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El sue?o de Alioune

La ilusi¨®n de decenas de miles de africanos por huir de la miseria les lleva a arriesgarlo todo y embarcarse en cayucos para alcanzar Canarias, el mundo desarrollado. Pero es un sue?o con trampa. Y muchos muertos. ?sta es la historia de Alioune, senegal¨¦s de 31 a?os; de su familia, su barrio en un suburbio y su obsesi¨®n

Nada m¨¢s llegar al centro de acogida de Cruz Roja de Madrid, el joven Alioune Diaw telefone¨® a su familia, en Senegal. Le respondi¨® su hermana mayor, Fatou:

-Alioune, ?tienes alg¨²n problema?

-No. ?Ya estoy en Espa?a!

-Pues acu¨¦rdate de los problemas que has dejado aqu¨ª.

Alioune se derrumb¨® sobre la mesa, ocult¨® la cara entre los brazos y estall¨® en sollozos. A¨²n llevaba la sudadera y los pantalones de ch¨¢ndal azul marino que hab¨ªa vestido durante los siete d¨ªas de traves¨ªa en cayuco desde Senegal hasta Canarias. La ropa, tan peque?a que las perneras apenas llegaban a cubrirle las pantorrillas, apestaba a mar, a v¨®mitos, a sudor y a or¨ªn. No se hab¨ªa desprendido del olor del viaje y ya ten¨ªa que asumir la enorme responsabilidad econ¨®mica que los cuarenta miembros de su familia depositaban sobre sus hombros.

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Alioune, de 31 a?os, hab¨ªa arribado a El Hierro el 18 de mayo. Aquel d¨ªa, Canarias recibi¨® nada menos que a 648 africanos en ocho cayucos. El de Alioune, que atrac¨® a las ocho de la tarde, era marr¨®n y llevaba a 84 personas a bordo. Nuestro hombre apenas pod¨ªa tenerse en pie. Cuando los miembros de Salvamento Mar¨ªtimo dejaron de sostenerle para ayudar al siguiente inmigrante, recorri¨® haciendo eses, como un borracho, los apenas cinco metros que le separaban del hospital de campa?a de Cruz Roja. Tras siete d¨ªas y 2.000 kil¨®metros de traves¨ªa atl¨¢ntica en una lancha atestada, sin poder cambiar de postura, la p¨¦rdida de estabilidad era lo menos grave que pod¨ªa ocurrirle. Despu¨¦s de pasar por el Centro de Internamiento de Fuerteventura, Alioune fue enviado a Madrid.

Desde entonces, EL PA?S ha estado en contacto permanente con ¨¦l. Ha entrevistado a sus compa?eros de aventura. Ha viajado a uno de los barrios m¨¢s pobres y poblados de Dakar en busca de los 40 miembros de su familia directa: madre, hermanos, cu?ados y sobrinos. Ha ido a la cercana playa, cubierta de desperdicios, desde donde zarpan cada d¨ªa cayucos atestados de emigrantes que cargan con todas las esperanzas y necesidades de sus clanes. Ha subido en la piragua donde pescaba con sus camaradas de trabajo. Y ha viajado a la asfixiante frontera con Mauritania, donde se ha entrevistado con su novia, que es tambi¨¦n prima hermana suya. El retrato de este senegal¨¦s es, en cierto modo, el de los casi 20.000 africanos que han alcanzado las playas de Canarias en lo que va de a?o y de los cientos que llegan cada d¨ªa.

La historia comienza en Dakar, el preciso lugar desde el que ingleses y holandeses enviaron a 12 millones de esclavos a Am¨¦rica hasta hace apenas un siglo. La ciudad es ahora la bulliciosa capital de un pa¨ªs que las gu¨ªas tur¨ªsticas definen como "la democracia m¨¢s estable de ?frica Occidental". Senegal tiene 11,6 millones de habitantes, seg¨²n el Gobierno, y 15 millones seg¨²n los observadores internacionales. Es imposible averiguar la cifra exacta, porque las familias no registran los nacimientos de sus hijos. Tampoco informan de sus fallecimientos, algo que sucede con frecuencia: cinco de cada cien ni?os mueren durante el primer a?o, y diez de cada cien no llegan a cumplir los cinco.

Dakar es una olla hirviendo. Miles de j¨®venes, vestidos con las camisetas de todos los equipos de f¨²tbol del mundo, se mueven por sus ca¨®ticas calles sin prop¨®sito aparente. Son como las peque?as burbujas que surgen del fondo de la olla y ascienden, zigzagueantes y r¨¢pidas, hasta estallar, est¨¦riles, en la superficie. El 55% de la poblaci¨®n tiene menos de 20 a?os. Racimos de muchachos cuelgan de microbuses adornados con la misma leyenda, Alhamdulillah (Gracias a Al¨¢). Y bien que hay que dar las gracias, visto el lamentable estado de esos veh¨ªculos destartalados. La edad de los coches supera con mucho la de sus conductores, cuya esperanza de vida es de 55,6 a?os. Taxis que podr¨ªan haber salido de un desguace hacen sonar sus bocinas -lo ¨²nico que funciona en ellos sin problemas- en medio de un atasco absoluto. Dos horas es una estimaci¨®n optimista sobre el tiempo necesario para atravesar la ciudad. Rodeados de humo y ruido, de vendedores ambulantes y de mendigos, hombres y mujeres de incre¨ªble belleza lucen alegres bubus multicolores. Dado el n¨²mero de ni?os -en el regazo de sus madres, atados a las espaldas de sus hermanas peque?as, pidiendo en las esquinas-, la ciudad parece una febril maternidad. Si no fuese por el fragor del tr¨¢fico, ser¨ªa posible o¨ªr los gritos de los reci¨¦n nacidos.

Las estad¨ªsticas oficiales dicen que en Dakar viven dos millones de personas. Pero en la franja de costa que va desde la capital hasta la ciudad de Rufisque, al este, habitan cinco millones. Se trata de una sucesi¨®n de arrabales que las autoridades consideran peligrosos para los tubab (blancos). De esas aglomeraciones miserables, en las que las calles no tienen nombre y las casas carecen de n¨²mero, salen la mayor¨ªa de los sin papeles que llegan a Canarias. De ah¨ª parti¨® Alioune para buscar fortuna en Espa?a.

En Hann-P¨ºcheurs, el barrio donde naci¨® Alioune, enjambres de ni?os descalzos juegan entre cabras en un laberinto de callejones de arena que en ¨¦poca de lluvias se transforman en r¨ªos de lodo que inundan las casas. La sarna salta desde el lomo de los animales a las cabezas de los chavales. No es raro encontrar ni?os y adultos, v¨ªctimas de la poliomielitis, que arrastran las piernas in¨²tiles. A ambos lados de los callejones se abren puertas angostas que dan entrada a peque?os patios. En torno a ¨¦stos se distribuyen habitaciones con tejados de uralita. En cada una de esas casas pueden llegar a vivir m¨¢s de medio centenar de miembros de una misma familia.

Mareime Nianj, la madre de Alioune, es la abeja reina de una de esas colmenas. A sus 60 a?os, viuda en dos ocasiones, Mareime tiene entre siete y diez hijos, seg¨²n quien sea el familiar que los cuente. A tenor de la versi¨®n m¨¢s generosa, Alioune es el quinto de tres varones y cuatro hembras. Mareime es adem¨¢s abuela de "unos veinte nietos". Ocupa la mejor habitaci¨®n de la casa: una estancia de seis metros cuadrados con una ventana que da al callej¨®n, justo sobre el bebedero de las cabras, una cama supletoria y un armario. En la cabecera de su gran lecho hay un estante con un radiocasete, varios frascos con afeites y algunas fotograf¨ªas. De las paredes cuelgan retratos del l¨ªder de Tidjania, la secta isl¨¢mica a la que pertenece la familia.

Sentada al borde de su cama y envuelta en un espectacular bubu azul y blanco con un turbante a juego, Mareime atiende a las visitas. De etnia wolof, mayoritaria en Senegal, la mujer observa con rostro atento a los periodistas espa?oles que vienen a traerle noticias de su hijo Alioune. En la puerta de su cuarto se agolpan una veintena de familiares interesados en la conversaci¨®n. "Queremos que Alioune nos mande dinero, para que podamos comer", dice Mareime. "Yo he hecho el sacrificio de sufrir por la marcha de mi hijo. Es justo que ahora ¨¦l corresponda envi¨¢ndonos dinero". Aunque se le cae alguna l¨¢grima, no hay la m¨¢s m¨ªnima emoci¨®n en su voz. Habla con un tono did¨¢ctico y sereno, como si explicara un principio biol¨®gico elemental. A su lado se halla Fatou, su hija mayor, la misma que record¨® a Alioune su responsabilidad con la familia que hab¨ªa dejado en Senegal.

Los problemas a que alud¨ªa Fatou saltan a la vista. Cuarenta personas viven en las ocho habitaciones de la casa, celdillas situadas en torno al estrecho patio en el que se halla el ¨²nico grifo. Junto a ¨¦l, varias mujeres lavan la ropa en barre?os de pl¨¢stico. Cada cuarto es el hogar de una familia del clan: la cama del matrimonio ocupa pr¨¢cticamente el espacio, mientras los hijos duermen en el suelo. Al fondo del patio hay una estancia peque?a y oscura con un hornillo en el suelo: la cocina. Una cu?ada de Alioune se afana en cuclillas sobre una fritanga de colas de pescado cubiertas de moscas.

Fatou ocupa la antigua habitaci¨®n de Alioune. Est¨¢ soltera y cojea ligeramente, algo que debe de ser un estigma en un entorno donde el cuerpo es la ¨²nica herramienta disponible para salir adelante. "El cuarto", dice, "est¨¢ tal y como lo dej¨® Alioune". Sobre el dintel luce la frase que ¨¦l escribi¨® en ¨¢rabe con una brocha para evitar el mal de ojo: "Dios nos protege de la gente mala". En el interior est¨¢n su cama y un mueblecito esquinero de madera que a¨²n guarda una foto suya, tama?o carn¨¦, de cuando era ni?o y una vieja entrada para un concierto de Bob Marley. De la pared cuelgan los retratos de tres santones isl¨¢micos. En esa habitaci¨®n plane¨® Alioune su viaje a Espa?a.

"Mi hijo comenz¨® a pensar en emigrar cuando ten¨ªa 15 a?os", asegura su madre. Acababa de dejar la escuela y hab¨ªa comenzado a estudiar formaci¨®n profesional. Aspiraba a convertirse en soldador, m¨¢s por necesidad que por vocaci¨®n. ?l habr¨ªa preferido ser marinero: "Tendr¨ªa mi propia barca, me har¨ªa a la mar todos los d¨ªas y conseguir¨ªa dinero con la venta del pescado". Pero la pesca es cada vez m¨¢s escasa y los barcos tienen que alejarse m¨¢s y m¨¢s de la costa para llenar las redes, as¨ª que opt¨® por hacerse soldador. "Pens¨¦ que cuando terminara los estudios encontrar¨ªa trabajo y podr¨ªa ayudar a mi familia".

No fue as¨ª. Cuando acab¨® el primer curso, su madre le dijo que no pod¨ªa seguir pagando los 15.000 francos CFA (23,5 euros) anuales que costaban sus estudios. Entonces Alioune comenz¨® a buscar trabajo con el soplete. Durante dos a?os hizo algunas chapuzas mal pagadas, hasta que comprendi¨® que por ese camino nunca lograr¨ªa salir adelante. Y volvi¨® a su vieja idea de ser marinero. Un amigo le present¨® a unos pescadores, que accedieron a embarcarle como ayudante en su cayuco. A bordo iban 24 personas. "Pesc¨¢bamos las noches de luna nueva, que es cuando aparecen los peces. Utiliz¨¢bamos una l¨¢mpara para atraerlos. Lanz¨¢bamos la red y cada uno jalaba de una cuerda hasta que logr¨¢bamos subir las capturas a bordo". Alioune entona la canci¨®n wolof que repet¨ªan para combatir el dolor y animarse en el esfuerzo: "Yaya jambar / yaya jambargu¨¦?" ("El capit¨¢n, el capit¨¢n, cuando le dices algo, est¨¢ dispuesto a hacerlo?").

Las ganancias depend¨ªan de la cantidad y de la calidad de las capturas: si los ejemplares eran grandes, pod¨ªan obtener 2.000 o 3.000 francos (entre tres y cinco euros) por cada caja, pero lo que le tocaba a cada uno era una miseria. Hab¨ªa que dividir el total en tres partes iguales: un tercio iba a manos del capit¨¢n, que era el due?o del cayuco; otro, a pagar el mantenimiento de la barca, la gasolina y las reparaciones del motor; el tercio restante se repart¨ªa entre los 24 pescadores.

Alioune siempre mantuvo en secreto su plan de emigrar. Ni siquiera se lo dijo a su t¨ªo Mabale, de 38 a?os, en cuyo cayuco trabaj¨® los ¨²ltimos a?os. "Ning¨²n miembro de la tripulaci¨®n imaginaba que pensaba embarcarse hacia Espa?a". Este hombre fuerte, que luce un bigote en forma de herradura, es una de las precarias fuentes de ingresos de la familia. La otra es el hermano mayor de Alioune, Alassane, que tiene 44 a?os y es ch¨®fer: "Me pagan por d¨ªa de trabajo. Ni siquiera me alcanza para mantener a mi mujer y a mis cuatro hijos", dice. Tampoco ¨¦l ten¨ªa idea de los prop¨®sitos de Alioune.

Durante siete meses, Alioune hab¨ªa ido guardando una parte de sus ganancias en una hucha de madera negra que ocultaba bajo el colch¨®n. "Si una noche ganaba 500 francos, le daba a mi madre 400 y met¨ªa los otros 100 por la ranura de la caja". Cuando calcul¨® que hab¨ªa reunido lo suficiente, llev¨® la hucha a casa de un amigo carpintero. "Le ped¨ª que la abriera sin romperla, pero que no mirase lo que hab¨ªa dentro. Volv¨ª a mi casa con la caja cubierta por la camisa y la devolv¨ª a su sitio, bajo la cama". A las diez de la noche, cuando todo estaba tranquilo, se encerr¨® en su cuarto, sac¨® la hucha y volc¨® su contenido sobre el colch¨®n. "Fui contando el dinero y coloc¨¢ndolo en montoncitos. No me hab¨ªa equivocado: all¨ª estaban los 25.000 francos (39 euros)". Dos d¨ªas despu¨¦s, Alioune desapareci¨®.

S¨®lo dos mujeres pod¨ªan saber que hab¨ªa comenzado su aventura: Mareime, su madre, y Umm Fall, su novia. "Me hab¨ªa dicho varias veces que un d¨ªa emigrar¨ªa, pero yo le aconsejaba que no lo hiciera", explica Mareime. "Conozco a muchachos del barrio que han muerto cuando intentaban llegar a Espa?a en una piragua. La ¨²ltima vez fue a principios de a?o. Iban 72 y s¨®lo volvieron 12; los dem¨¢s se ahogaron. Alioune se march¨® sin decir nada para no preocuparme. Pens¨¦ que estar¨ªa pescando en Mbour (200 kil¨®metros al sur de Dakar)".

Umm Fall, la t¨ªmida novia de Alioune, s¨ª estaba informada. Como ella vive 500 kil¨®metros al norte, en Mauritania, al otro lado del r¨ªo Senegal, sol¨ªan hablar por tel¨¦fono: "Siempre me dec¨ªa que se ir¨ªa cuando consiguiera reunir el dinero para el viaje. Un d¨ªa me llam¨® para anunciarme que se marchaba. Llor¨¦ y le ped¨ª que no lo hiciera, le dije que a¨²n pod¨ªa encontrar alg¨²n trabajo en Senegal. Pas¨¦ mucho miedo, pero tambi¨¦n ten¨ªa confianza. Ped¨ª a Al¨¢ que le ayudara. Cuando Alioune me telefone¨® desde Espa?a, comprob¨¦ que Al¨¢ me hab¨ªa escuchado".

Umm Fall y Alioune son primos y se conocen desde ni?os. Hace dos a?os, ¨¦l le pidi¨® que se convirtiera en su novia. Ambas familias aprobaron el compromiso. Pero la partida de Alioune ha complicado la situaci¨®n. La joven tiene 21 a?os y est¨¢ a punto de acabar el instituto. Acude a la entrevista vestida de rosa y acompa?ada por su padre, Lamine Dia, de 71 a?os. Es un hombre de expresi¨®n recia, ataviado con una chilaba negra, un fez y una bufanda con la que se enjuga el sudor que provocan los 50 grados y la alta humedad de la zona. Tambi¨¦n ¨¦l se queja de sus apuros econ¨®micos. "No nos importa retrasar la boda tres, cuatro o cinco a?os, si mi hija quiere esperar. Alioune no tiene obligaci¨®n de enviarnos dinero, pero si le va bien, debe ayudar a su familia primero y luego, claro, a su novia". Tras una pausa, pregunta con inter¨¦s: "?Ya tiene trabajo?". Ante la respuesta negativa contin¨²a: "Hagan lo posible para que se quede en Espa?a y encuentre trabajo". Umm Fall baja la cabeza y musita: "De momento, voy a esperarle".

El d¨ªa que Alioune abandon¨® su casa, gast¨® sus primeros 3.000 francos en pagar al conductor de una camioneta que le llev¨®, junto a otros j¨®venes, hasta Ziguinchor, al sur del pa¨ªs. Fue un viaje largo, pues tuvieron que bordear la frontera de Gambia, Estado incrustado en el centro de Senegal. Ziguinchor es la capital de la exuberante regi¨®n de Casamance. En las riberas del r¨ªo que le da nombre se levantan tupidos bosques de baobabs grandes como iglesias, algunos de ellos milenarios. De all¨ª sale la madera con la que se hacen los cayucos.

La camioneta le dej¨® en el puente de Casamance. Desde all¨ª sigui¨® a pie hasta la ciudad. "Fui a casa de un amigo que se dedica a la venta ambulante". Durante seis o siete meses trabaj¨® con ¨¦l: le echaba una mano y, a cambio, obten¨ªa un porcentaje de las ventas. "En ese tiempo conoc¨ª a mucha gente de Mal¨ª, de Costa de Marfil, de Guinea? En total ¨¦ramos 83 u 84. Todos hab¨ªamos llegado all¨ª con la intenci¨®n de embarcar hacia Europa. Pero carec¨ªamos de contactos para conseguir un cayuco".

Alioune ten¨ªa adem¨¢s dificultades para hacerse entender. ?l habla wolof, mientras que el dialecto mayoritario en Casamance es el diola. Curiosamente, fue ese problema el que resolvi¨® su situaci¨®n. "Un hombre me oy¨® y se acerc¨® a m¨ª diciendo: '?Eres paisano!'. Result¨® ser un carpintero que acababa de terminar un cayuco". Probablemente, el carpintero buscaba forasteros dispuestos a emigrar para hacer un buen negocio. "Eso sucedi¨® por la ma?ana. Hacia las cuatro de la tarde nos reunimos todos los amigos. Una hora despu¨¦s ya hab¨ªamos decidido el viaje".

Cada uno de los 84 viajeros, todos ellos varones, aport¨® 25.000 francos. En total, le pagaron al carpintero 2,1 millones (unos 3.300 euros). Adem¨¢s de la embarcaci¨®n, ese precio inclu¨ªa un motor nuevo, otro de segunda mano -de reserva-, 260 litros de gasolina -repartidos en 10 bidones de 20 litros y 13 de 4,5 litros-, 40 bidones de agua potable, cuatro sacos de arroz, 50 paquetes de galletas y algo de le?a. "Zarpamos esa misma noche". Era el 11 de mayo.

No llevaban GPS ni br¨²jula. El Sol, la Luna y las estrellas fueron su gu¨ªa durante los 2.000 kil¨®metros de traves¨ªa. "Nos turn¨¢bamos en el tim¨®n. Como naveg¨¢bamos hacia el norte, el Sol deb¨ªa estar a nuestra derecha por la ma?ana, y por la tarde, a la izquierda. Por la noche, la Luna deb¨ªa quedar a la izquierda. Adem¨¢s, siete estrellas nos serv¨ªan de referencia: las tres de la izquierda marcaban la direcci¨®n de Am¨¦rica, que no deb¨ªamos tomar; las dos de atr¨¢s se?alaban el sur, de donde ven¨ªamos, y otras dos, situadas al norte, marcaban el rumbo hacia Tenerife, nuestro objetivo". Durante el primer tramo del viaje pod¨ªan ver al este las monta?as de ?frica. Pero, al llegar al norte de Mauritania, esa referencia desapareci¨®.

Se alimentaban dos veces al d¨ªa. Hacia mediod¨ªa, se repart¨ªan unas galletas y un vasito de pl¨¢stico con un poco de agua. Por la noche prend¨ªan le?a, y sobre ella colocaban una marmita medio llena de agua dulce con un chorrito de aceite. A modo de sal, le echaban unos vasos de agua de mar. Luego vert¨ªan unos cuantos pu?ados de arroz. ?sa era la comida fuerte del d¨ªa.

Cuando alguno ten¨ªa ganas de vomitar, le acercaban un cubo. Mientras echaba las tripas, le gastaban bromas: "Le dec¨ªamos: '?Eso te pasa por comer demasiado! ?Est¨¢s desperdiciando nuestra comida!". Hac¨ªan sus necesidades sacando el trasero por la borda, mientras un compa?ero les sujetaba. "Hab¨ªa buen ambiente a bordo", sonr¨ªe Alioune. Pero todo cambi¨® cuando llegaron a la altura de Cabo Blanco, al norte de Mauritania. All¨ª, la c¨¢lida corriente norecuatorial, que les hab¨ªa ayudado a navegar hacia el norte, se encuentra con una corriente contraria, fr¨ªa e impulsada por los fuertes vientos alisios. El mar se volvi¨® loco. Olas de tres metros zarandeaban la embarcaci¨®n y golpeaban a los pobres hombres contra la borda. "Como s¨®lo llev¨¢bamos camisas y sudaderas, est¨¢bamos empapados y tembl¨¢bamos de fr¨ªo". Pronto avistaron un cad¨¢ver flotando bocabajo. Luego, otro y otro m¨¢s. Al poco, se cruzaron con un cayuco partido en dos, como una c¨¢scara de nuez.

Ni siquiera entonces Alioune tuvo miedo. "Al¨¢ me cuidaba". Para mayor seguridad, antes de embarcar se hab¨ªa ce?ido su gri-gri a la cintura. Los supersticiosos senegaleses creen que ese largo collar de cuentas redondas de madera les protege contra cualquier mal.

Al sexto d¨ªa lograron salir de aquel infierno. Pero el motor se par¨®. Se hallaban completamente perdidos en el Atl¨¢ntico y hab¨ªan consumido las reservas de agua y de gasolina en la batalla contra las olas. "S¨®lo ten¨ªamos un poquito de arroz, pero no pod¨ªamos cocinarlo. ?bamos a morir, pero alguien divis¨® otro cayuco. Le gritamos y le hicimos se?as hasta que puso proa hacia nosotros". A bordo iban unas 50 personas. "Nos dieron un bid¨®n de agua y un poco de gasolina, nos indicaron la direcci¨®n que deb¨ªamos seguir y se marcharon".

Alioune intuy¨® que estaban cerca de Canarias cuando el mar, que era verde hasta entonces, mud¨® a un color azul oscuro. Aunque a¨²n distaban muchos kil¨®metros, el resplandor de las ciudades del archipi¨¦lago era visible en el cielo durante las noches y, como un faro, les ayud¨® a aproximarse. Amanec¨ªa cuando por fin distinguieron la silueta de El Hierro y, de nuevo, volvi¨® a acab¨¢rseles la gasolina. Hab¨ªan quedado a la deriva, pero pronto un helic¨®ptero comenz¨® a dar vueltas sobre la barcaza. Poco despu¨¦s, un buque naranja de Salvamento Mar¨ªtimo les remolc¨® a puerto. Era el 18 de mayo.

El grupo, aterido y exhausto, fue conducido al centro de internamiento de extranjeros de Fuerteventura, pero Alioune s¨®lo permaneci¨® all¨ª 15 d¨ªas. La falta de espacio para alojar a los inmigrantes que segu¨ªan arribando a Canarias precipit¨® su traslado a un centro de acogida de Cruz Roja de Madrid. Los responsables de la ONG tambi¨¦n estaban desbordados por las continuas llegadas de africanos desde el archipi¨¦lago. Durante la entrevista que mantuvieron con ¨¦l, Alioune les revel¨® el ¨²nico contacto que ten¨ªa en Espa?a: el tel¨¦fono m¨®vil de un tal Sarr, que viv¨ªa en alg¨²n lugar de Murcia. Una prima de Sarr estaba casada con un t¨ªo de Alioune. Entre los 40.000 miembros de la comunidad senegalesa en Espa?a, ese parentesco remoto es un valioso seguro de vida.

Cuando los asistentes sociales de Cruz Roja lograron localizarlo, Sarr acept¨® acoger a Alioune en su casa de Molina de Segura. Esa misma tarde, nuestro hombre sali¨® en autob¨²s hacia Murcia. Adem¨¢s de abonar su billete, la ONG le hab¨ªa entregado 40 euros como dinero de bolsillo. A Alioune s¨®lo le preocupaba si en casa de Sarr habr¨ªa una cama para ¨¦l.

S¨ª la hab¨ªa. En el piso estaban Sarr, sus dos primos, Babakar e Idrisa, y Gora, el ¨²nico que carece de papeles igual que Alioune. Gora lleg¨® a Tenerife el 6 de junio y es primo hermano de un compatriota que vive en el vecino pueblo de Torres de Cotillas. Acudi¨® a casa de Sarr porque en la vivienda de su pariente ya no cab¨ªa un alfiler. "A veces te da pena no tener d¨®nde meter a tantos amigos y familiares que llegan", se lamenta Idrisa. De momento, Alioune y Gora se dedican a las tareas del hogar: barren, friegan, hacen las camas? La falta de papeles no es el ¨²nico motivo por el que no pueden trabajar, pues siempre hay empresarios dispuestos a explotar a los inmigrantes indocumentados. El problema principal es que no hablan una palabra de espa?ol, aunque Alioune se esfuerza en intentarlo: "Hol-la, me lla-mo Alioune. Es-toy bus-can-do tra-ba-jo".

Los compa?eros de piso de Alioune y Gora tienen papeles, pero sudan la gota gorda para salir adelante. Sarr tiene 28 a?os y reside en Espa?a desde hace siete. Cada d¨ªa se desplaza desde Molina de Segura hasta la localidad almeriense de Carboneras, donde trabaja recogiendo ajos. Idrisa, que lleg¨® a Espa?a hace ya nueve a?os con un visado de turista, trabaja ahora en la construcci¨®n, pero su ficha laboral muestra una lista de 22 empleos legales, desde montador de televisores en la empresa Sony de Barcelona hasta operario de gr¨²as en C¨®rdoba. Aunque su documentaci¨®n espa?ola dice que cuenta 25 a?os, ¨¦l admite que tiene 10 m¨¢s.

Idrisa es novio de una enfermera cordobesa que, curiosamente, ha tenido que emigrar a Mil¨¢n para ejercer su profesi¨®n. Su hermano mayor, Babakar, tiene 39 a?os y se ha especializado en nivelar con mortero los suelos de las viviendas. Es un tipo alto y fuerte, con un espl¨¦ndido sentido del humor: "Llevo siete a?os con el mortero y a¨²n no me salen las cuentas", dice. "Me levanto a las cinco de la ma?ana y vuelvo a casa a las doce de la noche. En Espa?a he aprendido a sufrir". Babakar gana entre 50 y 60 euros al d¨ªa. Cada mes env¨ªa 200 a las dos mujeres que tiene en Senegal. Su aspiraci¨®n es llegar a tener cuatro esposas: "Hay que disfrutar de la vida", proclama.

Aunque los tres tienen papeles, no les result¨® f¨¢cil conseguir la vivienda, un piso amueblado de tres habitaciones, cocina, tendedero y dos ba?os, por el que pagan 400 euros mensuales de alquiler. Idrisa explica: "Como hablo espa?ol bastante bien, por tel¨¦fono los propietarios no pon¨ªan ning¨²n problema. Pero cuando ve¨ªan que soy negro, sub¨ªan el precio de forma que no pudiera pagarlo".

Desde que lleg¨® a Espa?a, Alioune s¨®lo ha trabajado dos d¨ªas, recogiendo melocotones en una finca vecina. Le pagaron a seis euros la hora. El primer d¨ªa, cuando Idrisa le despert¨® a las seis de la ma?ana, Alioune protest¨®: "Todav¨ªa es de noche". Idrisa le recrimin¨®: "?A qu¨¦ te crees que has venido? Aqu¨ª se empieza a trabajar a esta hora. ?Venga, arriba!". Idrisa cuenta que los reci¨¦n llegados creen que en Espa?a el dinero crece en los ¨¢rboles. "Si supieran lo que les espera, la mayor¨ªa no abandonar¨ªan su casa. Yo mismo he pensado muchas veces que deb¨ª haberme quedado en Senegal. Aqu¨ª trabajamos como bestias. Si hici¨¦semos lo mismo en nuestro pa¨ªs, tambi¨¦n ganar¨ªamos dinero. El problema es que all¨ª los j¨®venes se niegan a recoger las basuras o a subirse a un andamio. Yo mismo pensaba que esos empleos eran humillantes".

Alioune observa las palmas de sus manos como si intentara leer el futuro en ellas. Son unas manos sorprendentemente largas y delicadas para un pescador de 31 a?os que hasta hace un par de meses jalaba redes en las costas de Dakar. Est¨¢ sentado de espaldas al balc¨®n, desde el cual puede verse la huerta murciana, como una promesa de trabajo. Sin embargo, Alioune est¨¢ triste. "Pensaba que cuando llegase iba a encontrar un trabajo y podr¨ªa ayudar a mi familia, pero va a ser muy dif¨ªcil". Sin dejar de mirar sus manos, Alioune a?ade: "Si lo s¨¦, no vengo".

Pero ¨¦se es un razonamiento dif¨ªcil de explicar a los que todav¨ªa permanecen en Senegal. En su casa de Hann-P¨ºcheurs, su t¨ªo Mustaf¨¢ Gay cuenta los 300 francos que le entreg¨® la polic¨ªa espa?ola cuando baj¨® del avi¨®n en el que fue repatriado desde Canarias. "Los utilizar¨¦ para volver a Espa?a. Aqu¨ª no tenemos esperanza, no hay nada que hacer". Mustaf¨¢ guarda cuidadosamente los billetes en el bolsillo del pantal¨®n y se levanta para reunirse con su mujer y su hijo peque?o.

Alioune al llegar a Espa?a.
Alioune al llegar a Espa?a.ALFREDO C?LIZ

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