Precaria cordura
"Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba", nos dice Joan Didion de forma reiterada en su muy hermoso libro El a?o del pensamiento m¨¢gico. Un libro sobre el duelo tras la muerte de alguien con quien nuestra vida se hallaba fuertemente vinculada; en el caso de la autora, su marido, John Gregory Dunne. Se dispon¨ªan a cenar juntos el 30 de diciembre de 2003 despu¨¦s haber visitado a su hija Quintana, en coma en el hospital tras un choque s¨¦ptico producido por una gripe que hab¨ªa derivado en neumon¨ªa. John le hab¨ªa pedido un whisky antes de sentarse, se sentaron a la mesa, ella remov¨ªa la ensalada, John hablaba, de repente dej¨® de hablar. Ante el silencio de su marido, alz¨® la vista y lo vio desplomado, inm¨®vil y con la mano izquierda levantada. Al principio crey¨® que era una broma y le recrimin¨® por ello. Luego pens¨® que se hab¨ªa atragantado e intent¨® hacerle la maniobra de Heimlich. Despu¨¦s vino la llamada a una ambulancia, la conversi¨®n del sal¨®n en una sala de urgencias, el electrocardiograma, las palas desfibriladoras, el viaje al hospital, la breve espera, la notificaci¨®n de la muerte. "Est¨¢ bien" -dijo el asistente social-. Es una mujer muy entera".
Joan Didion, sin embargo, desmenuza a lo largo del libro el "efecto persona muy entera". Lo sorprendente en ¨¦l, lo fascinante, es esa patolog¨ªa de la normalidad que nos revela, la otra cara a la que parece plegarse una racionalidad aparentemente sin tacha. Tras la muerte de su marido, Joan Didion no parece alejarse en ning¨²n momento de aquella entereza primera, e indaga y analiza con minuciosidad sus estados de ¨¢nimo, los momentos anteriores y posteriores al acontecimiento, consulta libros y art¨ªculos de psicolog¨ªa, informes m¨¦dicos, cuadros cl¨ªnicos sobre la enfermedad de su marido. Y, sin embargo. Cuando le preguntan si desea que le hagan la autopsia al cad¨¢ver de su marido, responde que s¨ª, sin dudarlo, pese a que hab¨ªa presenciado ya algunas y sab¨ªa lo desagradables que eran. Duda, despu¨¦s, ante la posibilidad de donar alguno de los ¨®rganos de su marido, ¨®rganos que concluye que s¨®lo pod¨ªan ser las c¨®rneas, tras reflexionar sobre las circunstancias que se requieren para donar los ¨®rganos de un cad¨¢ver. Dona la ropa de su marido a una instituci¨®n de caridad, aunque se resiste a entregar sus zapatos. Se ocupa de las necrol¨®gicas, organiza los funerales. Pero, a pesar de todo, comprende que si se hab¨ªa resistido a entregar los zapatos de su marido era porque "c¨®mo podr¨ªa regresar si no ten¨ªa zapatos". Si se hab¨ªa negado a donar sus c¨®rneas era porque "c¨®mo podr¨ªa regresar si no ten¨ªa ¨®rganos". Si hab¨ªa aceptado la autopsia era con la esperanza de que los m¨¦dicos descubrieran que se hab¨ªan equivocado y que estaba vivo. Si las necrol¨®gicas le hab¨ªan molestado tanto, era porque "hab¨ªa permitido que otra gente pensara que estaba muerto. Hab¨ªa dejado que lo enterraran vivo". Joan Didion no cre¨ªa en la resurrecci¨®n de la carne, pero a¨²n cre¨ªa que, dadas las circunstancias adecuadas, ¨¦l volver¨ªa. "Que volviera, ese hab¨ªa sido durante aquellos meses mi objetivo oculto, mi truco m¨¢gico".
La vida que conoces se acaba, dice Joan Didion, y nos cuesta aceptarlo. En realidad, m¨¢s que acabarse, se va con ellos, con los muertos, y ansiamos su regreso para que nos la devuelvan. Nos llevan con ellos, los muertos, y es nuestra vida la que yace enterrada cuando nos dejan. Y nuestra vida est¨¢ viva, o eso creemos, y es esta vivencia la que vuelve tan transitable el l¨ªmite entre vida y muerte. Horacio, en una de sus odas -la XXIV del primer libro- le aconseja resignaci¨®n a Virgilio tras la muerte de Quintillo Varo, ya que ser¨¢n vanas sus invocaciones a los dioses para que regrese. En cambio, Jaroslav Seifert, en ese maravilloso poema que es El peso de la tierra, se pregunta si a los hombres no les quedar¨¢, despu¨¦s de la muerte, un poquito de vida all¨ª abajo, debajo de la tierra. Si no seremos como los ¨¢rboles, que repiten su copa en la copa de sus propias ra¨ªces y ¨¦stas a¨²n viven a?os despu¨¦s de que el ¨¢rbol haya sido talado. Y pide que lo entierren con un bast¨®n blanco para moverse como un ciego en las tinieblas e intentar comunicarnos desde all¨ª, a trav¨¦s de la hierba, "c¨®mo es la muerte,/ ese instante/ que esperamos durante toda la vida". Pero ellos no nos hablan de su muerte, sino de nuestra vida, a la que arrastran consigo y con la que se resisten a regresar. Por eso hay que dejarlos, concluir¨¢ Joan Didion, porque "si hemos de continuar viviendo llega un momento en que debemos abandonar a los muertos, dejarlos marchar, mantenerlos muertos".
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