Matar en fr¨ªo
Hasta quienes fatigaron la infamia, medio escribi¨® Borges, tienen derecho a subir las escaleras del cadalso sin ser escupidos por sus verdugos. Sadam Husein (1937-2006) no merec¨ªa morir colgado por el cuello, con la inoportuna dignidad de los valientes vituperados por sus matadores, por m¨¢s que su historial empezara en 1959 cuando atent¨® contra su Jefe de Estado, el brigadier general Abdul Karim Kassem, otro asesino, quien tambi¨¦n acabar¨ªa ejecutado en 1963, tras una premonitoria farsa de juicio. La historia de Irak, antiguo mandato brit¨¢nico de Mesopotamia, es la del encadenamiento de tres pueblos por una sucesi¨®n sistem¨¢tica de g¨¢ngsteres mayormente caracterizados por la propensi¨®n suicida a hacerse con el poder exterminando a sus predecesores y a sus familias. En mueca sarc¨¢stica de esa brutalidad realzada por la ordinariez del v¨ªdeo casero, la ejecuci¨®n filmada del asesino Sadam refleja los deg¨¹ellos televisados de sus enemigos.
Debo mi n¨¢usea at¨¢vica por la pena de muerte a la intuici¨®n tenaz de dos mujeres, mi madre y la suya, quienes me martillearon durante d¨¦cadas que un hombre no mata en fr¨ªo, mucho menos un Estado. El horror femenino por la suerte fatal de hombres ca¨ªdos y ya indefensos o, sobre todo, por la de mujeres mal vividas y peor muertas, como las Mar¨ªa Estuardo -cat¨®lica, pero ninguna santa-, Mar¨ªa Antonieta -vean la pel¨ªcula de Sofia Coppola- Alejandra Fiodorovna -la zarina extranjera que detestaba a su pueblo (Orlando Figes, La revoluci¨®n rusa 1891-1924: la tragedia de un pueblo, Edhasa, 2000)-, Claretta Petacci -asesinada por bestias que la mataron por ser la puta del Duce-, o Elena Ceaucescu -Lady Macbeth de Bucarest- de este mundo reafirmaba una convicci¨®n primaria, seg¨²n la cual la gente tiene derecho a una muerte natural, si es que existe algo as¨ª, pensaba yo. Aunque ret¨®ricos, estos ejemplos b¨¢rbaros siguen haciendo mella en los duros de coraz¨®n, desde los realistas g¨¦lidos de la derecha m¨¢s cl¨¢sica hasta los progresistas de comisario pol¨ªtico, pues a d¨ªa de hoy, no he acertado a dar con alguien a quien no incomode la narraci¨®n detenida de alguno de los casos que acabo de mencionar y, cuando no ocurre as¨ª, lo consigue al instante la de todos ellos, arrastrados los unos por los otros: el contradictor acaba siempre desviando la mirada y balbuceando abstracciones de ucron¨ªa banal.
De la visi¨®n insufrible de quienes se hacen con el poder ajusticiando mujeres es llano pasar a la idea de que tampoco hay que colgar a los hombres, pues, al fin y al cabo, el principio b¨¢sico es el mismo: si jam¨¢s se golpea a una mujer, tampoco a un hombre hundido. El Estado, si es tal, no debe matar, aunque s¨®lo sea porque no lo necesita.
Claro que esta tesis falla por sus extremos, pues ni Estados muy d¨¦biles, ni bastantes muy fuertes rechazan matar. As¨ª, por un lado, muchos miembros de Naciones Unidas son remedos de Estados, es decir, de la vieja idea de una comunidad due?a de un territorio y mayoritariamente concorde en su estrategia de perdurar en ¨¦l. Por esto, cuando el Estado es el primer enemigo de su pueblo o est¨¢ sumido en el caos, la muerte violenta de sus s¨²bditos o, incluso, de sus regentes, satura nuestra sensibilidad y pasa desapercibida, a menos, claro, que afecte a personas o grupos en los que nos reconocemos porque participan de los rasgos de nuestra propia comunidad. As¨ª, resulta explicable que la brutalidad argentina de hace una generaci¨®n nos haya preocupado a los espa?oles m¨¢s que la sarracina, bastante m¨¢s reciente y mucho m¨¢s cruenta, del conflicto civil de Argelia, un pa¨ªs m¨¢s pr¨®ximo al nuestro, pero s¨®lo geogr¨¢ficamente.
En el otro extremo, est¨¢n Estados poderosos e influyentes, cuyos dirigentes se pueden permitir la retenci¨®n formal de la pena de muerte como una herramienta m¨¢s para garantizar la continuidad de su proyecto comunitario. F¨ªjense bien: ni China, ni Rusia, ni Ir¨¢n, ni Vietnam, ni los Estados Unidos de Am¨¦rica, por ejemplo, hacen ascos a la pena capital, aunque, en este ¨²ltimo pa¨ªs, ya son mayor¨ªa los Estados de la Uni¨®n que la han abolido o que llevan camino de hacerlo, pues no la ejecutan o han impuesto moratorias sobre su ejecuci¨®n -como acaban de hacer California, Florida y Maryland-. Entonces, los Estados fuertes no prescinden, por el simple hecho de serlo, de la pena capital, sino que m¨¢s bien parece que ocurre lo contrario, pues su despreocupaci¨®n institucional por la cuesti¨®n podr¨ªa ser un s¨ªntoma adicional de su fortaleza. As¨ª, dicen los realistas, los Estados europeos occidentales habr¨ªan abolido la pena de muerte s¨®lo cuando dejaron de ser fuertes, tras la II Guerra Mundial y la descolonizaci¨®n. Quiz¨¢s.
Por ¨²ltimo, tampoco es cierto que s¨®lo los Estados autoritarios retengan la pena de muerte, mientras que los democr¨¢ticos la hayan abolido, pues, primero, nadie negar¨¢ que los Estados Unidos sean una democracia o que, para los casos de cr¨ªmenes muy graves, mayor¨ªas estables de ciudadanos de muchos pa¨ªses democr¨¢ticos sean partidarias de la pena capital o que, por ¨²ltimo, en muchos estudios de nota se discuta con seriedad sobre su efecto disuasorio -"La pena de muerte salva vidas", dicen (un resumen reciente y cr¨ªtico de esta tesis puede verse en John J. Donohue y Justin Wolfers, The Death Penality: No Evidence for Deterrence, The Berkeley Electronic Press, 2006)-.
Por eso, mi rechazo primordial de la pena de muerte es m¨¢s simple e instintivo que un principio moral. Se basa en una tosca distinci¨®n entre quien, a¨²n de mala manera, mata en caliente -en defensa propia o casi- y quienes lo hacen, en fr¨ªo, una vez han derribado y maniatado a su adversario a quien finalmente han conseguido neutralizar. Entonces, ordenar su ejecuci¨®n es miserable.
Pablo Salvador Coderch es catedr¨¢tico de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra
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