Arte cin¨¦tico
En el verano de 1935, Marcel Duchamp hab¨ªa arribado a la conclusi¨®n de que ya no quedaba nada por a?adir en ese universo saturado que es la pintura y abandonaba sus pinceles en un frasco, en un rinc¨®n del taller donde se marchitaban en compa?¨ªa de viejos portabotellas y radios de bicicleta oxidados. El 30 de agosto se abr¨ªa a las afueras de Par¨ªs el Concours Lepine, una muestra anual de inventos caseros donde fontaneros y costureras so?aban con vender una patente que les otorgara una vejez a salvo de la intemperie: all¨ª se daban cita sombreros con aire acondicionado y cepillos dotados de una vejiga que segregaba pasta dent¨ªfrica. Y all¨ª, en un tenderete sin pretensiones, Henri-Pierre Roch¨¦ se cruz¨® con el artista, rodeado de discos de cart¨®n impresos con espirales, c¨ªrculos conc¨¦ntricos, elipses de colores que rotaban sobre los platos de un tocadiscos y suger¨ªan espejismos de peces borrosos, copas de vino y huevos en un cesto. Duchamp hab¨ªa bautizado el invento con un t¨ªtulo que quer¨ªa ser expl¨ªcito y que se quedaba en un confuso trabalenguas, Rotoreliefs, y lo vend¨ªa en series de seis a 15 francos la caja. Nada m¨¢s lejos de su intenci¨®n que hacer arte: por disparatado que parezca, con aquellos juguetes ¨®pticos Duchamp pretend¨ªa ganar dinero. Y probablemente hubiera conseguido mejores resultados rastreando tesoros enterrados o frotando l¨¢mparas en el almac¨¦n de un anticuario. "Todos los discos giraban a su alrededor al mismo tiempo", describe Roch¨¦ el puesto de Duchamp, "algunos en horizontal, otros en vertical, un parque de atracciones en toda regla..., pero debo reconocer que su caseta pas¨® sorprendentemente inadvertida. Bastaba una ojeada para darse cuenta de que, entre la m¨¢quina compresora de basura y los incineradores de la izquierda y la picadora instant¨¢nea de verduras de la derecha, aquel artilugio suyo sencillamente no era ¨²til". Sin querer, Duchamp hab¨ªa vuelto a hacer arte, cuyo m¨¢s notorio rasgo, como advert¨ªa Oscar Wilde, es la inutilidad. Una exposici¨®n nos permite estos d¨ªas disfrutar de los rotoreliefs, junto a otros enseres igualmente sorprendentes y ociosos, en las sedes de la Caja San Fernando en Sevilla; no est¨¢n a la venta, pero probablemente su valor se estime en algo m¨¢s de 15 francos.
La exhibici¨®n, que recibe el nombre de La utop¨ªa cin¨¦tica, recoge muestras de productos alumbrados entre las d¨¦cadas de 1950 y 1970, y disparan al infinito la pregunta que presidi¨® la obra entera de Duchamp y le hizo perge?ar sus t¨ªtulos m¨¢s osados: d¨®nde termina el arte y comienzan los chistes. Los causantes de estas piezas, entre los que se cuentan cl¨¢sicos de la posmodernidad de la altura de Victor Vasarely y glorias locales como Gerardo Delgado, renuncian a la idea de museo para decantarse deliciosamente por la discoteca, el parque de atracciones y la jugueter¨ªa: sus propuestas, haces de ne¨®n entrelazados que evocan arquitecturas en el aire, perspectivas aberrantes a las que el ojo no puede asomarse sin un v¨¦rtigo, cuadros compuestos de capas superpuestas que se combinan a gusto del consumidor, nos hacen rechazar de plano la idea del arte como algo est¨¢tico y definitivo, como un marco intocable que el espectador debe limitarse a contemplar en la cumbre de su altar. Por todas partes se exige la colaboraci¨®n del p¨²blico, de un dedo c¨®mplice que presione el interruptor, de una retina dispuesta a reconocer perfiles en el entrelazado de luces y l¨ªneas contradictorias: nunca el arte fue m¨¢s nervioso, inquieto, nunca menos amigo del sill¨®n de cuero y la salita de t¨¦. Uno sospecha que lo que persigue una muestra de estas caracter¨ªsticas rebasa el ¨¢mbito de la est¨¦tica para introducirse en otros m¨¢s escabrosos y dif¨ªciles, el de la perspectiva, el de la fisiolog¨ªa de la percepci¨®n: como Duchamp toda su vida, quiere convencernos de que el arte lo pone la vista y no el objeto que se le ofrece. Cuando regres¨¦ a casa desde la galer¨ªa despu¨¦s de una hora de alucinaciones e intermitencias, hall¨¦ que mi vitrocer¨¢mica, que tambi¨¦n cuenta con c¨ªrculos que se encienden y se apagan, constituye toda una lac¨®nica obra maestra, y lo digo con orgullo; si es arte o chiste, lo dejo al criterio de los comisarios de exposiciones.
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