De Weimar a Kuntsevo
Una maravillosa edici¨®n de las Conversaciones con Goethe, de Johann Peter Eckermann (Brockhaus, Leipzig, 1925), reproduce con cari?o unos manuscritos de las m¨¢s iracundas frases del hombre que all¨ª, en Weimar, ya se sab¨ªa a salvo del juicio humano, dudaba mucho del divino y s¨®lo se expon¨ªa al propio, tan l¨²cido como implacable. Goethe en Weimar dictaba. Mandaba tanto como Stalin en su dacha favorita de Kuntsevo, descrita como nunca en el mejor libro sobre el gossip canalla -gran cotilleo con may¨²sculas- del mundo estalinista jam¨¢s escrito que es el Stalin, de Simon Sebag Montefiore (Vintage, Random House, New York).
Sin embargo, convendr¨¢n ustedes en que la ira del poeta alem¨¢n nada tiene que ver con los resentimientos del seminarista asesino georgiano. Como nada tiene que ver la indignaci¨®n de las v¨ªctimas del terrorismo en Espa?a o los gritos ya quebrados de Anna Politk¨®vskaya con las irritaciones po¨¦ticas del etarra Ignacio de Juana Chaos y la incomprensi¨®n del presidente del Gobierno espa?ol, Jos¨¦ Luis Rodr¨ªguez Zapatero, ante la incapacidad de muchos espa?oles de ver en ese De Juana Chaos y su interlocutor en la calle, Otegui, hombres de bien, de paz y libertad. Por lo mismo que las v¨ªctimas de aquel fan¨¢tico asesino que fue el Che Guevara y del dictador y s¨¢trapa ag¨®nico Fidel Castro jam¨¢s entender¨¢n que el presidente de un Gobierno democr¨¢tico e inicialmente civilizado, miembro de la UE y de la OTAN se identifique en plan coqueto con asesinos como De Juana, Guevara, Castro o el can¨ªbal de Rothemburgo.
Los peores irresponsables del populismo derechista, izquierdista, historicista o revanchista en general pegan hoy minas en la l¨ªnea de flotaci¨®n del buque de ¨¦xito que ha sido la Europa democr¨¢tica de posguerra. Lo hacen con la osad¨ªa del tontiloquismo. El esfuerzo de paz y contenci¨®n sin experimentos juveniles con la sobriedad y la profundidad de quienes saben lo que es una guerra y no la literaturizan se extendi¨® desde su n¨²cleo inicial franco-alem¨¢n hasta los Urales, a los l¨ªmites de la civilizaci¨®n que conoce por Grecia y Roma que el individuo, el ser humano, es m¨¢s, mayor y mejor que todo proyecto, experimento o invenci¨®n que el mismo pueda gestar.
Goethe rega?aba a veces a Friedrich Schiller -incluso post mortem- y pontificaba mucho al que lo visitaba con devoci¨®n. Al viejo Goethe, que ya hab¨ªa paseado por el infierno, segu¨ªa incendi¨¢ndole el alma la indignidad. A Stalin, por el contrario, le enloquec¨ªan quienes osados resist¨ªan por dignidad y fe. Goethe cortejaba a toda se?ora limpia que pisara su casa y la adoraba. Stalin entonaba con sus meretrices sovietiquillas georgianas canciones rurales sobre la penetraci¨®n violenta en la ebriedad. Como Putin, pero en voz alta. Y disfrutaba al conocer detalles de la depravaci¨®n de sus camaradas Odzakenikidze, Beria, Yagoda, Yezov y los dem¨¢s. Cierto es que ante cr¨ªmenes como los habidos en aquellos incre¨ªbles a?os de pesadilla de William Shirer entre 1930 y 1940 -y ante y despu¨¦s- las miserias actuales se antojan una broma. Pero cuidado, porque tambi¨¦n entonces denunciaban y desacreditaban -ejecutaban civilmente- a quienes se perfilaban como catastrofistas.
All¨ª tuvo muchos a?os despu¨¦s su habitaci¨®n favorita con balc¨®n a la plaza principal, aquel peque?o clochard austr¨ªaco llamado Adolfo Hitler, que despreciaba los idiomas extranjeros y todos los problemas ajenos que no conociera por cuentos de cocina de los abuelos, del realismo m¨¢gico que eran las novelas de Karl May y los intereses inmediatos de aquel mundillo diminuto y pr¨¢ctico en el que, le hab¨ªan inoculado la sapiencia, sabr¨ªa ganar hundiendo a todo competidor en el campo de las miserias que por supuesto era en el que m¨¢s dotado estaba.
Goethe no sab¨ªa nada del terror que habr¨ªan de llegar a Buchenwald, aquel rom¨¢ntico bosque de hayas donde suenan algunos de esos rugidos capitales de la cultura occidental que son irreversibles. Hace sesenta a?os los humos y las cenizas innombrables se posaban en campos y hojarasca. No se trata ya de elegir entre el desorden y la injusticia. Ni entre dignidad y oportunidad. Se trata probablemente de aguantar, recordar Weimar, detestar Kuntsevo, y no perder el respeto a uno mismo hasta que todo haya pasado.
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