La judicializaci¨®n de la pol¨ªtica
Sostiene el autor que, para la opini¨®n p¨²blica espa?ola, la intervenci¨®n judicial en cuestiones pol¨ªticas resulta algo especialmente grave.
Se habla mucho ¨²ltimamente en Espa?a de la judicializaci¨®n de la pol¨ªtica. El asunto salta a las p¨¢ginas de opini¨®n cuando las actuaciones de algunos l¨ªderes institucionales o de los partidos son llevadas ante los jueces por iniciativa propia o a instancia de otros agentes pol¨ªticos. En realidad, el fen¨®meno no es tan espec¨ªficamente hispano. Ah¨ª tenemos, sin ir m¨¢s lejos, al primer ministro Dominique de Villepin declarando durante m¨¢s de diecis¨¦is horas en un caso denunciado por su propio ministro de interior y compa?ero de partido, Nicolas Sarkozy.
Para la opini¨®n p¨²blica espa?ola, la intervenci¨®n judicial en cuestiones pol¨ªticas es algo especialmente grave. Creo, sin embargo, que la cuesti¨®n se analiza de un modo superficial. Se magnifica alguno de sus efectos con cierta demagogia y se olvidan otros con cierta hipocres¨ªa. La divisi¨®n de poderes no es algo est¨¢tico. No se trata de que cada uno ejerza su funci¨®n de modo aislado, como si entre ellos existiera una membrana separadora. La relaci¨®n entre los poderes del Estado es dial¨¦ctica y alcanza su equilibrio merced, precisamente, al juego combinado de las presiones y resistencias que cada uno opone a la influencia de los dem¨¢s. Los famosos checks and balances (controles y contrapesos) de la doctrina constitucional anglosajona.
La democracia funciona gracias a una razonable dosis de desconfianza mutua entre cualquier gobierno, parlamento o tribunal
Me preocupa m¨¢s el 'caso Afinsa' y la doctrina que parece emanar del Defensor del Pueblo que el inflado 'caso Ibarretxe'
Es absurdo e hip¨®crita tanto esc¨¢ndalo ante la natural tendencia expansiva que tiene todo poder. Cualquier gobierno ejercer¨ªa el dominio absoluto si no se encontrara constre?ido por la oposici¨®n y el control de un parlamento representativo. Y todo parlamento legislar¨ªa a su antojo, sabi¨¦ndose depositario de la legitimaci¨®n que ofrece el voto popular, si no fuera por la existencia de un poder judicial independiente y de un poder ejecutivo titular de la iniciativa normativa y presupuestaria. Cualquier tribunal, por ¨²ltimo, si s¨®lo fiara la bondad de su actuaci¨®n a su albedr¨ªo, acabar¨ªa produciendo la injusticia y har¨ªa norma de la prevaricaci¨®n. Es la naturaleza humana y no hay m¨¢s vueltas que darle. La democracia funciona gracias a una razonable dosis de desconfianza mutua.
El fen¨®meno que llamamos judicializaci¨®n viene a se?alar la tendencia (se supone que excesiva, aunque nadie pueda se?alar cu¨¢l es, a ciencia cierta, el justo t¨¦rmino) a dirimir ante los tribunales controversias espec¨ªficamente pol¨ªticas. El primer problema deriva, a mi modo de ver, de la extraordinaria amplitud con la que la propia Constituci¨®n Espa?ola dise?a el objeto de la Justicia en su art¨ªculo 24: los "derechos e intereses leg¨ªtimos". El constituyente de 1978, inmerso en el esp¨ªritu de la transici¨®n, quiso, sin lugar a dudas, abrir a los ciudadanos el acceso al servicio de la justicia como un anhelado contrapeso frente a un poder ejecutivo que se sent¨ªa, hasta entonces, omn¨ªmodo.
?Se hace un uso desmedido de esta posibilidad? Mi parecer es que no, con independencia de que el obsoleto dise?o de los procedimientos judiciales y la insuficiente dotaci¨®n de juzgados y tribunales provoque molestias y sobrecostes tan notorios que dan la impresi¨®n de que existe una excesiva litigiosidad, algo que las estad¨ªsticas comparadas desmienten rigurosamente. Centr¨¢ndonos en el terreno del estricto debate pol¨ªtico, una de las razones que abonan la judicializaci¨®n tiene que ver con la insuficiencia de otros mecanismos de control de los poderes p¨²blicos. En efecto, frente a la aparici¨®n de un "inter¨¦s leg¨ªtimo" presuntamente perjudicado, se deber¨ªa disponer de una mayor panoplia de recursos para dirimir las discrepancias con los decisores pol¨ªticos o administrativos. Si tales instancias extrajudiciales existieran y su actividad se viera aureolada de un suficiente prestigio, es l¨®gico suponer que el recurso al poder judicial ser¨ªa harto menor.
En cualquier caso, debemos ser muy remisos a la hora de considerar como patolog¨ªa lo que, en s¨ª mismo, no supone sino el ejercicio de un derecho. No dejar¨ªa de ser, de todas maneras, una patolog¨ªa menor propia del crecimiento, de la adolescencia, del necesario afianzamiento cultural de una democracia que, en realidad, s¨®lo tiene 30 a?os. Una vez que un suficiente n¨²mero de cuestiones conflictivas hayan sido dilucidadas por los tribunales de justicia (y muy significativamente por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional), es l¨®gico suponer que no aparezcan demasiadas nuevas y que las viejas, reiteradamente solventadas, vayan abandonando el foro ante el previsible sentido de su resoluci¨®n.
Lo que no parece v¨¢lido, es la apelaci¨®n (tantas veces o¨ªda, sin embargo) al trasnochado principio de los actos pol¨ªticos inmunes (factum principi). El ¨¢mbito de los actos p¨²blicos excluidos del control judicial tiende a cero. El principio que ha de regir cuando observamos la acci¨®n de los poderes p¨²blicos es justo el contrario, el "pleno sometimiento a la ley y al derecho" que proclama el art¨ªculo 103 de la Constituci¨®n Espa?ola.
Lo adecuado no es reclamar la imposibilidad de que los tribunales de justicia puedan examinar una determinada acci¨®n del gobierno, dada su motivaci¨®n pol¨ªtica, sino, precisamente, aprovechar con serenidad la comparecencia ante los jueces (que nunca constituye ninguna especie de pena de banquillo salvo para los personajes de las revistas del coraz¨®n) para exponer las razones que eliminan la antijuridicidad de la conducta enjuiciada, algo que, en casos como el de las tan tra¨ªdas y llevadas reuniones del lehendakari y de otros l¨ªderes pol¨ªticos con dirigentes de la izquierda abertzale, no parece una tarea demasiado compleja.
Influyen, adem¨¢s, aspectos relativos a nuestros comportamientos pol¨ªticos, sociales y culturales. Compar¨¢ndose con Espa?a, la judicializaci¨®n de la vida p¨²blica y privada, de la econom¨ªa y el mundo empresarial, de los negocios e, incluso, de las relaciones familiares en los pa¨ªses de tradici¨®n jur¨ªdica anglosajona es abrumadora. Pa¨ªses en los que prima, por encima de todo, el principio de la exigencia de responsabilidad contractual y extracontractual por todo tipo de da?os y perjuicios. La pr¨¢ctica jur¨ªdica espa?ola, a¨²n habiendo evolucionado much¨ªsimo en los ¨²ltimos a?os, sigue siendo muy remisa a la exigencia de responsabilidad por da?os. Sin embargo, la Administraci¨®n responde del funcionamiento "normal o anormal" de los servicios p¨²blicos, seg¨²n reza el art¨ªculo 139.1 de la LRJAP-PAC.
?Hasta que punto esta ciudadan¨ªa, que espera tanto de un Estado providencia paternalista y desp¨®tico (y eso es lo que llevamos impreso en nuestros genes herederos de a?os de dictadura) est¨¢ preparada para una sana utilizaci¨®n del poder judicial en defensa de sus derechos e intereses leg¨ªtimos frente a la Administraci¨®n? A m¨ª me preocupa, por ejemplo, m¨¢s el caso Afinsa y la doctrina que parece emanar del Defensor del Pueblo, que el demag¨®gicamente inflado caso Ibarretxe. ?Debe el Estado responder ante el infortunio previsible de la codicia?
Otra de las razones de la judicializaci¨®n tiene mucho que ver con la observable desvalorizaci¨®n de la cr¨ªtica pol¨ªtica. Ni en el momento de la elaboraci¨®n de los diferentes proyectos, ni siquiera en el debate presupuestario, se lleva a cabo un an¨¢lisis de suficiente profundidad respecto de la conveniencia, la ordenaci¨®n al inter¨¦s general de un modo eficaz y eficiente de aquello que se piensa llevar a cabo. Da la impresi¨®n de que el ¨²nico canon respecto del cual se efect¨²a alg¨²n tipo de an¨¢lisis es la ley. Pero el hecho de focalizar el control de los poderes p¨²blicos en el principio de legalidad acarrea, a su vez, dos problemas grav¨ªsimos, a mi entender.
Por un lado, la rigidez formal de las normas legales conduce al fen¨®meno denominado huida del derecho administrativo o sea, dicho en rom¨¢n paladino, que hecha la ley, hecha la trampa. Si la regulaci¨®n de una determinada actividad del sector p¨²blico (los contratos, la personificaci¨®n institucional, etc.) se lleva a cabo mediante criterios formalistas, por la misma raz¨®n, y en aras de una invocada y pocas veces probada mayor eficiencia derivada de la libertad propia del gestor privado, se sustraen del ¨¢mbito de la normativa administrativa sectores cada vez m¨¢s amplios de su actividad, financi¨¢ndose (eso s¨ª) con recursos p¨²blicos, todo ello ante las mism¨ªsimas narices de un legislador que reina...pero no gobierna.
El segundo efecto pernicioso del abuso del principio de legalidad como exclusivo canon de control consiste en el desarrollo de una cultura pol¨ªtica acr¨ªtica que, obviando otros razonamientos, da por v¨¢lido todo aquello que se proclame legal. Lo legal que, de modo reduccionista, llega a identificarse con lo no expresamente prohibido, en vez de con lo plenamente conforme al derecho, lo que implica superponer al principio de legalidad un principio de libertad propio del ¨¢mbito privado pero que en absoluto puede corresponder a los entes p¨²blicos.
?Y bien? Si el criterio que todos (pol¨ªticos del gobierno y de la oposici¨®n, periodistas, ¨®rganos de control externo, consultores, expertos y opinantes de todo tipo) estamos decididos a utilizar en exclusiva es el de la estricta legalidad, ?cu¨¢l es el mecanismo del que se dota el Estado de derecho para la garant¨ªa y el restablecimiento, en su caso, de la legalidad conculcada? El poder judicial, no hay otro. La judicializaci¨®n, pues, est¨¢ servida.
Rafael Iturriaga Nieva es consejero del Tribunal Vasco de Cuentas P¨²blicas.
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