Ingratas personas
Fuimos bastante ingratos con Jorge Edwards, tan grato escritor, tan grata persona que ahora presenta aquel libro que hace m¨¢s de 30 a?os rechazamos -al menos con vistas a la galer¨ªa- por ser incorrectamente poco progresista, pol¨ªticamente incorrecto. Su libro Persona non grata ten¨ªa raz¨®n entonces y tiene vigencia e inter¨¦s ahora, despu¨¦s de 33 a?os. Entonces, cuando Cuba era nuestro imaginario para¨ªso, y sus l¨ªderes, el icono de la resistencia y de la est¨¦tica revolucionaria; precisamente entonces, cuando todos hab¨ªamos sido derrotados con la derrota de Allende, cuando nos dol¨ªa la muerte de Neruda y a¨²n nos dol¨ªan m¨¢s las muertes de compa?eros, conocidos o de gentes normales, que podr¨ªamos haber sido nosotros, segu¨ªa firmando el dictador, ese nuestro que nunca mor¨ªa. S¨ª, el abuelo de una que baila, o lo que sea, por una caja que a veces se merece el nombre de tonta, aunque muy bailona. Fue entonces cuando Barral public¨® ese libro que todav¨ªa conservamos. Lo compramos casi avergonz¨¢ndonos, escondiendo, disimulando el libro entre otros m¨¢s progresivamente correctos. Estaba en nuestro ¨ªndice de libros prohibidos. Al menos, en el de los no recomendados. Una vez, uno de aquellos entra?ables y fan¨¢ticamente progres de anta?o me reprendi¨® por estar leyendo Espacio, de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez. Le habl¨¦ de la dignidad republicana de Juan Ram¨®n, de su exilio, de su integridad. Nada, les parec¨ªa tibio o contrarrevolucionario.
Me empec¨¦ a dar cuenta de que los m¨ªos tampoco eran los m¨ªos. O no lo eran al menos en lo que ten¨ªa que ver con las lecturas. No me cost¨® nada ser disidente. Una cosa era terminar con la dictadura y otra confundir la libertad con el muro de Berl¨ªn, la muralla de China o la revoluci¨®n permanente. Me crec¨ªan las dudas como a otros les brotaban las certezas. Pero segu¨ª militando entre mis contradicciones y mis traiciones.
Traici¨®n pareci¨® que ley¨¦ramos el cr¨ªtico, divertido y excelentemente narrado libro de no ficci¨®n de Edwards. Y mayor traici¨®n, que nos gustara su lectura, que nos hiciera dudar de los mitos y los ritos, que nos pusiera en guardia contra Fidel y sus mariachis. Edwards, en compa?¨ªa de otros, sirvi¨® para que no sigui¨¦ramos con las invenciones de ciertos para¨ªsos. Asaltamos esos cielos y nos pusimos a mirar desde lugares terrenales m¨¢s descre¨ªdos. Y en esas seguimos.
Recordaba el otro d¨ªa Edwards, en la presentaci¨®n de su libro en el C¨ªrculo de Bellas Artes, que no le fue f¨¢cil tomar la decisi¨®n de publicarlo. Amigo y colaborador del comunista y poeta Neruda, Edwards se hab¨ªa comprometido a ense?arle el manuscrito antes de mandarlo a imprenta. No lo hizo porque temi¨® que las pegas, seguramente razonables y amistosas unas e ideol¨®gicas y parciales otras, hubieran impedido la entrega del manuscrito tal y como lo podemos leer. Muri¨® el poeta sin ver publicado el libro. Pero s¨ª lo vieron publicado, entre otros, Julio Cort¨¢zar y Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez. Con Garc¨ªa M¨¢rquez, a pesar de sus diferencias y del manifiesto castrismo del colombiano, dice que todav¨ªa cuando se ven, se abrazan y van juntos a cenar o beber. Una cosa es el castrismo y otra la amistad.
Con Cort¨¢zar, amigo en copas y libros, ya nunca lo pudo seguir siendo despu¨¦s de la publicaci¨®n de su libro. El argentino cosmopolita nunca le perdon¨® que dijera su verdad sobre Cuba y el r¨¦gimen. El libro le hab¨ªa gustado, pero no pod¨ªa admitir seguir siendo amigo de un autor que desnud¨® aquel sue?o, aquel deseo de que Cuba fuera lo que no era. Cuba deber¨ªa seguir siendo, seg¨²n tantos intelectuales de la progres¨ªa occidental, el imaginario que no era. Era como un juego de silencio. No hay que contar la verdad. La verdad a veces no les parec¨ªa tan revolucionaria. Mejor callar, disimular, por los buenos sentimientos. Lleg¨® el comandante y mand¨® parar. Quietos. Callados.
Dice Edwards que Cort¨¢zar, el m¨¢s parisino de los escritores en espa?ol, el amante de la m¨²sica dodecaf¨®nica, de Michaux, del Thelonius Monk y Marcel Schwob, de Boris Vian o Stravinski, el m¨¢s refinado cosmopolita de la pandilla, el menos latino, no conoc¨ªa Cuba. Cuando lo hizo en el castrismo se fascin¨® con las maracas, con el son, con el cuerpo de las cubanas, con los daiquiris, con la charla de Fidel y la mirada de las castristas de verde luna. En fin, que, seg¨²n Edwards, Cort¨¢zar se dej¨® encantar con los privados encantos de la revoluci¨®n. O al menos pens¨® que eso tan particular que a ¨¦l le hab¨ªa pasado, esa alegr¨ªa de maracas, de baile y revoluci¨®n, podr¨ªa ser una buena receta para un mundo mejor. Y desde luego menos aburrido que los conciertos dodecaf¨®nicos.
Han pasado los a?os, Cuba se sigue pareciendo a aquella que declar¨® persona non grata a Edwards. Su libro seguir¨¢ sin poderse leer en la isla y, sin embargo, se seguir¨¢ leyendo. Los cubanos, como tantos otros pueblos, son mejores que sus gobernantes. Y ya son mayorcitos para que puedan decidir qui¨¦n es o no es grato.
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