Para que yo lo leyera
Hace dos domingos habl¨¦ aqu¨ª de las citas, las frases, las m¨²sicas tan gastadas que, habi¨¦ndolas encontrado una vez maravillosas, acabamos por no soportarlas. Con los libros sobre todo, pero tambi¨¦n con las pel¨ªculas y las composiciones, ocurre a menudo algo relacionado con aquello, pero a¨²n m¨¢s misterioso. Todo aficionado a esas artes ha experimentado, en su juventud al menos, la sensaci¨®n de "apropiaci¨®n" de lo que lee, ve o escucha. De que esas obras estaban hechas para uno y nada m¨¢s que para uno. De que la voz del autor se dirig¨ªa s¨®lo a nosotros (es decir, "a m¨ª"), o las im¨¢genes del director, o las notas del compositor, y de que ¨¦ramos los ¨²nicos que las conoc¨ªamos, o, si no, quienes mejor, y quienes las entend¨ªamos cabalmente. Como es natural, uno se va dando cuenta de que no es as¨ª, de que otros muchos lectores, espectadores u oyentes tambi¨¦n est¨¢n familiarizados con esas obras y acaso han sentido lo mismo, y entonces no se puede evitar ver a esos otros como a "usurpadores" o "copiones". No es raro el caso en que los devotos de un escritor, cineasta o m¨²sico, al comprobar que ¨¦stos tienen demasiado ¨¦xito o que demasiadas personas los admiran, desertan, por as¨ª decir, o se convierten en desafectos y aun en detractores. Es como si pens¨¢ramos: "Si ya gustan a tanta gente, entonces yo me doy de baja y me aparto". No se trata s¨®lo ¨Caunque tambi¨¦n¨C de una postura elitista, o de que resulte imposible pertenecer a los "iniciados" en algo cuando ya son legi¨®n los que se inician, sino de que sentimos una especie de "desposesi¨®n" ("Esto ya no es s¨®lo m¨ªo"), o que no contaminan a nuestros favoritos.
A¨²n es peor cuando descubrimos que compartimos pasiones con individuos que nos desagradan, o que nos caen como un tiro, o a los que tenemos en poco, o que nos parecen simples majaderos. Por supuesto se da con los cl¨¢sicos. Hace dos a?os todo el mundo ten¨ªa "su" Quijote, y probablemente cada uno de nosotros sinti¨® que muchos de los dem¨¢s no dec¨ªan m¨¢s que sandeces acerca de esa novela, aun partiendo todos del entusiasmo. Todos ten¨ªamos, tal vez, la convicci¨®n ¨ªntima de que nuestra lectura era la "verdadera", y hasta cierto punto demente segu¨ªamos creyendo que Cervantes la escribi¨® para nosotros casi en exclusiva. A¨²n m¨¢s arduo se hace ver que quienes consideramos aut¨¦nticos memos descubren de pronto a un autor de nuestra preferencia, y empiezan a citarlo y a glosarlo, en cierto sentido a "apropi¨¢rselo", y nos lo echan a perder o casi. No s¨¦, si un columnista dado a manosear cuanto toca y con frecuencia a apolillarlo, se deslumbra un d¨ªa con Chesterton y habla de ¨¦l constantemente convirti¨¦ndolo en un beato s¨®rdido, no podemos evitar sentir "manchado" al jovial Chesterton, o que nos lo est¨¢n dejando inservible. Y si vemos que alguien a quien poco respetamos dice que sus pel¨ªculas predilectas son las mismas que las nuestras, digamos Centauros del desierto, Dos cabalgan juntos y El hombre que mat¨® a Liberty Valance, tenemos la sensaci¨®n de que las est¨¢ profanando. Huelga decir que lo mismo les pasar¨¢ a ellos cuando nos oigan a nosotros ensalzar a Chesterton (no precisamente por beato) o esas tres cumbres de John Ford. Obviamente, ninguno tendremos raz¨®n, y por eso hablo de sensaciones, no de juicios.
Lo extraordinario de la literatura (quiz¨¢ en menor grado del cine y la m¨²sica, porque en estas artes no hay una voz que cuenta y persuade y susurra, y el decir es lo que m¨¢s cautiva) es que, cuando uno ya sabe que nada es s¨®lo suyo, y que adem¨¢s puede compartir entusiasmos con quien m¨¢s desprecia, siempre prevalece ese pueril sentimiento de que nadie como uno ha le¨ªdo a tal autor o tal obra. Nuestra experiencia personal pervive, y, tras los "desenga?os", uno puede seguir creyendo que el escritor se dirigi¨® s¨®lo a nosotros. Acaba de celebrarse el centenario de Herg¨¦, el creador de Tint¨ªn, y uno ha constatado, por si no lo sab¨ªa bastante, que Tint¨ªn y Haddock son un lugar com¨²n y pertenecen a la humanidad entera. Y sin embargo nada podr¨¢ borrar la emoci¨®n que yo tuve de ni?o cuando le¨ªa sus ¨¢lbumes, como nada le borrar¨¢ la suya a Arturo P¨¦rez-Reverte, por mencionar a un tintin¨®filo tan confeso que hasta lo imit¨®, en parte, al elegir su vida de reportero. Ambos ¨Cy millones m¨¢s¨C seguiremos pensando: "Estos relatos se hicieron para que yo los mirara y leyera". Eso es lo admirable del asunto: que aunque los hombres lleven siglos leyendo la Iliada, y nosotros no descubramos nada al ech¨¢rnosla a los ojos, el acto de nuestra lectura s¨ª que nos es propio y la obra en cuesti¨®n es entonces tan nueva como si la acabara de componer Homero. Eso s¨ª que no nos lo puede "usurpar" nadie. Recuerdo haber le¨ªdo Madame Bovary en una casa de campo en Gerona, a solas, con ladridos de perros en la lejan¨ªa, sobrecogido. Para m¨ª no hay otra Bovary que esa, as¨ª existan sesudos estudios e interpretaciones muy sabias de ella. En el fondo es una suerte que sea imposible lo que dese¨® Woody Allen en la cola de un cine, al o¨ªr a un tipo disertar est¨²pida y pedantemente sobre McLuhan: que el propio McLuhan apareciera en la cola y le echara un rapapolvo al idiota, dici¨¦ndole: "Usted no ha entendido nada". Porque qui¨¦n sabe si no ser¨ªa a nosotros, y no a los otros, a quienes nos soltaran eso Cervantes u Homero, Flaubert, John Ford o Chesterton, haci¨¦ndonos picadillo.
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