Llov¨ªa aquel 23 de octubre en Budapest
La URSS reprimi¨® hace 50 a?os en Hungr¨ªa la primera insurrecci¨®n en el bloque comunista tras la desestalinizaci¨®n
Era un d¨ªa gris y lluvioso aquel 23 de octubre de 1956 elegido por j¨®venes estudiantes de la Universidad T¨¦cnica de Budapest para realizar la segunda concentraci¨®n de su organizaci¨®n, creada una semana antes. Hab¨ªan decidido manifestarse en solidaridad con los trabajadores polacos de Poznan, que, justo antes del verano, se hab¨ªan levantado en protesta por sus condiciones de vida y fueron duramente reprimidos a tiros durante una concentraci¨®n en la que murieron 50 y fueron heridos centenares. En aquel oto?o estaba cambiando la atm¨®sfera en todo el mundo comunista, a¨²n no se sab¨ªa c¨®mo, ni hacia d¨®nde. Y resurg¨ªan v¨ªnculos hist¨®ricos de alianzas y solidaridad entre movimientos nacionales de Hungr¨ªa y Polonia desde la Revoluci¨®n de 1848. Se inspiraban aqu¨¦llos en el C¨ªrculo Pet?fi, fundado por escritores e intelectuales unos meses antes como el primer atisbo de luz tras la noche de plomo del estalinismo.
Jruschov denunci¨® los cr¨ªmenes de Stalin, pero sus monumentales estatuas de bronce dominaban a¨²n la vida cotidiana de los pa¨ªses comunistas
Exist¨ªa un precedente, no se trataba de un sue?o imposible: el Ej¨¦rcito Rojo hab¨ªa abandonado Austria, pa¨ªs tomado durante la guerra
Sobre las botas de Stalin, lo ¨²nico que qued¨® en pie del gigantesco monumento derribado, los insurrectos alzaron la bandera nacional
Era la primera reacci¨®n social independiente en Hungr¨ªa a un hecho que habr¨ªa de conmocionar al mundo entero y que, visto en perspectiva, supuso la confirmaci¨®n de la quiebra irreversible del movimiento y de la ideolog¨ªa comunista. En marzo de aquel 1956 se hab¨ªa celebrado el XX Congreso del Partido Comunista de la Uni¨®n Sovi¨¦tica, en el que el secretario general Nikita Jruschov hab¨ªa pronunciado su discurso secreto en el que denunci¨® los cr¨ªmenes de Stalin. Tres a?os hac¨ªa ya de la muerte del tirano georgiano, pero en todas las capitales de Europa Oriental sus monumentales estatuas de piedra o bronce segu¨ªan dominando la vida cotidiana de las naciones ocupadas por el Ej¨¦rcito Rojo tras la derrota de la Alemania nazi. Hac¨ªa ya bastantes a?os que, para la mayor¨ªa, aquella supuesta liberaci¨®n se hab¨ªa convertido en una pesadilla. Probablemente de forma especial para los dos pueblos hist¨®ricamente m¨¢s hostiles a los rusos, que eran polacos y h¨²ngaros. All¨ª, el estalinismo no s¨®lo se hab¨ªa cebado en la erradicaci¨®n de las ideas burguesas, la religi¨®n y la cultura pol¨ªtica. Tambi¨¦n buscaba quebrar para siempre la identidad nacional.
Pero desde que en Mosc¨² la direcci¨®n del PCUS hab¨ªa decretado que ya era posible expresar la obviedad de que el estalinismo hab¨ªa sido una terrible monstruosidad, los partidos comunistas centroeuropeos, dirigidos todos por leales sicarios de Stalin, estaban desorientados, y las poblaciones lo percib¨ªan. Cuando se levantaron los berlineses orientales el 19 de junio de 1953, el aplastamiento inmediato de la protesta fue aceptado con naturalidad. Pero hab¨ªan pasado cosas desde la muerte de Stalin. Se hab¨ªan hundido los sue?os de una mejor vida en estos pa¨ªses, que, no como el pueblo sovi¨¦tico, s¨ª recordaban ¨¦pocas mejores de preguerra. Aunque apenas dispon¨ªan de informaci¨®n de las democracias, salvo la escuchada clandestinamente en la radio, s¨ª sab¨ªan de la r¨¢pida reconstrucci¨®n de Alemania y del ¨¦xito de su reforma monetaria, embri¨®n del milagro econ¨®mico. Y en la vecina Austria se hab¨ªa producido otro milagro, y no menor. En 1955, el Acuerdo de Estado entre las cuatro potencias vencedoras y el Gobierno de Viena hab¨ªa promulgado la "neutralidad eterna" austriaca siguiendo el modelo suizo. Lo capital era, sin embargo, que por aquel papel firmado en el palacio de Belvedere, la URSS abandonaba Austria y aceptaba all¨ª un Estado democr¨¢tico, pluralista y occidental. El Ej¨¦rcito Rojo abandonaba un pa¨ªs tomado durante la guerra. No era, por tanto, un sue?o absurdo e imposible. Exist¨ªa el precedente. Los h¨²ngaros ya sab¨ªan lo que quer¨ªan cuando el estalinismo del implacable Matyas Rakosi comenz¨® a tambalearse.
Aquel d¨ªa, los estudiantes ya ten¨ªan una lista de demandas. La primera era que volviera al Gobierno el presidente Imre Nagy, un l¨ªder comunista nacional al que el estalinista Rakosi hab¨ªa marginado meses antes abortando un t¨ªmido intento de liberalizaci¨®n. Y las otras pod¨ªan casi resumirse en el deseo de ser como Austria: sistema multipartidista, elecciones libres, disoluci¨®n de la polic¨ªa secreta, retirada de las tropas sovi¨¦ticas y salida del Pacto de Varsovia. Unos cientos de manifestantes se dirigieron hacia la plaza de Bem, en la parte de Buda; otros, hacia el Parlamento, junto al Danubio, y otros hacia la sede de la radio. Cuando llegaron all¨ª, eran ya muchos miles los trabajadores, funcionarios, transe¨²ntes, hombres, mujeres y ancianos que se hab¨ªan unido a las manifestaciones que cruzaban la ciudad.
Las botas del tirano
Miles fueron espont¨¢neamente hacia la estatua de Stalin, que grupos de obreros pertrechados con escaleras, cables y camiones acabaron derribando. Sobre las botas del dictador, lo ¨²nico que qued¨® en pie sobre el monumental pedestal, alzaron la bandera nacional. All¨ª estaba la imagen del monstruo tirado sobre el asfalto. All¨ª cantaron el c¨¦lebre verso de Pet?fi de "En pie h¨²ngaros, vuestra patria os llama / lleg¨® el tiempo del ahora o nunca / seremos libres o esclavos".
Fue frente al edificio de la radio donde reaccion¨® primero el r¨¦gimen. Los estudiantes exigieron emitir por las ondas sus demandas. Y fue entonces cuando la polic¨ªa pol¨ªtica, que se hab¨ªa concentrado dentro y en los alrededores, abri¨® fuego. Al difundirse la noticia de los disparos contra la multitud, unidades del ej¨¦rcito y la polic¨ªa, dirigidas por Pal Maleter, ministro de Defensa durante la revuelta, que despu¨¦s fue ejecutado, acudieron en auxilio de los manifestantes y distribuyeron sus arsenales entre ellos.
Esa noche comenzaron tres semanas de terribles combates en los que el pueblo se enfrent¨® primero a la polic¨ªa pol¨ªtica, a las milicias del partido y despu¨¦s, en lucha tan heroica como desesperada, al Ej¨¦rcito Rojo, enviado para evitar el aut¨¦ntico precedente. Entonces el comunista Nagy proclam¨® el fin de la dictadura del proletariado, la neutralidad, la legalizaci¨®n de partidos y la salida del Pacto de Varsovia. Todas las demandas de los estudiantes se vieron cumplidas. La revoluci¨®n democr¨¢tica hab¨ªa triunfado.
Unas semanas tan s¨®lo, pero de historia imperecedera en la lucha de los hombres por la dignidad. Miles de muertos y centenares de miles de exiliados despu¨¦s, se impuso el silencio. Hasta que volvi¨® la historia en 1989.
Los recuerdos de Bela Kiraly
BELA KIRALY, el legendario comandante en jefe de las fuerzas de la revoluci¨®n que logr¨® huir por Austria a Estados Unidos y fue profesor universitario en Nueva York, contaba hace semanas en Madrid, en un acto de conmemoraci¨®n, que fue Madrid la ¨²nica capital del mundo en la que se reunieron voluntarios decididos a la empresa evidentemente imposible de acudir en su socorro. A sus 96 a?os, Kiraly recuerda la fatalidad de la coincidencia de aquellos tr¨¢gicos d¨ªas con la crisis de Suez y la intervenci¨®n franco-brit¨¢nica que atrajo toda la atenci¨®n internacional, lo que no exime a las democracias de la vergonzosa pasividad mostrada ante Mosc¨².
El arrojo y la dignidad de los hombres de Kiraly llevaron a Albert Camus a decir, ya aplastada la rebeli¨®n, que "si la opini¨®n mundial es demasiado d¨¦bil o ego¨ªsta para hacer justicia a un pueblo martirizado, yo espero que la resistencia dure hasta que ese Estado contrarrevolucionario en el Este se hunda bajo el peso de sus mentiras y contradicciones". As¨ª fue. Hungr¨ªa y Polonia, los adalides de la dignidad en 1956, fueron tambi¨¦n los enterradores del comunismo en Europa.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.