Noticia antigua de Vila-Matas
El novelista Enrique Vila-Matas es, sobre todo, conocido por haber llegado a relatar, con gran pericia, su evanescencia, por no tener memoria propia de s¨ª. M¨¢s de uno compartimos su desafecci¨®n por el tacto grosero de la realidad, pero no hemos hallado maneras de desasirnos de un recuerdo sucesivo y prolongado de nosotros mismos, y pagamos cara, como si de pest¨ªferas letras a inflexibles plazos se tratara, esta ¨ªntima asiduidad, el banal apego a un sujeto biogr¨¢fico de final seguro y espantoso. Esto, sin embargo, y por m¨¦ritos propios, no le ocurrir¨¢ al novelista Vila-Matas. Quien haya conseguido, aunque con argucias, ser otro o, sencillamente, no ser m¨¢s ¨¦l mismo trastoca tambi¨¦n su muerte y tiene, de tenerla, una muerte extraviada, una cualquiera.
Quiz¨¢ sea por envidia que, de un tiempo a esta parte, recuerde yo con precisi¨®n un episodio de la vida anterior del novelista Vila-Matas que, en su evanescencia, ha tenido forzosamente que olvidar. Cuando le conoc¨ª se llamaba, en realidad, Pedro Enrique Villar de Matas y era director de pel¨ªculas de cine. En Cadaqu¨¦s, a media ma?ana de un mes de agosto, hace ya tanto tiempo, iba por la plaza aquella del Hostal, llena de agobio, con el escaso s¨¦quito de un mozo con un enorme rollo de papel de plata, que desplegaba poni¨¦ndose de puntillas y estirando el brazo derecho, y una actriz de cuerpo bien acoplado y nervioso que respond¨ªa al nombre de Mar¨ªa de Matar¨®. Pedro Enrique era un joven de fin¨ªsimo aspecto, algo sombr¨ªo. Parec¨ªa haber asistido a un atropello, a algo atroz pero, a la vez, cotidiano, repetible. Y ello hab¨ªa quedado en su mirada y, en especial, en el rictus estirado de su boca. Musitaba las ¨®rdenes que hac¨ªan que, en sucesi¨®n, se desplegara el reverberante papel de plata y que Mar¨ªa de Matar¨® ensayara un gesto de mirada perdida, irreverente. A Pedro Enrique no parec¨ªa gustarle la escena y, para repetirla, el grupo se mov¨ªa, como humildes feriantes, por la revuelta plaza.
Despu¨¦s, recuerdo, anochec¨ªa ya y hablamos. Est¨¢bamos en Cadaqu¨¦s sin propiamente desearlo, indeliberadamente. Por su parte, las escenas de la pel¨ªcula deb¨ªan ocurrir en otro sitio, pero no sab¨ªa decirme c¨®mo hab¨ªan ido a parar a aquel lugar negro, de roca volc¨¢nica. Hab¨ªa sido la actriz, aventur¨®, quien veleidosamente decidiera el ininteligible cambio. Yo, por mi parte, hab¨ªa amanecido all¨ª. Pronto, nos dimos cuenta de que poco m¨¢s ten¨ªamos que decirnos. Inadvertidamente, sin embargo, descubrimos que hab¨ªamos le¨ªdo con parecido entusiasmo una de las mejores novelas espa?olas del ¨²ltimo siglo, El hombre que se re¨ªa del amor, de Pedro Mata, autor con quien posiblemente emparent¨® despu¨¦s, en alguna de las fases de su desaparici¨®n. Comentamos con fervor aspectos de la trama y la inquietante ense?anza de su final feliz. Todo ello sabiendo que aqu¨¦lla era una obra prohibida tanto por religiosos como literatos. Fuimos por calles empinadas, de cafet¨ªn en cafet¨ªn. Dormimos, despu¨¦s, entre las barcas. No he vuelto a verle. A mi regreso de ultramar supe que hab¨ªa empezado a no ser ¨¦l mismo y le¨ª el magn¨ªfico relato que hace de su irreversible desapego. Es probable que la Se?oa d'Aireflor, que comparte el vaporoso trance, le indicara la necesidad de aligerar el abigarrado nombre que llevaba, el de Pedro Enrique Villar de Matas, para proceder mejor en el supuesto. Pronto llegue, quiz¨¢, el momento en el que, al pasar lista, su nombre, el de ahora, ya no se diga, pero una pausa, como un estremecimiento, todav¨ªa delate una presencia. Antes de que ello ocurra, yo, desde esta amarga ribera, recuerdo este episodio anterior al cruce de la l¨ªnea del horizonte, m¨¢s all¨¢ del cual son ingr¨¢vidas las cosas y se mueven, inconsecuentemente, al azar. Pero donde nada atroz es presumible. Lo digo por si sirve de algo.
Miquel Barcel¨® es historiador.
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