La soledad
Suele estar en la casa. Es un personaje extra?o con el que se puede hablar en confianza. Aparece y desaparece, se esconde entre los pliegues de la vida, y surge cuando menos se piensa, con la naturalidad de las viejas amantes y de las buenas historias. Ya no hay pasiones, ni intereses, ni juegos de poder o de celos, pero queda la complicidad que firman los desnudos, la amistad limpia de los seres que conocen sus cicatrices y saben que no necesitan enga?arse. La soledad tiene sus costumbres, llega de la cocina con una copa, baja el volumen de la m¨²sica y se sienta en la butaca de enfrente con voluntad de escuchar. M¨¢s que dar consejos, pronunciar sermones o repetir una declaraci¨®n de principios, le gusta escuchar, asistir en silencio a las meditaciones del amigo. Yo la conoc¨ª hace m¨¢s de 40 a?os, en los veranos del Puerto de Motril, durante la hora de la siesta. Los ni?os aprenden a mirarse en los espejos durante las siestas calurosas, cuando los mayores cierran las puertas de sus las alcobas y dejan el mundo abierto de par en par. Los ni?os se quedan a solas con los rincones de la casa, con las calles desiertas, los ¨¢rboles y los insectos, las gr¨²as, el agua del mar que brilla como un espejo al mezclarse con el aceite de los barcos. La soledad vino un d¨ªa caminando por la bocana del puerto, se cruz¨® conmigo y me salud¨®. Le not¨¦ en los ojos un afecto de persona conocida, tal vez de familiar lejano o de amiga de mis padres y mis abuelos. Pero a?os m¨¢s tarde me asom¨¦ al balc¨®n de casa, y la vi sentada en un banco del Paseo de la Bomba, con su ropa de oto?o, y supe que no iba a llamar al timbre para saludar a mi madre. Estaba esperando a que yo saliese para caminar junto a m¨ª por las orillas del r¨ªo Genil, mientras la tarde del domingo se ca¨ªa igual que una hoja amarilla sobre el barro de los jardines. Los adolescentes atraviesan las tardes de domingo con la punta de sus paraguas.
Cuando alquil¨¦ mi primer piso, enseguida se las arregl¨® para hacerse con una llave. Desde entonces me ha acompa?ado de vida en vida, de ciudad en ciudad, de casa en casa. No se me olvida hacer una llave para ella cada vez que cambio de domicilio. Respeta poco los horarios, nunca s¨¦ cuando entra o cuando sale, pero suele aparecer en los momentos dif¨ªciles, mientras las sombras de la casa se oxidan y cortan como el filo de una navaja, o los gritos de la multitud huelen a lluvia triste de domingo por la tarde. Los gritos de las multitudes incomprensibles manchan los zapatos de barro, mojan los calcetines y dejan un escalofr¨ªo de desamparo en los hombros. La soledad aparece entonces, me conduce a mi butaca, me pone una copa y espera a que me desahogue, dude, discuta, a que hable y aprenda con ella lo que despu¨¦s voy a decirle a los dem¨¢s. Pasan las horas, los hielos del whisky y las penumbras de la casa mueven las agujas del reloj, y la soledad se limita a sonre¨ªr, mientras me voy haciendo due?o de unas palabras o de una opini¨®n, al margen de los gritos, de los rencores, de las ventoleras que mueven las hojas de los ¨¢rboles y las multitudes de las calles. La gente grita cuando no tiene nada que decir, cuando no cuenta con una soledad propia que le ense?e a conversar y a no mentir en p¨²blico. Por eso las soledades propias son un bien p¨²blico, un ant¨ªdoto contra las soledades de las plazas y las banderas, invadidas por gentes que nada tienen que decirse a ellas mismas en sus casas y que repiten las consignas aprendidas en los grandes karaokes de la mentira. Luis Cernuda escribi¨® la historia de un farero que viv¨ªa en la soledad de su torre, apartado de la ciudad, apenas una sombra en las ventanas iluminadas. Su soledad estaba pendiente del mundo, trabajaba para evitar que los barcos se estrellasen contra los arrecifes. A mi soledad le gusta la poes¨ªa de Luis Cernuda, me lee sus versos, me los repite, crea una c¨¢lida temperatura de orgullo y paciencia. Luego lleva las copas al fregadero, me ayuda a ponerme la gabardina y sale conmigo a la calle. Tambi¨¦n le gusta a ella estar pendiente del mundo.
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