La vida dentro de un t¨²nel
Decenas de indigentes habitan desde hace meses en el paso subterr¨¢neo de la plaza de Espa?a
En uno de los edificios de la calle de la Princesa hay un cartel de "se vende piso". Es un s¨¦ptimo. Desde all¨ª se ven los tejados y el cielo azul. Tiene 400 metros cuadrados y su precio est¨¢ en torno a los dos millones de euros. A unos doscientos metros de all¨ª est¨¢ la plaza de Espa?a. Bajo ella, en el paso subterr¨¢neo que lleva a la calle de Ferraz, tambi¨¦n existen viviendas. Son 11, con s¨¢banas por tabiques. Miden poco m¨¢s que un colch¨®n. Desde all¨ª no se ve el cielo. La luz naranja del t¨²nel recuerda m¨¢s al infierno.
Las viviendas parecen salir de la pared. Est¨¢n separadas por s¨¢banas, telas y pl¨¢sticos que cuelgan de hilos o de cables que van de la pared a las columnas que dan al t¨²nel. Ocupan casi todo el paso subterr¨¢neo.
"Fijos somos unos 30, pero ¨²ltimamente por las noches viene mucha m¨¢s gente y se tienen que poner donde pueden", explica ?ngel. Tiene 50 a?os. Es extreme?o. Tiene el pelo y el bigote canosos. Viste unos vaqueros, unas zapatillas deportivas y una camiseta azul. Lleva una venda en la oreja. "De un ara?azo".
Sentado en una silla, con tranquilidad, cuenta su historia. Ha estado en la c¨¢rcel, "la ¨²ltima vez cuatro a?os". Sali¨® en diciembre. "Estuve en un albergue, pero me echaron y ya me vine para aqu¨ª. Hay gente que lleva mucho m¨¢s que yo", cuenta. ?ngel comparte cuarto con su compa?era. Sus vecinos son cubanos, espa?oles, rumanos, africanos... "No hay peleas ni nada de eso. A veces s¨ª que discutimos, pero como har¨ªa cualquier vecino", dice.
?C¨®mo es un d¨ªa en ese balc¨®n que da al t¨²nel? Cada uno se busca la vida como puede. Unos salen a buscar trabajo, otros a pedir. Abdellatif es marroqu¨ª, tiene 43 a?os. Los d¨ªas que ha trabajado lo ha hecho como electricista. "Antes me llamaban para contratarme, pero perd¨ª el m¨®vil y ahora tengo que ir por las ma?anas a ver si hay algo". Si hay algo, puede llegar a ganar 45 euros al d¨ªa. Si no, volver¨¢ al t¨²nel a pasar las horas.
"Para m¨ª depende de c¨®mo est¨¦ de ¨¢nimo. Si estoy deprimido, me voy al parque a llorar o al centro en el que me dan la metadona. Si no, echamos una partida de domin¨®, o unas cartas, o compartimos el vino que traiga alguno", dice ?ngel.
Pocos de los que all¨ª viven quieren hablar con la prensa. Algunas cortinas se cierran. "Es que han salido en alg¨²n programa, aunque pidieron que no les sacaran", explica ?ngel.
Una mujer usa una escoba y un recogedor para limpiar el suelo. Las ¨²nicas manchas son las que vienen de las goteras del techo. Los operarios municipales limpian los fines de semana. Durante la semana, lo hacen ellos mismos. "La gente ha dicho que esto est¨¢ sucio y que aqu¨ª huele mal, pero no es verdad. Es m¨¢s, son los ni?atos que vienen a hacer botell¨®n los que m¨¢s ensucian". La polic¨ªa nacional dice que no dan problemas.
Roger, un angole?o de 28 a?os, muestra su cuarto. Una mirada basta para verlo todo. En el centro hay un colch¨®n. En los extremos est¨¢ el mismo colch¨®n, rodeado de pares de zapatos y bolsas con ropa y comida. "No es nuestra intenci¨®n estar aqu¨ª" dice en un espa?ol aprendido tras 10 a?os en el pa¨ªs, "pero si cuando viene la polic¨ªa nos quitan la documentaci¨®n, ?c¨®mo quieren que trabajemos para tener una casa, cojones?".
Su amigo Avelino, de Guinea Ecuatorial, visita a Roger con frecuencia. Viste corbata, boina verde y lleva los peri¨®dicos del d¨ªa en la mano. "Hay que mostrar esta realidad dura, denigrante y deplorable", dice, mientras pasea con Roger por la plaza de Espa?a mostr¨¢ndole la realidad. La otra realidad.
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