Paz a la ley, guerra a la autoridad
Cuenta Chamfort que un caballero ingl¨¦s condenado a la horca recibi¨® en el ¨²ltimo momento el indulto del rey. "La ley est¨¢ de mi parte", protest¨® el caballero, indignado. "Que me cuelguen". R¨ªanse, que la cosa es seria. Porque, vamos a ver, ?qu¨¦ clase de tipo era ¨¦se? ?Un chiflado sin remedio? ?Un suicida pudoroso, como lo fue el propio Chamfort, que se quit¨® la vida cuando la Revoluci¨®n Francesa devor¨® a sus hijos? ?O un lector encarnizado de Plat¨®n que acab¨® crey¨¦ndose S¨®crates igual que Alonso Quijano acab¨® crey¨¦ndose don Quijote? ?O fue, simplemente, un ingl¨¦s? S¨ª, ya s¨¦ que a estas alturas del partido hay que ser muy c¨ªnico o muy bestia para creerse la pamema de los caracteres nacionales que perviven inmutablemente a trav¨¦s de los siglos, como el Esp¨ªritu Santo de los pueblos -ya saben: por lo menos desde S¨¦neca el espa?ol ha sido alegre, simp¨¢tico, individualista e ingobernable, y ha andado siempre por la calle vestido de torero-, pero no me negar¨¢n que es sospechosa la proliferaci¨®n de historias protagonizadas por ingleses que ilustran su respeto inveros¨ªmil por las normas y las leyes. Como es domingo y estar¨¢n ociosos, les contar¨¦ mi favorita. Al parecer, desde finales del siglo XVIII funcion¨® en Londres un selecto club llamado el Club de los Silenciosos. Aparte de los numerosos requisitos (econ¨®micos, sociales, intelectuales) que se le exig¨ªan a quien aspirase a formar parte de ¨¦l, hab¨ªa una condici¨®n inexcusable que todos sus integrantes deb¨ªan cumplir mientras permaneciesen en el interior del local: no pronunciar ni una sola palabra. Pues bien, un d¨ªa de finales de junio de 1815 se abri¨® con estr¨¦pito la puerta del club, y uno de sus miembros m¨¢s respetados irrumpi¨® en el sal¨®n gritando: "?Hemos ganado en Waterloo!". Los destinos de Inglaterra y de Europa acababan de decidirse, pero nadie dud¨® un instante: aquel miembro transgresor fue inmediatamente expulsado del club.
?Qu¨¦ clase de tipo era entonces el caballero de Chamfort? Chamfort, que cre¨ªa en los caracteres nacionales y que admiraba el car¨¢cter nacional ingl¨¦s, hubiera respondido que era, en efecto, simplemente un ingl¨¦s o, m¨¢s exactamente, un ingl¨¦s que hab¨ªa exagerado hasta el delirio rid¨ªculo, hilarante y suicida una envidiable virtud inglesa. "El ingl¨¦s respeta la ley y rechaza o desprecia la autoridad", escribi¨®. "El franc¨¦s, por el contrario, respeta la autoridad y desprecia la ley". La distinci¨®n es atinad¨ªsima, pero uno, que es angl¨®filo aunque no idiota -y que aspira a no ser demasiado c¨ªnico ni demasiado bestia-, sospecha que a estas alturas del partido, cuando ya sabemos que los caracteres nacionales son una pamema y hemos visto a tanto espa?ol trist¨®n, antip¨¢tico, gregario y docil¨ªsimo, deber¨ªa formularse as¨ª: la diferencia entre un pa¨ªs civilizado y un pa¨ªs de salvajes es que en el pa¨ªs civilizado se respeta la ley y se rechaza o desprecia la autoridad, mientras que en el pa¨ªs de salvajes se respeta la autoridad y se desprecia la ley. No quisiera ponerme regeneracionista, pero ahora miren ustedes a su alrededor. Aqu¨ª, un representante de la ley -un polic¨ªa o un juez, digamos- no es un funcionario pagado con los impuestos de todos los ciudadanos, cuyo trabajo consiste en estar al servicio de todos con el fin exclusivo de aplicar la ley y, en consecuencia, de preservar nuestros derechos, sino una especie de dios aterrador, arbitrario y tonante que en cualquier momento puede fulminarnos con sus rayos, y del cual es imprescindible mantenerse a la mayor distancia posible (cuando no queda otro remedio que recurrir a ¨¦l lo m¨¢s aconsejable es hacerlo de rodillas o, en su defecto, pulveriz¨¢ndose el espinazo a base de hacer reverencias a troche y moche). Aqu¨ª la ley no es la ¨²nica garant¨ªa posible de la libertad, de la igualdad, de la justicia, sino un engorro fabricado por los pol¨ªticos con el fin de hacernos la vida imposible, un incordio que hay que procurar por todos los medios esquivar: de ah¨ª que entre nosotros s¨®lo a un merluzo se le ocurra pagar impuestos si puede evitar hacerlo; de ah¨ª que entre nosotros s¨®lo a un nenaza se le ocurra respetar el l¨ªmite de velocidad si no tiene un radar vigil¨¢ndole; de ah¨ª que?
En fin: supongo que exagero, pero mucho me temo que no tanto. Chamfort, que ley¨® encarnizadamente a Plat¨®n y por eso acab¨® crey¨¦ndose don Quijote, imagin¨® que era posible ense?ar a los franceses a ser como los ingleses -respetuosos con la ley y despectivos con la autoridad: un pa¨ªs civilizado, no pa¨ªs de salvajes- y tal vez por eso abraz¨® con entusiasmo la causa de la Revoluci¨®n y acu?¨® uno de sus lemas m¨¢s c¨¦lebres: "Paz a las chozas, guerra a los castillos". Bien pensado, el lema hubiera podido traducirse as¨ª: "Paz a la ley, guerra a la autoridad". En todo caso, a nosotros, que ya no creemos en las revoluciones, porque hemos visto c¨®mo todas devoraban a sus hijos, pero que todav¨ªa tenemos muchos castillos porque no hicimos la Revoluci¨®n -o porque hicimos tantas que es como si no hubi¨¦ramos hecho ninguna-, el lema a lo mejor todav¨ªa nos sirve. Y, si no nos sirve, por lo menos nos consuela.
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