Bar Am¨¦rica
Pasaba por la esquina de la Rambla del Raval y la calle del Hospital cuando vi tirado el enorme letrero del bar Am¨¦rica. Oxidado y empolvado, hab¨ªa sido desechado por las obras de reforma de la finca donde se encuentra el legendario establecimiento y cuyo due?o considera innecesario volver a colocar por viejo y maltratado.
Sostenido contra la pared, mientras el servicio de basura lo recolectaba, llamaba la atenci¨®n de algunos transe¨²ntes que, al verlo se tomaban una foto, lo observaban y lo se?alaban al tiempo que hac¨ªan comentarios entre ellos. No tardaron en llegar los amantes del arte urbano y coleccionistas de chatarra para rescatarlo en medio de ri?as cordiales: "Que yo lo vi primero", "que me lo llevo yo", "mira, llevo una hora custodi¨¢ndolo", etc¨¦tera.
Entre tanta peripecia, don Alfredo, su due?o, se asomaba sonriendo por la ventana sin entender el por qu¨¦ de tanto jaleo. Para Alfredo, la vida de su bar est¨¢ adentro, en esos 50 metros cuadrados donde, desde la ma?ana hasta caer la tarde, el jolgorio no cesa.
-?Alfredo, un cortado! Pide un trabajador al tiempo que busca un cigarrillo entre las bolsas de la chaqueta manchada de cal y rastros de pintura.
-?Una ca?a! Pide otro con esa mano nerviosa que se acomoda una y otra vez el flequillo que baja en su frente.
El ruido del grano moli¨¦ndose y el chocar de las tazas se empalma con el sonido de las cucharas que menean esos caf¨¦s que no quieren enfriar. Una mano aburrida aprieta el bot¨®n de las m¨¢quinas de la suerte esperando que ¨¦sta le retribuya muchas monedas Ping, Ping. Pero s¨®lo devuelven luces intermitentes y un eterno bluum, bluum. Nuevamente esa voz que siempre cambia de rostro y que pide a Alfredo un whisky, un tinto, un carajillo, una ca?a, un cortado, un caf¨¦ con leche.
-?Ponle ma leche a tu caf¨¦!, le grita un hombre mayor a la mujer de al lado.
-?Que no me da la gana!, ?qui¨¦n se lo va a tomar, tu o yo?, le contesta.
Los di¨¢logos cruzados son el mejor pasatiempos de ese grupo de jubilados que desde hace m¨¢s de 20 a?os visitan el bar. Entonces, hab¨ªan llegado a Catalu?a a trabajar para forjarse un futuro y hoy se descubren alargando el presente en conversaciones ajenas con tragos de orujo. Ah¨ª convergen los andaluces, los extreme?os, los gallegos, los segovianos y alg¨²n catal¨¢n que no falla cada d¨ªa.
-?Pobre Angelita! ?sa si que era una santa.
-Su marido dec¨ªa que se quejaba de todo. Inventaba cosa pa hacerlo enoj¨¢.
-?Mira que poco la conoc¨ªa, t¨²!
Aquella mujer sevillana que cuenta las desgracias de una tal Angelita, hojea el peri¨®dico mientras remueve el az¨²car que ha quedado en el fondo del vaso. De cuando en cuando, echa un vistazo al televisor siempre puesto en La Primera, para o¨ªr las desdichas de la duquesa de Alba, que es entrevistada por el reportero entrando a los toros. No se oye bien, as¨ª que contin¨²a cont¨¢ndole a su compa?ero.
-?Pobre Angelita!
-?l ten¨ªa un bar, y era muy buena persona.
-?Qu¨¦ va! Cuando se met¨ªa en la casa y cerraba la puerta era otro hombre.
-Para m¨ª que la mujer s¨®lo dec¨ªa cuentos.
-Pues cuando la operaron y la abrieron, no era cuento lo que ah¨ª le encontraron, ?eh!
Junto a ellos, una madre discute con su hijo el destino de los peque?os bienes familiares. El hijo, con tatuaje en el hombro, toma una cerveza de pie y escucha el serm¨®n de su progenitora.
-Te lo digo yo. Tengo 45 gramos de oro para fundir, m¨¢s la medalla de oro que te dio tu padre.
-Que no. Que te he dicho que la medalla no la fundas.
-Que si lo har¨¦. La abuela cuando muri¨® me ha dejado adem¨¢s una rosa que nunca me la voy a poner, tambi¨¦n la voy fundir.
Alfredo sirve un cortado. Limpia un plato. Recoge otro. Toma del estante la botella de co?ac y le quita el polvo. Al fondo, un hombre con prominente barriga, golpetea ociosamente el suelo con su bast¨®n una y otra vez. La mirada la extrav¨ªa hacia los ventanales que descubren un barrio que se sacude tambi¨¦n el polvo, reinvent¨¢ndose en otro que aquellos ojos no reconocen.
-?Buenos d¨ªas!, dice un hombre al entrar.
-?Buenos d¨ªas!, contestan todos.
Lo que tiene el bar Am¨¦rica que no tienen otros bares es ese ambiente familiar que se ha convertido en el refugio de una clase trabajadora que se re¨²ne ah¨ª como si fuera el sal¨®n de su hogar.
-?Co?o, que te lleves a esta criatura a su casa!, pide Alfredo a su hija cuando descubre al nieto de seis a?os corriendo por el bar.
Una mujer mayor llega al bar jalando el carrito de la compra. Se sienta y descansa sus gruesas pantorrillas dejando ver esas medias transparentes enroscadas una a la rodilla y otra al tobillo. En la mesa contigua, est¨¢ el grupo de marroqu¨ªes que se re¨²nen a jugar al domin¨® y en la barra, dos chicas que se toman un tinto. Junto a ellas, un argelino que dej¨® hace 10 a?os el desierto del S¨¢hara toma un expreso y confiesa que acude al bar Am¨¦rica porque es donde se sirve el mejor caf¨¦.
El segoviano, asiduo cliente desde hace dos d¨¦cadas, termina su ca?a y avisa de que se retira porque debe ir por su nieta al colegio, no sin antes compartir que ¨¦l era pintor "no de cuadros, sino de brocha gorda". El extreme?o en una mesa y el gallego en otra giran sus sillas hacia la conversaci¨®n que m¨¢s les interesa. Esta vez la de los andaluces:
-El otro d¨ªa los Mossos pararon a mi marido.
-?As¨ª nada ma?
-Le pidieron su DNI y cuando lo sac¨® le dijeron: perd¨®n pensamos que era moro.
-Yo siempre he vivido aqu¨ª en el Raval, si me quitan de aqu¨ª me muero. ?Verda, Alfredo? ?Cu¨¢nto tiempo llevo viviendo aqu¨ª?
Alfredo, desde la barra oye al grupo de jubilados, pero no responde. Esta vez su mirada la tiene fija en aquella joven de minifalda que aparece en el televisor y s¨®lo la vendedora de loter¨ªa que le pone la tira en sus ojos, logra regresarlo del embeleso. Alfredo le compra dos billetes, aunque sabe que el premio mayor es su bar, el que adquiri¨® en 1979 cuando ya ten¨ªa el nombre de bar Am¨¦rica.
-Ya me faltan cuatro a?os para jubilarme.
- ?Y qu¨¦ va a hacer con el bar?, le pregunto.
-Venderlo. Mi hijo estudia para ingeniero y no quiere hacerse cargo. A diario recibo ofertas de compradores, desde italianos hasta paquistan¨ªes, que quieren el local.
-?Y a quien se lo va a vender?
-A quien pague mejor.
La nostalgia prematura de un bar que pronto desaparecer¨¢, est¨¢ latente en esos sorbos de caf¨¦; al igual que ese letrero abandonado que espera ser colocado como reliquia urbana, en un sitio donde se recordar¨¢ que alguna vez existi¨® un lugar llamado bar Am¨¦rica.
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