Muertes dignas
No todo el monte es or¨¦gano y de vez en cuando, por la piedad de los hados, el profesor encuentra entre los pupitres a un alumno interesado en su materia y que incluso guarda en la rec¨¢mara cuestiones interesantes con que abrir fuego. Me ocurri¨® a m¨ª: la otra ma?ana, mientras yo ofrec¨ªa la en¨¦sima versi¨®n del destino de S¨®crates, una adolescente con la ceja atravesada por un aro de metal me pregunt¨® sin anestesia si el fil¨®sofo de la iron¨ªa se hab¨ªa suicidado. Si la petici¨®n de pena de muerte para s¨ª mismo con la que sorprendi¨® a un tribunal que s¨®lo pretend¨ªa tirarle de las orejas pod¨ªa ser entendida como ese acto desesperado que vinculamos a los poetas rom¨¢nticos. Confieso que la sugerencia de la chica me desarm¨® y que, por vanidad, cre¨ª haberla le¨ªdo ya en alguna parte: no en vano los fil¨®sofos, sobre todo los de las t¨²nicas, son dados a ese tipo de desapariciones dram¨¢ticas que hicieron a S¨¦neca te?ir de escarlata el agua de una ba?era y a Emp¨¦docles arrojarse a la lava del Etna. En un art¨ªculo de Otras inquisiciones que r¨¢pidamente corr¨ª a consultar, Borges habla de un extra?o tratado de John Donne, el Biathanatos, en el que se sugiere que el suicidio es un mal m¨¢s end¨¦mico de lo que tendemos a creer y que incluso muchos protagonistas de la Historia Sagrada recurrieron a su soluci¨®n extrema. Qu¨¦ si no significaron el violento derrumbe del templo filisteo por parte de Sans¨®n, o estas sorprendentes palabras de Cristo en la cruz que el evangelio de Juan recoge: "Nadie me quita la vida, yo la doy" (10, 18). Donne no menciona a S¨®crates, pero en honor a mi alumna podemos incluirlo en la lista de los que prefirieron la muerte a la torpeza de un destino desali?ado, al dolor o la verg¨¹enza. Incluso Jes¨²s, mantiene el poeta ingl¨¦s, podr¨ªa haber entregado su alma ante la amenaza de un suplicio intolerable.
La Iglesia, cualquier Iglesia, ha conculcado durante siglos la mera idea del suicidio y ha negado sepultura en suelo sagrado a aquellos que rechazaron voluntariamente el mayor don que Dios concede al hombre, que, dicen, es la vida. Para los paganos no exist¨ªan estas clases de remilgos: ?yax y Lucrecia sirvieron como ejemplos de moralidad para generaciones de personas virtuosas y como un recordatorio constante de que existen metas m¨¢s elevadas que la supervivencia personal. Uno piensa en el honor de la estirpe o la gloria militar; sin embargo fue Epicuro, el fil¨®sofo del placer, quien acu?¨® esta frase: "recuerda que la puerta siempre est¨¢ abierta". Al fin y al cabo su lecci¨®n, oscurecida por veinte siglos de incienso, es que la vida supone un bien personal e intransferible del que cada cual puede hacer uso seg¨²n le dicte su conciencia; que adem¨¢s, por encima o al lado de la vida, existen factores que, igual que nos hacen gozar de ella en su plenitud, pueden volv¨¦rnosla molesta y prescindible. Hay en Granada una mujer, Inmaculada Echevarr¨ªa, que padece distrofia muscular progresiva y que s¨®lo pide de las autoridades que la dejen retirarse con discreci¨®n antes de que su cuerpo se convierta en una c¨¢mara de tortura. Pero como a tantos otros antes, el derecho a determinar la hora de su partida no le pertenece, y debe enfangar sus ¨²ltimas horas de agon¨ªa en pleitos penosos y bifurcaciones legales (como la solicitud de un expediente en el Registro de Voluntades Vitales Anticipadas) que s¨®lo consiguen agravar su fatiga, su deseo de partir. El de la eutanasia constituye un debate que sigue copando los programas de televisi¨®n y quiebra las cabezas de los profesores de ?tica: quienes desconf¨ªan de ella la acusan de asesinato enmascarado y comparan al enfermo que busca alivio con el caballo que no puede ponerse en pie y al que se le concede una piadosa inyecci¨®n. Ellos ver¨¢n; yo hallo que en este mundo que tanto dice defender los fueros de la libertad y la capacidad del individuo para decidir su camino sin espuelas ni riendas, la facultad de anteponer la felicidad a una vida que apenas merece el nombre de tal deber¨ªa figurar en todos los listados de derechos elementales. Porque las reglas de cualquier juego presuponen una decisi¨®n fundamental: la de sentarse a la mesa para tomar cubilete y dados o preferir retirarse sin mayores aspavientos.
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