La espuma contra las rocas
La mujer dijo
-Creo que estoy embarazada
y se puso a pellizcar el coj¨ªn del sof¨¢ sin mirar al hombre. Una de las piezas del juego de ajedrez encima de la mesita estaba ca¨ªda al lado del tablero. Un pe¨®n o un alfil, no se distingu¨ªa bien, porque los alfiles se parec¨ªan a los peones pero m¨¢s grandes.
El hombre, que no pellizcaba ning¨²n coj¨ªn, intentaba poner al pe¨®n o al alfil de pie con la fuerza de los ojos. La mujer dijo
-Estoy embarazada
y el pe¨®n o el alfil siguieron sin obedecer la orden del hombre. Tambi¨¦n hab¨ªa un poco de ceniza fuera del cenicero. Era s¨®lo un poco, pero al hombre le parec¨ªa inmensa. El par de grabados encima de la chimenea hab¨ªa cambiado de color. Al hombre le pareci¨® extra?o que los grabados cambiasen de color. Dej¨® el pe¨®n o el alfil y los grabados volvieron a ser como antes. La mujer dijo
Venas en las piernas que no ten¨ªa en aquel entonces, arrugas inesperadas, una mancha en la frente
-?Qu¨¦ me dices t¨²?
no pellizcando el coj¨ªn, retorci¨¦ndolo con la mano. Un coj¨ªn de terciopelo, gris. En su primer tiempo de convivencia a ambos les gustaba la casa. Ahora no se fijaban en ella. Una nube
(o una bandada de p¨¢jaros)
cruz¨® la ventana. Ninguno de ellos hizo caso. El hombre se inclin¨® hacia delante y enderez¨® la pieza ca¨ªda. Daba la impresi¨®n de que no exist¨ªa nada m¨¢s en el mundo, ni siquiera la revista abierta sobre las rodillas. La mujer, que exist¨ªa a¨²n menos que la revista, dijo
-?No dices nada?
con algo como un proyecto de l¨¢grima en uno de los p¨¢rpados, no una l¨¢grima, una ag¨¹ita vaga vacilando.
El hombre dispon¨ªa las piezas en orden en el tablero de ajedrez, coloc¨¢ndolas una a una justo en el centro de los cuadrados que no eran negros ni blancos, sino azules y verdes, de m¨¢rmol, con estr¨ªas moradas. El ag¨¹ita vaga se ensanch¨® y disminuy¨®. Si se lo observaba mejor, el grabado de la izquierda necesitaba un empujoncito para quedar paralelo al otro o hacia abajo, en el ¨¢ngulo inferior derecho, o hacia arriba, en el ¨¢ngulo superior izquierdo. Cuando la mujer repiti¨®
-?No dices nada?
el hombre se decid¨ªa justamente por el ¨¢ngulo superior izquierdo sin levantarse del sill¨®n. Le apetec¨ªa levantarse del sill¨®n y no se levantaba. Pens¨®
-Esta noche lo hago
pero no s¨®lo debe de haberlo pensado, debe de haber dicho algo porque la mujer
-?Hacer qu¨¦?
mientras aumentaba el ag¨¹ita del p¨¢rpado y el hombre segu¨ªa examinando la ceniza ya que le faltaba resolver el problema de la ceniza para que la sala quedase perfecta. El me?ique mojado con saliva, por ejemplo, o si no llevarla con mucho cuidado hasta el borde de la mesa, dejarla caer en la palma e inclinar la palma sobre el cenicero. Med¨ªa las ventajas del me?ique y las ventajas de la palma en el instante en que la mujer lo interrumpi¨®
-El tema no te interesa en absoluto, ?no?
separando las palabras con un asomo de odio. No odio, decidi¨® el hombre, miedo, m¨¢s miedo que odio, se le pone siempre esa cara cuando tiene miedo, ?cu¨¢ntos a?os hace que la conozco? Intent¨® hacer el c¨¢lculo y no obstante a veces llegaba a la conclusi¨®n de que dos y otras que tres. En verano, de eso se acordaba, a trav¨¦s de unos amigos. Tambi¨¦n se acordaba del vestido estampado, de la cola de caballo, de su manera de sonre¨ªr. Sonre¨ªa con toda la cara, con todo el cuerpo. Su lengua, la forma de entrar con su lengua en mi boca dos o tres noches despu¨¦s. Dedos que le desabrochaban la ropa y se atropellaban con los botones, demasiados dedos, demasiada ansiedad, la espalda que temblaba. Esto en el coche frente al mar, un segundo coche a veinte metros, tambi¨¦n con los faros apagados, se acordaba igualmente de una voz en su cabeza
-Voy a meterme en un l¨ªo
a medida que le soltaba de los hombros los tirantes del vestido estampado. A cada cent¨ªmetro de piel a la vista el
-Voy a meterme en un l¨ªo
m¨¢s fuerte, y excit¨¢ndolo la certidumbre de que se iba a meter en un l¨ªo. La mujer dijo
-?Me est¨¢s vacilando?
no frente al mar, ahora, frente al mar una especie de susurro
-Deprisa, deprisa
?y donde hoy en d¨ªa, expl¨ªcame, se encuentra tu prisa? ?D¨®nde la cola de caballo, d¨®nde la sonrisa, d¨®nde aquella forma de tocarle la nuca y d¨®nde los dedos que jugaban con sus orejas? En lugar de jugar con sus orejas pellizcaban el coj¨ªn del sof¨¢. Venas en las piernas que no ten¨ªa en aquel entonces, arrugas inesperadas, una mancha en la frente y la mujer
-No me mires la frente, m¨ªrame a m¨ª, caramba.
Una mancha en la frente, blanquecina, de crema y tal. Extendi¨® el brazo hacia la mancha y la mujer retrocedi¨®
-Quieres resolver los problemas con caricias, ?no?
El hombre no quer¨ªa resolver nada, quer¨ªa entender la mancha. El largo del pelo de la mujer ya no alcanzaba para una cola de caballo. Si se lo recogiese y lo sujetase con un el¨¢stico le quedar¨ªa mal. En compensaci¨®n, ?c¨®mo le quedar¨ªa, en este preciso instante, el vestido estampado? Corolas grandes sobre un fondo amarillo. En el coche, frente al mar, acompasaba sus movimientos con el movimiento de las olas a pesar del
-Deprisa, deprisa
y en esto la espuma contra las rocas creciendo y deshaci¨¦ndose, la mujer de perfil en el asiento reclinado y la voz en la cabeza de ¨¦l, a medida que la espuma se disolv¨ªa
-Me he metido en un l¨ªo, estoy perdido
o sea no la molicie que sucede al placer, ni paz, ni especie alguna de alegr¨ªa, un malestar resignado
-Me he metido en un l¨ªo, estoy perdido
y las olas que segu¨ªan, imperturbables, que las parta un rayo a las olas. La mujer dej¨® de hablar: demasiada agua en los p¨¢rpados, la boca sobre las rodillas, lo que parec¨ªan sollozos, lo que parec¨ªa llanto.
Y entonces, sin querer, el hombre afirm¨® en voz alta
-Estoy perdido
y derrib¨® con fuerza todas las piezas del ajedrez, iguales a la espuma creciendo y deshaci¨¦ndose contra las rocas.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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