Los provocados respetables
Para Ernesto Garz¨®n Vald¨¦s, quien tanto sabe de estas cosas.
La provocaci¨®n es cosa rara. Hubo un tiempo en el que provocar se juzgaba saludable. Ya saben, aquello de ¨¦pater le bourgeois. Hoy provocar resulta m¨¢s complicado. Con el tiempo los ¨¦patantes han acabado por dirigir exposiciones. Sin ir m¨¢s lejos, un se?or que come mierda y que, por supuesto, se proclama transgresor, es acogido en los siempre bien dispuestos presupuestos culturales de municipios y autonom¨ªas y otro que, naturalmente, no es menos transgresor que el anterior, desde una televisi¨®n p¨²blica es jaleado mientras se caga en los extreme?os que escupen en la mano que les da de comer.
Sin embargo, en otras ocasiones, la provocaci¨®n parece gozar de peor reputaci¨®n. A nuestros pol¨ªticos les basta acudir al conjuro de "es una provocaci¨®n" para eximirse de su deber de dar explicaciones. En particular, los nacionalistas tienen una natural disposici¨®n a sentirse provocados, por ejemplo, cuando les mientan el Tribunal Constitucional. Y m¨¢s all¨¢ de las batallas dom¨¦sticas, no faltan quienes comprenden la reacci¨®n de los fundamentalistas isl¨¢micos ante las provocaciones a las que se ven expuestos. En fin, que parece imponerse alguna meditaci¨®n acerca de esos provocados respetables, sobre esas provocaciones que sustituyen a las razones y que llevan a condenar a unos, los provocadores, y a exculpar comprensivamente a los otros, a los provocados.
Va de suyo que la provocaci¨®n se desencadena cuando a alguien le disgusta o molesta lo que hace otro. Pero el disgusto es tan s¨®lo un requisito de la provocaci¨®n. Algunas cosas m¨¢s singularizan al provocado respetable. Lo primero es que los que se sienten provocados tienen poder y est¨¢n en condiciones de hacer uso de ¨¦l, de amenazar con sentirse provocados. Quienes viven en la miseria podr¨ªan considerar una provocaci¨®n que alguien pueda gastar dinero en viajes espaciales para ver la Tierra desde el espacio exterior. Pero no parece que esas provocaciones quiten el sue?o a nadie, al menos mientras los perdedores no est¨¦n en condiciones de ponerse tremendos. Sencillamente no dicen nada. Tal vez porque saben que, faltos de poder, su indignaci¨®n carece de importancia, tal vez porque, contaminada su propia mirada por la visi¨®n de los poderosos, han perdido los reflejos morales y ya les parece bien ese orden del mundo. Perdido el respeto de los otros han perdido, con ¨¦l, su propia autoestima, su dignidad. Y quien no se juzga digno de ser respetado no puede ser provocado. Quien no tiene poder -o quien no cree tenerlo- no puede ser provocado.
Los provocados que nos preocupan son otros. Se saben poderosos y procuran hac¨¦rnoslo saber. Invocan la provocaci¨®n para justificar su reacci¨®n. Se vuelven contra el provocador pero, en realidad, cuando acusan a alguien de provocar no hablan del otro sino de ellos. Nos dicen que se sienten provocados y que el otro debe atenerse a las consecuencias. Se presentan como el eslab¨®n inexorable de una cadena causal a la que se entregan como quien se resigna a una fatalidad. El problema no radica en que algo les disguste. Al tolerante tambi¨¦n le irritan muchas cosas. Pero no por ello considera que deban prohibirse y, desde luego, no amenaza con las consecuencias de su irritaci¨®n. Admite que hay cosas que le molestan, pero que no por ello deben desaparecer. Subordina su propia molestia a un principio m¨¢s general de convivencia.
El provocado respetable se presenta como un reaccionario en sentido literal. Simplemente, reacciona. Sin m¨¢s. Es un incontrolado de s¨ª mismo, incapaz de echar el freno. Entre la acci¨®n que le molesta, su enojo y su represalia no hay lugar para la meditaci¨®n. En ese sentido se muestra poco humano. Los humanos, y no s¨®lo los humanos, somos capaces de tener pensamientos y emociones sobre pensamientos y emociones, nuestros y de los otros. Por ejemplo, podemos sentir verg¨¹enza por tener miedo. El provocado respetable es menos sofisticado. Es como la bola de billar que se desplaza al ser golpeada por otra.
Eso, al menos, es lo que dice al explicar su conducta: "es que me han provocado". En realidad, es menos bola de billar de lo que quisiera. Su intento de explicarse, de justificar su acci¨®n, le delata. Apela a la provocaci¨®n para dar cuenta de su comportamiento y en esa misma apelaci¨®n reconoce que es su valoraci¨®n del hecho "provocador" la que le lleva a actuar. Se ha parado a pensar y no lo ignora. Por esa raz¨®n nos produc¨ªa risa el chiste de Quino en el que un empresario le dec¨ªa a un atribulado empleado: "?Claro, para usted, yo soy el maldito explotador! Pero, ?no pens¨® nunca que yo, el maldito explotador, soy un producto social? ?No pens¨® nunca que todos somos un poco culpables de mi situaci¨®n? ?Usted, por ejemplo! ?Qu¨¦ ha hecho usted para evitar que yo, el maldito explotador, me desbarrancara por esta vida de lujo y riqueza?". Si reconoce su condici¨®n y la invoca, deja de servirle como justificaci¨®n. Hace trampas.
Alguien podr¨ªa intentar disculpar a los provocados compar¨¢ndolos a los jugadores compulsivos o a los enamorados sin remedio, conscientes de su situaci¨®n, pero incapaces de adue?arse de ella. Los acr¨¢ticos de Arist¨®teles. Tienen una debilidad, lo saben, pero no pueden hacer nada contra ella. No cabr¨ªa reprocharles nada, v¨ªctimas como son de su flaqueza. Pero el argumento, complicado para referirse a los individuos, no sirve para partidos, empresas o Estados. Las organizaciones no est¨¢n unidas por sistemas nerviosos. Sus acciones son el resultado final de decisiones colectivas. Est¨¢n expuestos a los juicios de muchos. El acr¨¢tico se deja llevar por su peor yo, pero los colectivos no son un yo dividido, esquizofr¨¦nico.
Pero la mayor patolog¨ªa de los provocados respetables ni siquiera les sucede a ellos. Es la que desencadenan en otros que los "comprenden", que vuelven su gesto condenatorio contra los provocadores, sin otra raz¨®n que la ira del provocado. Mejor dicho, sin otra raz¨®n que el poder, la amenaza de provocado respetable. Sucede con quienes recomiendan no molestar al Islam, pero tambi¨¦n con quienes no dan otra raz¨®n para justificar una pol¨ªtica exterior que no enemistarse con "el pa¨ªs m¨¢s poderoso de la Tierra", con quienes juzgan que no deben tomarse medidas que disgusten a los poderes econ¨®micos o quienes, al justificar el "di¨¢logo con los violentos", encuentran sutiles matices morales entre el dilema "te mato, si no me das lo que quiero" y el de "si no me das lo que quiero, te mato". En todos esos casos, cuando el argumento se desnuda, el poder de los irritables es la ¨²nica raz¨®n para la "comprensi¨®n moral". Al final, las razones del siervo siempre acuden a la cita de los poderosos indignados.
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de ?tica y Econom¨ªa de la Universidad de Barcelona.
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