La amenaza
M¨¢s que indignaci¨®n, uno siente verg¨¹enza al conocer las conversaciones grabadas y los comportamientos de los grandes protagonistas de la corrupci¨®n en Marbella. La indignaci¨®n se enfr¨ªa con el paso de las semanas, con la noticia rutinaria que convierte lo que era una intuici¨®n en una evidencia, y lo que se ve¨ªa venir en una actualidad persistente y manoseada. Pero al conocer los c¨®digos secretos del chantaje, las conversaciones sin tapujos de la compra y venta, las palabras del negocio, la verg¨¹enza se apodera de los o¨ªdos y de los labios, como si el cuerpo humano tomara de pronto conciencia de que en sus sentidos existen armas de destrucci¨®n masiva. La prensa va ofreciendo datos, confidencias, pruebas, escuchas telef¨®nicas, y uno comprueba el temple de los corruptos, su falta absoluta de escr¨²pulos, la preocupaci¨®n met¨®dica que asumen de calcular hasta d¨®nde pueden llegar, hasta d¨®nde pueden tirar de la cuerda. Las sospechas en la opini¨®n p¨²blica no invitan al estafador a paralizar el robo, sino a acelerar los beneficios antes de que se descubra el delito. Una primera reacci¨®n, por evidente, es consoladora. Los a?os de c¨¢rcel no son remedio. A los delincuentes de guante blanco y firma institucional habr¨ªa que castigarlos con un requisamiento verdadero de su bot¨ªn, consiguiendo as¨ª que la posmodernidad y la poscelda no fuese el reino acaudalado de los caraduras. Pero una segunda inquietud conduce a la verg¨¹enza. Luis Cernuda afirm¨® que un solo individuo digno demuestra la dignidad humana. Por l¨®gica, una corporaci¨®n de indignos y de nobles puede demostrar f¨¢cilmente la indignidad del g¨¦nero humano. Y no se trata s¨®lo de los pol¨ªticos, bien claro quede. Es la ausencia de compromiso y control pol¨ªtico la que estimula a los tunantes. Da verg¨¹enza ser como somos, asistir al espect¨¢culo p¨²blico de nuestra depravaci¨®n privada, escuchar el ruido de la chequera de los constructores y la demanda babosa de los que ponen un precio a su conciencia.
Los avances t¨¦cnicos nos permiten infiltrarnos en una conversaci¨®n telef¨®nica o en el trato que se cierra en la mesa de un caf¨¦. Pero no hay micr¨®fono que capte todav¨ªa los gritos del silencio y del insomnio personal, el pavoroso infierno de enfrentarse a lo que uno es. Antes que por los jueces, los juegos malabares de cada individuo son descubiertos por la propia conciencia. ?Qu¨¦ se dice a s¨ª mismo un constructor, o un alcalde, o un gerente, cuando decide comportarse como un sinverg¨¹enza? Seguramente act¨²a en nombre de toda la ciudadan¨ªa, y de todo el g¨¦nero humano, porque ya se sabe que las cosas son as¨ª, y no pueden ser de otra manera, y otro se lo llevar¨¢ si yo no me lo llevo. La rutina hace borrosas las fronteras entre el delito y la inercia, entre el canalla y el que se dedica a galopar en el caballo de los tiempos. Debemos negarnos a imaginar que las conversaciones telef¨®nicas de los corruptos de Marbella se repiten en los dem¨¢s ayuntamientos de Andaluc¨ªa. Sin embargo, cuando observamos los municipios conocidos, resulta imposible cerrar los ojos al torbellino de la especulaci¨®n, a los campos rotos, a la falta de planes urban¨ªsticos sensatos, a la dictadura criminal de la degradaci¨®n y del ladrillo. Una vez destruida la Vega, en los pueblos de Granada se est¨¢ construyendo hasta dentro de los r¨ªos. Y como debemos negarnos a pensar que todos los alcaldes son corruptos, tendremos que enfrentarnos a un peligro m¨¢s grave que la corrupci¨®n. Domina la falta absoluta de inter¨¦s por meditar las condiciones de vida del futuro. Nadie parece dispuesto a buscar una din¨¢mica distinta en nombre de otra normalidad, otro modo de entender el progreso, las decisiones cotidianas y las rayas del horizonte. La pol¨ªtica debe tomar conciencia del problema, y convertir la corrupci¨®n o la costumbre en un asunto cardinal. Estar¨ªa bien que los partidos pol¨ªticos aprovechasen las pr¨®ximas elecciones municipales para hacerse responsables de la situaci¨®n. Hay que cortar por lo sano y dejar solos a los delincuentes.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.