Las palabras
Las palabras las carga el diablo, como las armas. Por eso, desde siempre, el hombre las ha usado con cuidado, no fueran a explotarle entre las manos. O entre los labios, para ser precisos.
Nunca hasta ahora, no obstante, el miedo a las palabras ha sido tan evidente ni tan exagerado el tacto con el que se utilizan; no s¨®lo entre los personajes p¨²blicos, sino tambi¨¦n entre la gente an¨®nima, arrastrada por aqu¨¦llos a un lenguaje que no s¨®lo no es el suyo, sino que muchas veces ni entiende. Lo que provoca situaciones que en ocasiones rozan lo histri¨®nico, cuando no entran directamente en la condici¨®n de humor.
En el ¨¢mbito pol¨ªtico, la cosa es m¨¢s que evidente. Cuando nuestros dirigentes, con el presidente Jos¨¦ Luis Rodr¨ªguez Zapatero a la cabeza (¨¦l fue, de hecho, el que populariz¨® el t¨¦rmino) hablan de los ciudadanos, o de la ciudadan¨ªa, para referirse a los espa?oles (palabra que no supone una ideolog¨ªa, simplemente identifica a unas personas), lo hacen para evitarse problemas, pero ignoran que, al hacerlo, est¨¢n borrando a un tercio de aqu¨¦llos, o sea, a los espa?oles que viven fuera de las ciudades, que es a los que se refiere el t¨¦rmino: ciudadanos = habitantes de las ciudades. Del mismo modo, cuando los nacionalistas perif¨¦ricos (tambi¨¦n los hay espa?oles) se refieren a Espa?a como el Estado, est¨¢n haciendo tambi¨¦n una transposici¨®n de t¨¦rminos que, aparte su incorrecci¨®n (administrativamente, el Estado lo forman todas las instituciones p¨²blicas, incluidas las auton¨®micas y las locales), est¨¢ vac¨ªa de contenido, por cuanto, por una parte, estados son tambi¨¦n los de los dem¨¢s pa¨ªses, por lo que habr¨ªan de precisar a cu¨¢l de ellos se refieren, y, por otra, conduce a situaciones tan absurdas o tan c¨®micas como sugerir que llueve en los ministerios ("Lluvias en todo el Estado", dicen ciertos telediarios auton¨®micos) o considerar que ¨¦ste es un aparato: "El aparato del Estado", repiten unos y otros continuamente, como si el Estado fuera una televisi¨®n.
El absurdo al que conduce esta actitud aumenta de d¨ªa en d¨ªa si observamos las aportaciones que continuamente se a?aden al vocabulario pol¨ªtico nacional: desde identificar Madrid con Espa?a entera para no tener que decir la palabra odiada (lo que convierte al Gobierno de la naci¨®n en uno auton¨®mico y al de Madrid en inexistente) a sustituir el Pa¨ªs Vasco por el norte -como si Santander o Asturias no fueran tambi¨¦n el norte-, pasando por expresiones como talante (que, sin a?adirle algo, bueno o malo, por ejemplo, no quiere decir nada en realidad), el lenguaje pol¨ªtico en Espa?a se ha convertido en una entelequia que hubiera hecho las delicias de Valle-Incl¨¢n, de estar vivo. Aunque la palma en este terreno se la lleva, para m¨ª, la expresi¨®n que los parlamentarios andaluces inventaron para definir su tierra, intentando equipararla con otras de m¨¢s cach¨¦: realidad nacional. S¨®lo les falt¨® a?adir con destino en lo universal.
Influenciados por los pol¨ªticos o contagiados por la estupidez del ambiente, los espa?oles en general nos hemos dedicado ¨²ltimamente a reinventar la lengua de nuestros antepasados, en orden a hacerla presuntamente m¨¢s agradable. As¨ª, para no ofender a los diferentes, como se les dice ahora a las minor¨ªas, ya sean ¨¦stas religiosas o raciales, hablamos de magreb¨ªes, ciudadanos de color, del Este, subsaharianos (?los blancos lo son tambi¨¦n?) y hasta de individuos de etnia gitana (as¨ª dicen los peri¨®dicos, al menos), cuando los as¨ª llamados se llaman a s¨ª mismos normalmente de otra forma, mucho m¨¢s conocida y natural. Y lo mismo sucede con los maricas, que ahora se les dice gays, rebajando al parecer de esa manera la presunta carga hom¨®foba social, con los indocumentados (ahora simplemente sin papeles), los vagabundos (ahora sin techo), los viejos (ahora mayores, tambi¨¦n la tercera edad) y hasta las personas solas (ahora singles, en ingl¨¦s). Por supuesto, los ciegos son invidentes, los cojos son minusv¨¢lidos, los subnormales disminuidos ps¨ªquicos, los mong¨®licos s¨ªndromes de Down y as¨ª sucesivamente, en un intento de suavizar sus males por la v¨ªa de modificar sus nombres. Noble empe?o que se extiende, sin embargo, a situaciones nada anormales, tales como profesiones (los barrenderos son ahora empleados de la limpieza, los enfermeros ATS, los vendedores a domicilio comerciales, los polic¨ªas agentes del orden p¨²blico, etc¨¦tera) o actividades tan naturales como orinar (hacer pis) o joder (hacer el amor). Como si nuestros paladares ya no admitieran determinadas palabras fuertes, igual que nuestros est¨®magos, acostumbrados a la leche desnatada, ya no digieren la leche pura.
La cosa se agrava a¨²n m¨¢s cuando la correcci¨®n pol¨ªtica, o lo que se cree por tal, se antepone a la correcci¨®n ling¨¹¨ªstica. Que es lo que ocurre en determinados ambientes, como el de las feministas, donde las palabras se adaptan a las ideas y no al rev¨¦s. As¨ª, por ejemplo, y aparte de soportar el todos y todas tan de moda en estos tiempos como absurdo (aparte de redundante, si aceptamos la expresi¨®n, habr¨¢ que hacerla extensiva a todos los masculinos, da igual la especie a que se refiera), yo he tenido que aguantar que una se?ora me acusara de machista por decirle juez en lugar de jueza. Dio igual que le argumentara que lo que feminiza el t¨¦rmino (igual que el de presidenta) es el art¨ªculo y no la a, porque ni presidente ni juez implican un g¨¦nero, por m¨¢s que diga la Academia (que ha admitido los dos t¨¦rminos en un arranque de feminismo); de lo contrario, la presidenta y la jueza ser¨ªan inteligentas, y diligentas, y hasta ponentas, que era el caso de mi discutidora, y, al rev¨¦s, por ese mismo conducto, yo ser¨ªa novelisto, y poeto, y periodisto, dada mi condici¨®n masculina. Pero hay temas con los que no se puede jugar, y el del feminismo es uno, y al final opt¨¦ por callarme, sobre todo cuando mi opositora me dijo que la correcci¨®n ling¨¹¨ªstica era otra forma de dominaci¨®n del hombre, igual que me sucedi¨® otra vez con un corrector de estilo de una revista de Barcelona que me quer¨ªa obligar a escribir Ourense en lugar de Orense, pese a que yo escrib¨ªa en castellano. Seg¨²n ¨¦l -y mucha gente-, para no ser un centralista, para que no te tachen de espa?olista incluso, habr¨ªa que escribir los nombres de las ciudades en el idioma que se habla en ellas, cosa que no se hace, en cambio, a nivel internacional. Nadie escribe, por ejemplo, New York, Milano o London mientras que nos obligan a decir Lleida pese a que en la propia Lleida mucha gente dice L¨¦rida al hablar.
En resumidas cuentas, y tal como est¨¢n las cosas, lo mejor es no hablar en p¨²blico y, si uno se ve en la obligaci¨®n de hacerlo, utilizar las palabras como hacen todos (y todas, a?ado al punto): como peligrosas armas de las que la sociedad sospecha y no como convenciones de un instrumento inocuo y maravilloso, el lenguaje, que sirve para comunicarnos. O serv¨ªa, por lo menos, cuando la gente tomaba la leche entera y viv¨ªamos sin tantos complejos como ahora.
Julio Llamazares es escritor.
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