Armas de destrucci¨®n masiva
Cualquiera que visite -como yo lo he hecho este verano- la ciudad de Hiroshima no dejar¨¢ de conmoverse por miles de razones, y casi todas ellas tienen que ver con la terrible desgracia que esa ciudad vivi¨® el 6 de agosto de 1946: un bombardero americano arroj¨® sobre ella al amanecer la primera bomba at¨®mica (parecido suplicio sufrir¨ªa tres d¨ªas despu¨¦s Nagasaki). Sea la que sea la interpretaci¨®n que se haga de ese hecho -y no todas coinciden-, hay una evidencia que nadie puede negar y que resulta estremecedoramente dolorosa todav¨ªa hoy, 60 a?os despu¨¦s. La ciudad de Hiroshima qued¨® literalmente arrasada y murieron unas 170.000 personas y muchas m¨¢s como consecuencia de las heridas y efectos secundarios que la explosi¨®n produjo. Algunas de esas muertes que tuvieron lugar a medio y largo plazo, claramente relacionadas con los efectos letales de la radiaci¨®n, y que la historia ha documentado muy bien, son sencillamente incalificables del dolor que producen.
Como es l¨®gico, la ciudad entera gira en torno a aquel horror. Un museo, llamado piadosamente de la Paz, explica con detalle lo que ocurri¨® y basta visitarlo para salir horrorizado y aturdido por las dimensiones de la destrucci¨®n infligida por un ej¨¦rcito poderoso a una poblaci¨®n civil indefensa. Se pueden barajar las explicaciones que se quieran sobre aquel acto militar, pero ning¨²n visitante al lugar de los hechos ver¨¢ reducida su ingente indignaci¨®n despu¨¦s de documentarse con materiales informativos de todo tipo sobre lo que ocurri¨® aquel d¨ªa. No avisaron, no dieron tiempo a refugiarse, s¨®lo dejaron caer la bomba para observar sobre el terreno -hicieron fotos- c¨®mo destru¨ªa aquel invento, c¨®mo despellejaba y quemaba, c¨®mo arrasaba, c¨®mo dejaba a un beb¨¦ mamando en la teta de su madre muerta, ¨¦l mismo con las manos y los pies desollados; c¨®mo sum¨ªa a los supervivientes en el m¨¢s atroz desamparo, buscando a sus familiares que nunca aparecer¨ªan, o ayud¨¢ndose unos a otros, mugrientos y desharrapados, con el m¨¢s insondable abatimiento y la m¨¢s elevada y precaria solidaridad humana, como revela una estremecedora fotograf¨ªa que est¨¢ justo en el hall de ese museo.
A cualquiera que visite esa atormentada ciudad -que ha sabido ejemplarmente reconstruirse y volverse bella y animosa- le vienen sin querer a la cabeza las cacareadas armas de destrucci¨®n masiva que motivaron no hace tanto la intervenci¨®n del ej¨¦rcito americano en Irak (Aznar y Blair, c¨®mplices). La c¨ªnica paradoja que se abre paso en la conciencia del observador es que, hasta ahora, el ¨²nico pa¨ªs que ha sido capaz de utilizar un arma de semejante capacidad de destrucci¨®n masiva ha sido el mismo pa¨ªs que instrumenta argumentos para perseguir a todos aquellos que pudieran fabricarlas y utilizarlas. Y, para lograrlo, vuelve a infligir un dolor inmerecido a miles de inocentes que, como los inocentes y masacrados habitantes de Hiroshima, no ten¨ªan ni arte ni parte en las maquinaciones ni de sus dirigentes ni en las de los enemigos de sus dirigentes. Las bombas casi siempre caen sobre los que no tienen culpa, pocas veces sobre los palacios de los emperadores.
Y la pregunta se alza inevitable e irremediablemente acusatoria. ?Por qu¨¦ una naci¨®n civilizada, a trav¨¦s de sus representantes pol¨ªticos y militares, decidi¨® ser tan salvajemente cruel con la poblaci¨®n de una ciudad desprevenida, contando con los datos no menores de que esa ciudad no tuviera prisioneros americanos y fuera un importante centro de fabricaci¨®n de armas? No estamos hablando de un acto militar contra un ej¨¦rcito bien pertrechado, sino de una poblaci¨®n que esa ma?ana hab¨ªa emprendido el curso de un d¨ªa normal (colegios, oficinas, f¨¢bricas, tiendas...). ?Qu¨¦ clase de mancha no denunciada del todo soporta una naci¨®n que fue capaz de semejante acto de guerra? ?La verg¨¹enza de ese acto criminal ha sido expiada en alguna ocasi¨®n? ?Lo ser¨¢ en alg¨²n momento?
Ah¨ª va otra pregunta inevitable que surge imperativa en la conciencia del observador. ?Qu¨¦ autoridad moral puede tener el presidente de una naci¨®n que persigue la fabricaci¨®n clandestina de armas de destrucci¨®n masiva, si representa al pa¨ªs que us¨® por primera vez en dos ocasiones -no me olvido de Nagasaki- tales armas de destrucci¨®n masiva? Sabemos que la fuerza crea sus razones y que el que m¨¢s fuerza tiene consigue acallar a quienes no olvidan los cr¨ªmenes de su fuerza bruta. La historia la escriben antes los vencedores que las v¨ªctimas (algo sabemos los espa?oles de esto). Con las manos a¨²n manchadas de aquella sangre que rebrota en los t¨²mulos funerarios de Hiroshima -las flores a¨²n lloran y las velas a¨²n se duelen y nos contagian a cada paso, con sencillez budista, su imperecedero dolor-, alg¨²n presidente norteamericano -claramente ¨¦se no ser¨¢ Bush- deber¨ªa pedir perd¨®n por lo que pas¨® aquel lejano y demasiado cercano a¨²n 6 de agosto de 1946. Perd¨®n, perd¨®n y perd¨®n, como m¨ªnimo ciento setenta mil veces perd¨®n, y no hip¨®critas l¨¢grimas imperiales de cualquiera Condoleezza Rice que acuda a multitudinarios actos conmemorativos (como, sin ir m¨¢s lejos, los de este verano). Todos los que murieron salvajemente aquel d¨ªa -tal como vemos horrorizados en el Museo del Horror de Hiroshima-, lo est¨¢n pidiendo a gritos, y nosotros, avergonzados ciudadanos de un pa¨ªs que invoc¨® la amenaza de las armas de destrucci¨®n masiva para emprender una guerra que ha matado ya a demasiados inocentes, tambi¨¦n lo pedimos mientras encendemos una vela conmemorativa en nuestro interior por todos y cada uno de los que murieron aquel d¨ªa
?ngel Rup¨¦rez es escritor y profesor de Teor¨ªa de la Literatura en la Universidad Complutense de Madrid.
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