Botas
El lunes vi salir a una conocida modelo de una tienda de zapatos situada cerca del Tur¨® Park. Llevaba botas altas y se detuvo un momento ante el escaparate, ocupado por botas altas, para luego perderse por una calle transitada por varias mujeres que tambien llevaban botas. "Es una plaga", pens¨¦. Segu¨ª observando y vi que todas las zapater¨ªas de la zona ofrecen este calzado y que, siguiendo el toque de corneta que dictan las tendencias, incluso en las tiendas de ropa y complementos para ni?os triunfa la bota. El mi¨¦rcoles vi a una consejera salir de un coche oficial y, para variar, llevaba botas. Como es l¨®gico, no andaba igual que la modelo, probablemente porque los andares de pasarela no se parecen a los pasos que requiere nuestra pol¨ªtica local. Ya lo dec¨ªa Guy Mollet, un pol¨ªtico franc¨¦s del siglo pasado que ameniz¨® algunos momentos de mi infancia: "La coalici¨®n es el arte de llevar el zapato derecho en el pie izquierdo sin que salgan callos". ?sa es la sensaci¨®n que da el nuevo Gobierno de coalici¨®n, de estar andando con zapatos derechos en pies izquierdos (y viceversa), intentando disimular la incomodidad, el dolor, cierta tendencia al desequilibrio y, por supuesto, unos cuantos callos.
Pero volvamos a las botas. La meteorolog¨ªa de este a?o ha propiciado que las mujeres hayan pasado de la sandalia a la bota sin transici¨®n alguna. El extravagante alargamiento del calor, adem¨¢s, gener¨® un hambre de ropa de abrigo que, en lo que se refiere a los pies, se ha traducido en una repentina plaga de botas por nuestras calles y escaparates. Para documentarme, visito la secci¨®n de calzado de unos grandes almacenes y me hago pasar por un marido atento que desea regalarle unas botas a su esposa. Me atiende un empleado que, mientras habla conmigo, mira hacia otra parte y parece interesado en todo menos en lo que le digo. Est¨¢ claro: no tengo credibilidad como comprador. Pese a su tono negligente, consigo que me muestre la zona de botas, una exposici¨®n con una variad¨ªsima oferta. Botines femeninos decimon¨®nicos redise?ados por sofisticados italianos; botas de ca?a alta o media; ejemplares con botones, cremalleras, lazos y toda clase de hebillas (verticales, horizontales, en diagonal, a lo bucanero). Los precios oscilan entre 70 y 250 euros, un abanico que incluye una idea transversal del producto. Una ni?a de tres a?os podr¨ªa comprar aqu¨ª botas para el resto de su vida: las hay infantiles, de agua, de color rosa y verde, especialmente dise?adas para la nieve, forradas, sin forrar, peludas, de piel de leopardo. Las hay juveniles, de dise?o informal o en la variedad de descansos (esos que, incomprensiblemente, se llevan en lugares no nevados y que da pereza incluso mirar, y que en lugar de llamarse descansos deber¨ªan rebautizarse como cansancios), y ya en la zona adulta, los dise?os se atomizan en una multitud infinita de variaciones est¨¦ticas y marcas (Pepe Jeans, Puma, Geox, Camper, Wonders, Mustang, UGG, Tolino, Plummers, Pikolinos, Callaghan). Incluso las hay para la tercera edad, planas, con suela a prueba de traum¨¢ticos resbalones.
Cuando le pregunto al empleado cu¨¢l es la diferencia entre dos pares que se parecen mucho pero de precio opuesto, se encoge de hombros. Por suerte, no he venido a comprar sino a trabajar y descubro botas de punta roma, puntiaguda, con o sin costuras, de suela gruesa o fina, de goma o de cuero y, en general, una elegancia que me provoca un sentimiento inadecuado: me gustar¨ªa ser mujer para poder llevar unas preciosas botas de tac¨®n alto y fino. Es, por suerte, un sentimiento fugaz, que se esfuma cuando descubro la zona de botas masculinas. Como ocurre con la ropa interior, donde la oferta para las mujeres es infinita mientras que la masculina no cubre nuestras m¨¢s secretas necesidades, hay media docena de modelos frente a los cientos de opciones para las mujeres. La secci¨®n de bota masculina parece seguir la norma, cada vez generalizada, de dar por sentado que los hombres somos unos mam¨ªferos simplones, brutos y sin capacidad para el matiz. Las botas expuestas responden a los siguientes clich¨¦s: a) botas para cantar country, jugar al billar americano o iniciar una pelea cervecera, b) botas para invadir militarmente alg¨²n pa¨ªs debilitado por d¨¦cadas de corrupci¨®n y c) botas de propietario de casa rural con ganas de ense?ar a sus hu¨¦spedes los rincones secretos de la seta local. Concluyo, pues, que en el mundo de la bota no reina la paridad y que se discrimina negativamente al hombre. Al salir, veo a un hombre, no s¨¦ si simpl¨®n o bruto, que acaba de pisar un excremento canino que ha superado todas las ordenanzas de civismo. Indignado, intenta limpiarse la suela contra la corteza de un ¨¢rbol (sin pensar en la gracia que le tiene que hacer al ¨¢rbol). No lleva botas, sino zapatos, y su reacci¨®n me recuerda un pasaje de Esperando a Godot, de Samuel Beckett: "He ah¨ª el hombre ¨ªntegro arremetiendo contra su calzado cuando el culpable es el pie".
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