Le Carr¨¦ y nuestra idea de la diversi¨®n
No hay que ser pitoniso para adivinar que La canci¨®n de los misioneros, la nueva novela de John Le Carr¨¦, encontrar¨¢ sus lectores de siempre. Hablo del aficionado a las buenas tramas de espionaje que ha ido corroborando en cada una de las entregas del novelista ingl¨¦s las fases del Gran Juego desde los d¨ªas m¨¢s crudos de la guerra fr¨ªa. La hip¨®tesis era que los grandes movimientos de aquel ajedrez mundial -un Fischer-Spasski de alta pol¨ªtica con los flem¨¢ticos elementos del MI5 en calidad de invitados de piedra- no se disputaban bajo los focos que la prensa difunde, los expertos comentan y los gobernantes interpretan para su beneficio, sino en alg¨²n s¨®tano humeante, en un callej¨®n de Praga, en los esp¨ªritus devastados de todos los peones ca¨ªdos. Ese era el juego que conven¨ªa a quienes, vac¨ªos de lealtad, mov¨ªan las piezas del tablero, mientras la gente nace, es enga?ada y muere. El espionaje supon¨ªa la burocracia de las burocracias, el metanegociado, la s¨ªntesis de la absurda inmoralidad del mundo. Pero el tel¨®n de acero cay¨® y ese lector amable supuso que el asunto de Le Carr¨¦ -quien ya hab¨ªa iluminado al menos tres obras maestras: El esp¨ªa que surgi¨® del fr¨ªo, El Topo y El esp¨ªa perfecto- corr¨ªa el peligro de irse a la cola del paro de la mano de Smiley y Karla. Pero no hubo tal. Seg¨²n los mal pensados, Le Carr¨¦ rebautiz¨® aquel territorio, al fin imaginario, conocido como Greenelandia -Indochina, ?frica o Cuba con sus polic¨ªas instruidos y sus metaf¨ªsicas en crisis- para reconvertirlo en, suena bastante mal, Lecarrerilandia. Y en Lecarrerilandia -la nueva Rusia y las antiguas rep¨²blicas sovi¨¦ticas, ?frica otra vez, Panam¨¢ o metr¨®polis diversas- se practica una nueva versi¨®n del Gran Juego que, si bien resulta la consecuencia l¨®gica del anterior, es delirante: hay una conspiraci¨®n en marcha que se fragua en los consejos de administraci¨®n, en las empresas offshore y en los gobiernos. Pero una conjura desde el poder no es conjura, sino un mero velo de hipocres¨ªa para aletargar el primer mundo y sangrar el tercero. La tautolog¨ªa hiriente de una f¨¢cil maquinaria. N¨®mbrame un consejo de administraci¨®n, mu¨¦strame el laberinto de sus empresas fantasma y te dir¨¦ c¨®mo se mueve el mundo.
En los ¨²ltimos a?os, ese primer y muy digno lector ha tenido su nuevo y reconvertido Le Carr¨¦ cada trienio, pero estoy seguro de que cuando las a?oranzas de esa casi obra maestra que fue Amigos absolutos volvieron la vista a los buenos y viejos tiempos, nuestro agradecido lector sinti¨® un antiguo calambrazo de placer desliz¨¢ndose por la espina dorsal.
Pero hay otro lector de Le Carr¨¦ -que puede y deber¨ªa coincidir con el primero- que considera al novelista de espionaje algo m¨¢s que un maestro del g¨¦nero. Para ese lector, Le Carr¨¦ ha elevado sus intrigas a creaci¨®n literaria. Tanto da que sus argumentos instruyan sobre el Gran Juego y la alta pol¨ªtica o sean un ingenioso artificio. Importa su coherencia art¨ªstica y, sobre todo, importa que nos deleiten con el ¨²nico placer de la verdadera novela: el hechizo de un mundo que trasciende la realidad. Ese lector distinto lamenta en los ¨²ltimos tiempos que Le Carr¨¦, si bien nos brinda unos primeros actos admirables, se dedique en el segundo a una exposici¨®n algo period¨ªstica -que se sabe simular de primer nivel- y luego, en el desenlace, se deje arrebatar por el viejo romanticismo de "todo por la chica o el amigo", un impulso que no surge casi nunca de la propia narraci¨®n, sino del truco f¨¢cil que Le Carr¨¦ brinda a quienes sabe incondicionales. Ese lector cree, por ejemplo, que las primeras p¨¢ginas de Single & Single son de lo mejor de la d¨¦cada de los noventa, y las ¨²ltimas s¨®lo palabras, una tras otra. En el polo opuesto, ese lector piensa que, en su mejor momento, Le Carr¨¦ ha depurado la fuerza de su narrativa hasta residir en ese suburbio paradis¨ªaco por el que tantos novelistas suspiran: las afueras de T¨®lstoi. Y ese lector, que tambi¨¦n es fan, pero de otro modo, se horroriza cuando descubre que a Le Carr¨¦ se le atribuye su ¨¦xito por la supuesta solemnidad con que aborda sus historias. Que sin tanto esp¨ªa fatigado, tanto laberinto y el hecho circunstancial de que David Cornwell -el verdadero Le Carr¨¦- trabajase una vez para la inteligencia brit¨¢nica, nos encontrar¨ªamos ante otro artesano del best seller. Nada m¨¢s falso.
La canci¨®n de los misioneros (Plaza & Jan¨¦s) est¨¢ narrada en primera persona por uno de los mayores hallazgos del autor en mucho tiempo, Bruno Salvador, un ling¨¹ista mulato, hijo de un misionero irland¨¦s y una congole?a. Salvo, que as¨ª le llaman, es medio hermano de aquel Amante ingenuo y sentimental con el que Le Carr¨¦ se dio un batacazo en los primeros setenta al apartarse de la literatura de esp¨ªas, y pariente lejano de los protagonistas de Ciudad de ¨¦bano de Colin McInnes y El hombre invisible de Ralph Ellison. Como buen mestizo, recibe la herencia de toda una tradici¨®n de personaje-narrador anglosaj¨®n desde Swift, al mismo tiempo que recupera el tema cl¨¢sico "como pulpo en garaje" que resulta infalible en la mejor literatura c¨®mica. As¨ª, el buen Salvo se ve inmerso en un complot de altos vuelos y, m¨¢s all¨¢ de su sorna desenfadada, pero alerta, nos adentra en una limpia exposici¨®n del Gran Juego, el desarraigo y la lealtad dividida, la infame tragedia de ?frica y el cinismo may¨²sculo de las altas esferas. El resultado es una obra c¨®mica y punzante. Adem¨¢s, y por una vez, la facilidad sentimental de Le Carr¨¦ brota de la propia ra¨ªz de la novela, de ese lamento de las misiones en el que se reconocen aquellos que sienten la conciencia rota, pero a¨²n viva. Un relato hondo y macabro, hermoso y nada solemne. Justamente, nuestra idea de la diversi¨®n.
Babelia
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