Breve encuentro
Vaya, no es f¨¢cil saberlo. ?Se habr¨¢n encontrado alguna vez un paraguas y una m¨¢quina de coser sobre una mesa de disecci¨®n? Si tan enriquecedora asamblea no se ha dado a¨²n en el pasado, es dif¨ªcil que ocurra pr¨®ximamente porque ya deben quedar muy pocas m¨¢quinas de coser. En cualquier caso, imaginariamente casual o casualmente imaginaria, esa reuni¨®n significaba a mediados del siglo XIX el prototipo de la belleza moderna o por lo menos eso opinaba Isidoro Ducasse, que se hac¨ªa llamar conde de Lautr¨¦amont y fue un tenebroso poeta franc¨¦s nacido en Montevideo.
Mi mesilla de noche no se parece en nada a una mesa de disecci¨®n, desde luego, aunque no es raro encontrar all¨ª bastantes cad¨¢veres por culpa de mi afici¨®n a las novelas policiacas. Pero el otro d¨ªa advert¨ª en ella una coincidencia casi tan extravagante como la formada por la m¨¢quina de coser y el paraguas de Lautr¨¦amont. Es sabido que los lectores somos de corriente continua o alterna: unos leen un solo libro sin cesar hasta concluirlo y otros alternamos dos o m¨¢s, a fin de leer m¨¢s rato o de calmar mejor nuestra impaciencia ante lo que a¨²n nos queda por leer. De modo que en mi "mesita de luz" (preciosa denominaci¨®n utilizada en algunos pa¨ªses hispanoamericanos, que apunta directamente al uso para lectura del mueble) siempre coexisten impacientes a mi llamada varias odaliscas bibliogr¨¢ficas de un m¨ªnimo har¨¦n. Cada noche le toca a una y, si estoy en forma o con muchas ganas, a veces puedo con dos. Se hacen mientras compa?¨ªa en la espera viejos amores de siempre a los que vuelvo antes o despu¨¦s harto de recientes devaneos con promesas de deleite a¨²n no inauguradas, t¨ªmidas y seductoras...
Es sabido que los lectores somos de corriente continua o alterna
Pues bien, hace una semana se disputaban de nuevo mi favor dos antiguos cari?os: la trilog¨ªa novelesca La raza de P¨ªo Baroja (formada por La dama errante, La ciudad de la niebla y El ¨¢rbol de la ciencia, reunidas en un solo volumen por la editorial Tusquets, con motivo de cumplirse el medio siglo de la muerte del novelista) y los Cuentos completos de Saki (editorial Alpha Decay), seud¨®nimo de H¨¦ctor Hugo Munro, un escritor ingl¨¦s nacido en Bengala en una ¨¦poca en que los grandes escritores ingleses sol¨ªan nacer en la India... o en Irlanda. Cronol¨®gicamente, aquellas novelas y estos cuentos pertenecen a la misma hornada de los comienzos del siglo XX pero ah¨ª parece que se acaba su paralelismo. Los ambientes que describen no pueden ser m¨¢s distintos, incluso o especialmente aunque La ciudad de la niebla transcurra en Londres como gran parte de los relatos de Saki. Pero los salones aristocr¨¢ticos y fastidiosamente convencionales recreados con delicioso humor por el ingl¨¦s son lo opuesto a las inestables pensiones y s¨®rdidos tabucos habitados por los exilados de que habla Baroja. Por no mencionar los estilos de cada autor: el uno refinad¨ªsimo y trabajado, witty, plagado de r¨¦plicas y contrarr¨¦plicas genialmente humor¨ªsticas de la mejor escuela wildeana (que prolongar¨¢ luego en tono m¨¢s ganso y ligero P. G. Wodehouse), el otro desali?ado y brusco como un aguacero que propina platitudes y sermones ideol¨®gicos con imparcial desgaire. La m¨¢quina de coser ingenios y el paraguas de la nubosidad que nunca escampa, ambas reunidas para la disecci¨®n de una ¨¦poca fallecida de muerte natural incluso antes de que dos guerras mundiales tuvieran tiempo de asesinarla.
Sin embargo, estos dos talentos literarios -opuestos en todo menos en eso, en tener talento- guardan tambi¨¦n parentescos soterrados pero innegables. Para empezar, a ambos se les lee de manera no ya fluida sino casi irrefrenable: los cuentos de Saki son como esas bolsas de aperitivos salados y crujientes, terminas uno y empiezas otro, no puedes parar de tragarlos aunque empieces a tener ya s¨ªntomas de empacho; y las p¨¢ginas de las novelas de Baroja se pasan casi solas, el lector las atraviesa refunfu?ando y gru?endo sarcasmos -tal como fueron escritas- pero sin poder ni querer detenerse, porque para eso se escribieron. Los dos narradores son pr¨®digos en personajes menores que en realidad configuran la trama mayor de lo que cuentan y de lo que cuenta para ellos: el tr¨¢fico incesante de la vida, compuesto de retazos variopintos y grotescos que apenas entendemos pero que hacen sonar la melod¨ªa del obstinado bajo continuo que unos llaman enf¨¢ticamente "destino" y otros con mueca ir¨®nica "capricho". Seres de un momento, que aparecen y desaparecen sin mayores explicaciones (Ortega dec¨ªa certeramente que los personajes de Baroja salen y entran de escena como la gente que se sube y se baja del autob¨²s) pero que nos dejan un poso de inquietud, como si estuvieran a punto de revelarnos otra cosa m¨¢s significativa, terrible o ir¨®nica, que a fin de cuentas se va con ellos.
El refinado y provocativo Saki, homosexual poco oculto y mis¨®gino declarado (pero los varones de sus cuentos, en cuanto creen madurar, tampoco valen mucho...), muri¨® en la Primera Guerra Mundial dando lecciones gratuitas de hero¨ªsmo, como Lawrence; P¨ªo Baroja, con boina y zapatillas desde la primera hasta la ¨²ltima l¨ªnea y la primera y ¨²ltima guerra, mis¨¢ntropo vocacional y mis¨®gino generacional pero que las pocas veces que se apiada expl¨ªcitamente siempre suele ser de la suerte de alguna mujer inconformista, prolong¨® sin dejar nunca de escribir su vejez hasta el toque de queda franquista. Uno y otro cuentan quiz¨¢, incesantemente, la misma historia: las convenciones sociales exquisitas o cutres, laicas o religiosas, bregan por marchitar unos instintos que se niegan a la mediocridad de la rutina pero no aciertan a inventar mejor liberaci¨®n que la prometida a fin de cuentas por el chispazo incendiario de la burla y despu¨¦s por la muerte. Siempre con una media sonrisa a flor de labios, Saki escribi¨® tres de los cuentos de terror p¨¢nico m¨¢s convincentes que nunca he le¨ªdo, Sredni Vasthar, Gabriel-Ernest y sobre todo La puerta abierta, cada uno de ellos protagonizado por j¨®venes -el tercero de los mencionados, por una chica- que podr¨ªan repetir su celebrado di¨¢logo: "-Antes los muchachos de su edad sol¨ªan ser agradables e inocentes... -Ahora s¨®lo somos agradables. Hoy en d¨ªa hay que especializarse". Por su parte, Baroja sabe hacer tangible la mugre clericaloide y cegata de una sociedad en que cada intento por vivir de veras est¨¢ castigado con los peores tormentos... que son tambi¨¦n los m¨¢s aburridos. En ambos casos, sonriendo con sarcasmo a veces sanguinario o rezongando con malhumor de solter¨®n ilustrado e incomprendido, esas cr¨®nicas sin pretensiones de grandeza comprometen por igual la serena "belle ¨¦poque" de la que provienen los sobresaltos atroces del pasado siglo. Ahora reposan juntos en la misma mesilla, como guerrilleros dis¨ªmiles pero que regresan a su guarida tras participar en emboscadas semejantes. Ya digo, el paraguas, la m¨¢quina de coser, la mesa de disecci¨®n: ?la belleza moderna?
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