Juicios paralelos
Habla el juez F¨¦lix Frankfurter, de la Corte Suprema de los Estados Unidos, en Irving v. Dowd (1961), uno de los casos punteros de "juicios por la prensa" en el que se revoc¨® el veredicto de un jurado simplemente por la polvareda que se hab¨ªa creado de antemano en los medios: "Uno de los m¨¢s justificados orgullos de la civilizaci¨®n occidental es que el Estado asume la carga de establecer la culpabilidad ¨²nicamente sobre la base de pruebas presentadas ante el tribunal y bajo circunstancias que aseguran al acusado todas las salvaguardas de un juicio justo. Estas elementales condiciones para establecer la culpabilidad faltan sin duda cuando el jurado que ha de sentarse en el juicio sobre un conciudadano empieza su labor con la mente inevitablemente envenenada contra ¨¦l". La jurisprudencia de los Estados Unidos, que suele mantener con firmeza la posici¨®n preferente que ha de tener la libertad de expresi¨®n en ¨¦stos y otros conflictos de derechos, ha revocado sin embargo a veces aquellos veredictos que surg¨ªan de una atm¨®sfera de "festejo romano" o de "carnaval", y ha llegado a la conclusi¨®n de que "all¨ª donde hay una razonable posibilidad de que noticias prejuiciosas anteriores al proceso impidan un juicio justo" el juez har¨¢ bien en abstenerse o en cambiar el caso de jurisdicci¨®n. "Cualquier procedimiento judicial en una comunidad expuesta tan profundamente a tal espect¨¢culo no puede ser sino una vac¨ªa formalidad".
Nosotros, que hemos estrenado la libertad de prensa hace cuatro d¨ªas, nos hemos apresurado, en cambio, a tomar el r¨¢bano por las hojas. Montamos, eso s¨ª, el mismo festejo -entre nosotros acaso taurino en vez de romano-, con los mismos aires carnavalescos y los mismos linchamientos, pero lo que acabamos por hacer sin embargo no es proteger la posibilidad de un veredicto justo, sino modificar el jurado, calumniar a la polic¨ªa o desautorizar al poder judicial mismo. Porque est¨¢ claro que de nuestros usos medi¨¢ticos no queremos hablar. Haremos cualquier estupidez colectiva antes de mirar cara a cara al hecho desnudo de que no podemos participar de ese orgullo de la civilizaci¨®n occidental que mencionaba Frankfurter y nos estamos chapuzando en el muladar de la lapidaci¨®n cotidiana. Eso s¨ª, nosotros no usamos piedras reales, s¨®lo piedras simb¨®licas de denigraci¨®n p¨²blica. Eso al parecer nos sit¨²a culturalmente muy por encima de los nigerianos.
Las dimensiones que ha adquirido entre nosotros el uso de la libertad de expresi¨®n no alcanzan para que uno pueda decir en voz bien alta que hay algunos de nuestros medios que son sencillamente indecentes. Eso se tomar¨ªa como una amenaza a tal libertad. Pero s¨ª dan de s¨ª para abrasar a un ciudadano, a un profesional, a un jurado, a un juez, o a una sala entera, si es el caso. Cuando a cualquier periodista le disgusta una decisi¨®n o un procedimiento judicial, va tranquilamente y denigra al juez. No faltar¨ªa m¨¢s. Para ello no hace falta disponer de conocimientos jur¨ªdicos, s¨®lo de libertad de expresi¨®n y de cuota de pantalla. Pero cuando alguien se propone recordarle al periodista algunos elementales principios de decencia profesional, entonces echa mano de la libertad de expresi¨®n y te apunta con ella. Ah¨ª se acaba todo. Es preciso someterse al matonismo medi¨¢tico. De lo contrario saldr¨¢s al d¨ªa siguiente clavado en una columna infame, firmada de verdad o con pseud¨®nimo, que eso a nuestra libertad de prensa le parecen minucias.
La deriva que est¨¢ tomando entre nosotros la sustituci¨®n de los procedimientos institucionales de la democracia por esas lapidaciones sumar¨ªsimas y sin garant¨ªa alguna que se urden en los medios de comunicaci¨®n es ya alarmante. Hasta hace poco parec¨ªan especialidad de la informaci¨®n morbosa sobre cr¨ªmenes populares y lances de cama. Eso, desde luego, no las hace irrelevantes. Tambi¨¦n en esos casos se ignoran principios elementales de la administraci¨®n de justicia en el Estado de derecho. Tenemos ya, por ejemplo, evidencia de personas que han estado al borde de pasar su vidaen la c¨¢rcel por delitos que no hab¨ªan cometido, pero que resultaban sabrosos de sugerir para determinados informantes. A esos extremos pueden llegar ciertos usos de la libertad de expresi¨®n. Pero lo peor es que de pronto nos encontramos con que est¨¢n siendo proyectados calculadamente sobre la lucha pol¨ªtica. No es que se trate ya de la deplorable realidad de que conformamos un pueblo de televidentes de psicolog¨ªa malsana e infantil, es que estamos en camino de suplantar la deliberaci¨®n democr¨¢tica en libertad por la manipulaci¨®n de los datos, la insidia y la inducci¨®n artificial de comportamientos pol¨ªticos al margen de las instituciones. Estos d¨ªas ha podido contemplarse en Madrid lo que puede dar de s¨ª la deshonestidad de blindar con poluci¨®n medi¨¢tica una decisi¨®n pol¨ªtica sobre el comportamiento profesional de unos m¨¦dicos. La utilizaci¨®n de la cadena de televisi¨®n auton¨®mica para desactivar el procedimiento judicial o condicionar el fallo est¨¢ llegando a unos l¨ªmites realmente nauseabundos. Pero nada comparado con el mendaz montaje medi¨¢tico sobre el establecimiento de los hechos pertinentes del atentado de la estaci¨®n de Atocha. Aqu¨ª se ha puesto en marcha una cadena que pretende interceptar y sustituir el proceso judicial y presentar los hechos al gusto de los interesados. Para llegar a ello se est¨¢ conminando a la justicia con amenazas latentes y ultrajes expl¨ªcitos. Y se est¨¢ celebrando todos los d¨ªas uno de esos festejos romanos que denunciaba Frankfurter. Con la siniestra particularidad de que aqu¨ª lo que est¨¢ en juego no s¨®lo es la vida de alg¨²n inocente, sino el Estado de derecho mismo y la independencia del poder judicial. Resulta por ello particularmente indigno que los dirigentes del Partido Popular se hayan echado en brazos de tales impostores pol¨ªticos. Por no mencionar el hecho grav¨ªsimo de que parecen estar en el mismo juego algunos jueces que integran nada menos que el Consejo General del Poder Judicial.
Quienes creen que la libertad de expresi¨®n es una licencia para manipular o mentir se equivocan. Si los medios nos enga?an y aturden de forma tal que acaban por socavar nuestra capacidad para juzgar, est¨¢n da?ando seriamente nuestra cultura pol¨ªtica y nuestras vidas como ciudadanos. Envenenar el discurso p¨²blico equivale a atentar contra el sistema democr¨¢tico mismo. Eso es lo que puede explicar el sucio espect¨¢culo al que estamos asistiendo aqu¨ª ¨²ltimamente. Alguna vez pudimos haber pensado que todo era producto de una rabieta temporal por una derrota electoral inesperada. Ped¨ªamos por ello madurez democr¨¢tica y sentido institucional. Pero ya hay demasiadas coincidencias oscuras para que tal hip¨®tesis ingenua pueda mantenerse. Hoy empezamos ya a temer que estamos ante una trama civil e institucional urdida deliberadamente para desactivar los mecanismos de la discusi¨®n p¨²blica y del Estado de derecho. Una suerte de atajo para volver al poder recurriendo al enga?o a los ciudadanos y la utilizaci¨®n espuria de las instituciones. Unos falsos juicios paralelos construidos deliberadamente para sustentar una falsa democracia paralela que no tenga por qu¨¦ someterse a las exigencias jur¨ªdicas y morales de la aut¨¦ntica democracia constitucional. Algo que, bien mirado, obedece subliminalmente a la l¨®gica interna del golpismo.
Francisco J. Laporta es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa del Derecho de la Universidad Aut¨®noma de Madrid.
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