El p¨²blico
"A tu p¨²blico no le debes nada". Eso dec¨ªa un m¨²sico tan genial como neur¨®tico llamado Glenn Gould. Esta afirmaci¨®n parecer¨ªa anatema en boca de un torero. M¨¢s bien lo que se suele o¨ªr es exactamente lo contrario: "Sin el p¨²blico no soy nada", "todo se lo debo al p¨²blico" y dem¨¢s monsergas que complacen al monstruo. Y, sin embargo, el buen torero sabe que Gould ten¨ªa toda la raz¨®n, que al p¨²blico no se le debe nada y que a quien se le debe todo es a s¨ª mismo, a los propios fantasmas, a los viejos maestros, a lo que so?¨® un buen d¨ªa y espera alcanzar ma?ana. Es m¨¢s, puestos a fijar un deudor, el ¨²nico, y adem¨¢s insolvente, es el p¨²blico.
El p¨²blico lo sabe. Basta con recordar los d¨ªas grandes. Uno sale de la plaza abrumado, pues abrumadora es la sensaci¨®n de haber recibido un regalo otorgado graciosamente y que nunca se podr¨¢ devolver. Por eso, m¨¢s all¨¢ del aire de fiesta al abandonar la plaza, lo que oscuramente domina es la sensaci¨®n de una deuda infinita con quien ha mostrado la cara heroica y bella del ser humano. Una deuda impagable, que pesa, abruma.
Pero nadie acepta ser por siempre deudor insolvente. Contra la asunci¨®n de este destino abrumador conspira la ficci¨®n que se construye el p¨²blico mientras mira, dice, grita, vitupera y aplaude en la plaza. Esta ficci¨®n consiste en hacer como si se fuera un soberano que otorga y quita libremente lo que su s¨²bdito, ese ser humano que lidia y se arriesga, est¨¢ obligado a hacer. De ah¨ª esas ¨ªnfulas de examinador, ese pretenderse c¨¢tedra exigente, ese libre insultar a quien est¨¢ enfrentado al mism¨ªsimo Satan¨¢s. El p¨²blico hace aspavientos de acreedor y, exhibiendo la entrada pagada y su alto saber, parece pedirle al torero lo que ¨¦ste le debe. S¨®lo logra llevar a puerto esta pretensi¨®n cuando asiste a su fracaso. Entonces s¨ª, ante el fracaso del torero que otras tardes fue aclamado, el p¨²blico afirma su soberan¨ªa y subraya firmemente que nadie es m¨¢s que nadie, que el h¨¦roe no existe y que, como era de esperar, todos intentamos eludir la muerte aunque se pierda en el camino la dignidad. Por eso, el amor secreto de la plaza, el verdadero deseo del p¨²blico es el fracaso: verlo, dictaminarlo, sancionarlo, mostrando al final la superioridad de quien se qued¨® en el tendido y se ha limitado a ser casero, hablador o, a lo m¨¢s, festivo. Y no se trata del fracaso tr¨¢gico, pues ¨¦ste, como sab¨ªan S¨®focles y su p¨²blico, no mostraba sino la grandeza del hombre. El fracaso que el p¨²blico de la plaza ama es otro: un puro complacerse en las limitaciones casposas de lo humano.
Evidentemente, quien desea secretamente el fracaso, pero act¨²a p¨²blicamente como si ese deseo le fuera extra?o, es lo suficientemente ambivalente como para esperar que de vez en cuando no queden confirmados los t¨®picos sobre la grisura del mundo. Y es entonces cuando se recibe ese regalo que el torero otorga en el d¨ªa grande. Ciertamente, el que est¨¢ ah¨ª abajo, en el redondel, quiere ser reconocido y querido. Es m¨¢s, puede tener motivaciones muy a ras de tierra: salir del anonimato, de la miseria o del desprecio del padre. Todas estas motivaciones intervienen, pero ninguna explica suficientemente el prodigio de su haza?a. Se puede interpretar ¨¦sta de muchas maneras: exhibici¨®n de majeza y valor, cumplimiento de un ritual ancestral, est¨¦tica de movimientos armoniosos e imposibles, racionalizaci¨®n y dominio t¨¦cnico de la naturaleza... Todas ¨¦stas son interpretaciones de peso. En cualquier caso, lo que el torero hace es el entrecruce improbable de todo ello. Cuando tal cosa ocurre hay una explosi¨®n de j¨²bilo y reconocimiento que nadie otorga graciosamente, sino que se concede porque se est¨¢ obligado a hacerlo. Si no se hiciera, clamar¨ªan todas las criaturas, pues todas saben que la ¨²nica virtud del hombre es ser valiente. Con todo siempre habr¨¢ alguien que se resistir¨¢, y en la ch¨¢chara tras el prodigio, objetar¨¢ esto o lo otro, alg¨²n detalle, miope como el ayuda de c¨¢mara que ha visto vestirse al h¨¦roe y no es capaz de reconocerlo.
Ram¨®n Ramos Torre es catedr¨¢tico de Sociolog¨ªa de la Universidad Complutense.
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