep¨²blica; el segundo primer ministro. Ambos son tan poco pulidos como sectarios, inmersos en esa subcultura provinciana o suburbana angustiada, sin otro idioma que el de sus intrigas, otra literatura que su propaganda y otra emoci¨®n que la del zafio triunfo ventajista, expertos en la trampa, gozosos en el humillar al adversario y vengativos a trav¨¦s de las generaciones. El poder no consuela como para aplacar el mito de la revancha justiciera. Son tan anticomunistas que han provocado incidentes serios diplom¨¢ticos con Alemania, por defender la criminal limpieza ¨¦tnica de los comunistas contra los alemanes en 1945. Necesitan enemigos internos o externos, para hacerse perdonar a diario su impotencia. Llenan los comederos ideol¨®gicos y detr¨¢s de ellos no hay ni la m¨¢s prosaica soluci¨®n ni por supuesto noble idea.
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