Ensue?os de caracol
El modernismo es proclive a las chifladuras; esta gran verdad se ve confirmada en conocidos edificios, no es preciso argumentarla. Pero no en la Casa de los Caracoles, en cuya aparente locura hay m¨¦todo. La casa, o mejor dicho las casas de los caracoles, pues son dos fincas contiguas, en Tamarit 89, que hace esquina con Enten?a, y en Tamarit 91, m¨¢s que estar decoradas con caracoles se levantan como un homenaje a esos animalitos. Bichos curiosos: cuerpo blando y viscoso que para asombro del ni?o que le observa en cuclillas se desliza sobre las hojas o por la corteza del ¨¢rbol con desesperante lentitud y segregando una baba plateada, hacia largu¨ªsimas y extenuantes c¨®pulas de hermafrodita con otro individuo que tambi¨¦n preferir¨ªa el rol del macho pero le va a tocar la penosa tarea de incubar... Y esas casas o cuevas de curvas logar¨ªtmicas que llevan a cuestas, caparazones duros pero fr¨¢giles -el ni?o, aburrido, ha pisado uno: y el animal muere entre crujidos de una sonoridad inolvidable-. "El ser que sale de su concha nos sugiere los ensue?os del ser mixto", dice Bachelard en La po¨¦tique de la r¨ºverie, "no es s¨®lo el ser mitad carne mitad pescado, es el ser mitad muerto mitad vivo, y en los grandes excesos, mitad piedra mitad hombre". La extrema lentitud, la concha, la sexualidad, la consistencia, los trazos de baba, todo en esos bichos es raro y especial, y lo ¨²nico que faltaba es que en los anuncios televisivos de madrugada, esos que ve el insomne con el ojo entornado y el enfermo en duermevela, una se?ora pregone las excelencias de una crema rejuvenecedora a base de baba de caracol, una crema que restriega por su rostro vulgar y risue?o...
Las casas de la calle de Tamarit son un homenaje, y un homenaje justificado, como nos explicar¨¢ en seguida Francesc, un carnicero que trabaja all¨ª, en su tienda de la planta baja. Yo me inspir¨¦ en Tamarit 89 para un cuento, titulado Sol¨ªamos vivir aqu¨ª, donde caracterizaba la casa de la familia protagonista, una familia de so?adores diurnos, con unos gigantescos caracoles de piedra, que ten¨ªan unos ojos de vidrio multifac¨¦tico -m¨¢s propios de las moscas- color ¨¢mbar y que sosten¨ªan los balcones, a modo de atlantes. ?Por qu¨¦ decor¨¦ la fachada de esa casa de cuento con caracoles, y no con cari¨¢tides o esclavos? Me parec¨ªa que los caracoles son m¨¢s barceloneses; pens¨¦ que esos animales lentos y retr¨¢ctiles pod¨ªan servir, si no como met¨¢fora, como nota de ambiente de cierto tipo de barceloneses, m¨¢s so?adores que activos, todos conocemos o somos gente as¨ª: que ya en edades tempranas se apearon de la marcha furiosa del mundo, les flaquea la voluntad, no persiguen objetivos claros y bien perfilados, ni acunan ambiciones salvo que los dem¨¢s les demos la lata lo menos posible, las cosas tal como est¨¢n ya les parecen bien, visten con pulcritud pero con la ropa muy gastada y descolorida, parece que le han cogido mucho afecto a esa sobada americana y a ese niki sempiterno, y cuando entras en su casa, ¨²nico lugar en el mundo donde se sienten verdaderamente c¨®modos, expansivos y desenvueltos, piensas: "Qu¨¦ bien les ir¨ªa a estas paredes una mano de pintura...". Es gente que dispone de tiempo, como si fueran a vivir tres o cuatro veces. Son un encogerse de hombros; son como caracoles que se encogen de hombros.
Las casas de la calle de Tamarit son espl¨¦ndidas y tienen un aire a la vez ingenuo y enigm¨¢tico: los caracoles pintados, de piedra, de metal y de terracota, de diversos tama?os, descansan sobre hojas de lechuga, sostienen los balcones, pasean bajo el alero del tejado, se mimetizan en las barandas de forja, en el pomo de las puertas. Tambi¨¦n dentro, en la porter¨ªa, desfilan por un friso, y en los cristales esmerilados de las puertas que dan paso a la escalera vemos a unos j¨®venes pastorcillos encantados, chico y chica, con los que los caracoles encaramados a las altas hojas de la vegetaci¨®n parecen conversar...
En la fachada, a la altura del ¨¢tico, preside esta floraci¨®n delirante un bajorrelieve en cer¨¢mica que representa la boca de una gruta -una de esas grutas de rocalla que suelen verse tambi¨¦n en los patios de los colegios de monjas, presididas por una imagen de la Inmaculada- a la que se asoman un hombre y una mujer... Todo alude a un relato que el carnicero Francesc, hombre ya entrado en a?os, muy amable y cordial, me cont¨® mientras amasaba y sazonaba con lentitud caracolesca la carne de unas hamburguesas para un cliente que aguardaba en silencio. "Hace m¨¢s de cien a?os todo esto eran campos", explicaba Francesc, "por ah¨ª bajaba una riera, y en la casa n¨²mero 91 viv¨ªa una pareja de viejecitos, gente trabajadora, modesta, que sol¨ªan coger caracoles y setas en estos descampados. Hab¨ªa tambi¨¦n una cueva, donde un d¨ªa los viejecitos se metieron en busca de caracoles, y encontraron... una olla llena de monedas de oro. Onzas de oro. Con ese tesoro levantaron la casa del 89...".
?Pero es verdad esta historia del tesoro o es leyenda? Mientras le entregaba las hamburguesas al cliente y cobraba, Francesc me dijo que a ¨¦l se la contaron as¨ª cuando lleg¨®, y que en estos 35 a?os nadie se la ha desmentido. El cliente se fue, con una sonrisa y sin haber pronunciado palabra. Era un se?or m¨¢s bien gordo, p¨¢lido, con profundas ojeras, que tambi¨¦n parec¨ªa interesante, y del que me gustar¨ªa decir algo m¨¢s, pero absorbido como estaba por el relato no le pude prestar la debida atenci¨®n.
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