Lo maravilloso en el mercado
El estreno, en Par¨ªs, en 1926, del espect¨¢culo Romeo y Julieta concebido por Sergei Diaghilev, el director art¨ªstico de los c¨¦lebres Ballets rusos, origin¨® un ruidoso esc¨¢ndalo. Un grupo de enfurecidos surrealistas encabezados por Andr¨¦ Breton y Louis Aragon, y azuzados desde la retaguardia por Picasso, irrumpieron en el teatro en plena funci¨®n, con silbatos y gritos, y repartieron entre los asustados espectadores unos volantes con un manifiesto de protesta, acusando a los pintores Max Ernst y Joan Mir¨®, a quienes Diaghilev hab¨ªa encargado el decorado y el vestuario de Romeo y Julieta, de haber traicionado los principios del movimiento, comercializando su talento. El manifiesto, redactado con la flam¨ªgera ret¨®rica de Breton, afirmaba: "Es inadmisible que las ideas se pongan al servicio del dinero".
Breton era un puro, un moralista intransigente, y lo sigui¨® siendo hasta su muerte, pero era tambi¨¦n un dictador y se pas¨® la vida excluyendo y fulminando a la mayor¨ªa de sus compa?eros y seguidores que se apartaban de la rectil¨ªnea conducta que en materia est¨¦tica y pol¨ªtica fijaba al surrealismo. Su empe?o de levantar una infranqueable frontera entre la creaci¨®n art¨ªstica de poetas, pintores, m¨²sicos, fot¨®grafos y cineastas vinculados al movimiento y el comercio y la industria, fracas¨® clamorosamente. As¨ª lo muestra una interesante exposici¨®n en el Victoria and Albert Museum, de Londres, que, entre las innumerables exhibiciones dedicadas al surrealismo que aparecen a lo largo y ancho del planeta, ha encontrado un ¨¢ngulo original que explorar: la manera como, desde los primeros tiempos, el surrealismo ejerci¨® una influencia importante en el dise?o comercial y el provecho que sacaron de ello la industria y el comercio, y tambi¨¦n, claro est¨¢, buen n¨²mero de surrealistas.
No s¨®lo Max Ernst y Mir¨® aceptaron encargos de escenograf¨ªa y vestuario de espect¨¢culos comerciales. Casi al mismo tiempo que ellos, Giorgio de Chirico dise?aba, con mucha audacia y humor, los atuendos y decorados de Le bal y Andr¨¦ Masson hac¨ªa lo propio con Les pr¨¦sages. Pasajes de las tres obras pueden verse en la exposici¨®n en pel¨ªculas bastante bien restauradas, as¨ª como los figurines, vestidos, paneles y bocetos originales. La muestra es una inequ¨ªvoca prueba de que el surrealismo, gracias al oportunismo y buen olfato de algunos comerciantes e industriales, rompi¨® el peque?o c¨ªrculo de la vanguardia intelectual y art¨ªstica y fue conocido y en cierta forma adoptado parcialmente -en lo que concierne a los valores est¨¦ticos sobre todo- por una burgues¨ªa liberal, moderna, pr¨®spera y, por supuesto, bastante fr¨ªvola.
Esta exposici¨®n habr¨ªa irritado sobremanera a los "puros" del movimiento, como el propio Breton, o Benjamin P¨¦ret, o un Julien Gracq, o un C¨¦sar Moro, para quienes el surrealismo no fue un movimiento art¨ªstico sino una religi¨®n y una moral y que muy seriamente creyeron que con la escritura autom¨¢tica, el descubrimiento de lo maravilloso cotidiano, la exploraci¨®n del inconsciente y la contaminaci¨®n de la vida por el sue?o, la poes¨ªa y la "belleza convulsiva" revolucionar¨ªan el mundo y la vida hasta llegar al ideal de Lautr¨¦amont: una sociedad planetaria donde la "poes¨ªa ser¨ªa hecha por todos". Estos puros vivieron y murieron, por supuesto, pobres de solemnidad (Gracq est¨¢ a¨²n vivo).
Pero en los salones apasionantes y desmitologizantes del Victoria and Albert Museum, se advierte enseguida que, desde el principio, al igual que Ernst y Mir¨®, una buena parte de los artistas vinculados al movimiento o que ¨¦ste hab¨ªa considerado afines (como Picasso) no tuvieron escr¨²pulo alguno en colaborar con dise?adores, modistos, joyeros, sombrereros, constructores, arquitectos, y trabajar para millonarios esnobs y ostentosos decor¨¢ndoles sus mansiones, retrat¨¢ndolos o asoci¨¢ndose con algunos capitanes de la industria para patentar sus inventos como productos manufacturados. Salvador Dal¨ª, con cuyo nombre Breton hizo el anagrama de "?vida Dollars", super¨® a todos sus compa?eros o ex compa?eros en oportunismo comercial.
Ahora bien: ?ceder a la tentaci¨®n materialista del dinero "vil" empobreci¨® a estos artistas y re-
cort¨® su libertad y su talento? No necesariamente. Por ejemplo, en el caso de Dal¨ª, el m¨¢s "¨¢vido" de ellos, yo me atrever¨ªa a decir que acaso los m¨¢s inesperados y audaces hallazgos de su pintura y de los objetos que concibi¨® estuvieron a menudo asociados a operaciones comerciales. Y, entre los productos comerciales -muebles, adornos, pulseras, sillas, biombos, joyas, vestidos, zapatos- que aqu¨ª se exhiben hay algunas creaciones de Giacometti, Dorothea Tanning, Magritte, ?scar Dom¨ªnguez y del propio Joan Mir¨®, que lucen la misma delicada factura y novedad que las pinturas y esculturas que fraguaron por el puro placer.
No s¨®lo a los surrealistas "puros" les erizaba los pelos asociar al arte y la literatura con el mercado. Alguien tan l¨²cido como Octavio Paz escribi¨® con horror de lo que el "mercado" pod¨ªa hacer con la poes¨ªa. Es decir, a su juicio, prostituirla o desaparecerla.
Quienes piensan as¨ª deber¨ªan visitar la exposici¨®n Surreal Things del Victoria and Albert Museum, o, en su defecto, revisar el excelente cat¨¢logo. Comprobar¨¢n entonces que las cosas son menos rom¨¢nticas de lo que creen. (A prop¨®sito: el padre del romanticismo franc¨¦s, un movimiento denostador del arte interesado, Victor Hugo, fue, adem¨¢s de un genio, un prodigioso administrador de su talento: muri¨® rico y s¨®lo por obra de su incansable pluma).
El talento sobrevivi¨® al ¨¦xito comercial en el caso de muchos artistas de vanguardia, empezando por Picasso, y siguiendo con buen n¨²mero de surrealistas, como Ernst, Masson, Mir¨®, y los que se empobrecieron o apagaron, no fue porque se volvieran "impuros" sino porque en alg¨²n momento de su trayectoria perdieron el ¨ªmpetu creativo, la pugnacidad y la temeridad con que fraguaron sus mejores obras.
Lo que muestra esta exposici¨®n es que el talento no depende del ¨¦xito, que ambas cosas pueden coincidir o no y que, en todo caso, el genio de un artista sigue un desarrollo que responde mucho m¨¢s a consideraciones internas, psicol¨®gicas y emocionales, que a condicionamientos externos. Es verdad que, en ciertas circunstancias, estos condicionamientos -por ejemplo, la codicia o la necesidad material- pueden menguar el fuego creativo, o apagarlo, pero esto sucede tambi¨¦n en muchas otras oportunidades sin que medie en ello el factor mercantil, sino razones que se esconden en esa secreta intimidad que hace de algunos artistas grandes creadores y, de otros, mediocridades irredentas.
El mercado no premia la excelencia art¨ªstica sino la popularidad de una obra y ambas cosas no son lo mismo. En algunos casos -los ideales-, coinciden, como es el de un Picasso, a quien el ser inmensamente popular y vender sus cuadros, esculturas, grabados y cer¨¢micas a precios astron¨®micos no le recort¨® la destreza ni la insolencia creativa, y en otros, como en un Joyce o un Mallarm¨¦, divergen, porque sus grandes obras s¨®lo pueden ser debidamente apreciadas por minor¨ªas reducidas. El mercado no es culpable de que las cosas sean as¨ª, es s¨®lo el reflejo de una realidad que lo precede, de la que es un mero portavoz.
Hay creadores a los que les repugna la idea de que aquello que gestan con tanta pasi¨®n y entrega, inmol¨¢ndose a veces en el empe?o, sea no s¨®lo una obra art¨ªstica, portadora de valores est¨¦ticos, sino, tambi¨¦n, un producto comercial, con un valor econ¨®mico determinado por la oferta y la demanda. Santo y bueno. Tengamos el mayor de los respetos por esos artistas desinteresados y enemigos del materialismo. Eso s¨ª, advirt¨¢mosles que su postura es moral, no est¨¦tica, y no presupone nada, ni a favor ni en contra, de su talento creativo. En ciertos casos, de actitudes tan desde?osas de lo material resultan obras soberbias y, en otras, bodrios. La exposici¨®n del Victoria and Albert es una instructiva demostraci¨®n de que no se debe mezclar ambas cosas si se quiere tratar de desentra?ar el misterio de la creaci¨®n art¨ªstica: ¨¦sta tiene su propia esfera, en la que se gesta, acierta o fracasa, y la moral no tiene mucho que hacer en determinar sus resultados.
Es verdad que, al popularizarlo y convertirlo en una moda, el mercado lim¨® la beligerancia revoltosa y an¨¢rquica con que el surrealismo naci¨®, y que, en sus extremos -sobre todo, cuando empez¨® a explotarlo en la publicidad- lo frivoliz¨® bastante. Pero nunca lo desnaturaliz¨® del todo.
Pues, ah¨ª est¨¢ todav¨ªa, latiendo, como un ser vivo. En el Victoria and Albert hay muchas cosas que irritan o que hacen re¨ªr, entre ellas los disfuerzos de Jean Cocteau. Pero, de pronto, ante alguna vitrina, los objetos "comerciales" de Meret Oppenheim por ejemplo, el lecho-jaula de Max Ernst, la vitrina para fetichistas y hasta en algunos de los maniqu¨ªes de Elsa Schiaparelli -el "Skeleton"- es imposible no sentir un estremecimiento de sorpresa, placer, y vaharadas de deseo. Lo maravilloso-cotidiano est¨¢ all¨ª, no importa cu¨¢ntas maquinaciones s¨®rdidas y met¨¢licas hayan conspirado para fabricarlo. El maldito mercado hizo del surrealismo -en su origen una c¨¢bala de marginales conmocionados por los hallazgos de Sigmund Freud- un genuino patrimonio de la humanidad, confundiendo en una misma familia al puro Breton y al impuro Dal¨ª.
? Mario Vargas Llosa, 2007. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2007.
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