En el error, erre que erre
Como bien saben los mentirosos y los estafadores, somos una especie bastante confiada. Tenemos una natural disposici¨®n a creer en lo que los dem¨¢s nos dicen o, al menos, a creer que nos lo dicen sin intenci¨®n de enga?arnos. La mentira funciona sobre el horizonte de la confianza. Sin monedas de curso legal no cabr¨ªan las falsificaciones. Un elemental compromiso con la verdad, un entramado de creencias sobre la sinceridad de las creencias de los dem¨¢s, es una de las argamasas que mantienen unidas a las sociedades. Quiz¨¢ resulte exagerado creer a alguien cuando nos dice "te quiero", pero estamos convencidos de que cuando nos dice "son las cinco y cuarto" no nos est¨¢ queriendo decir "me han despedido del trabajo". ?sa es la confianza m¨ªnima, compartida, sin la cual no hay manera. Si, adem¨¢s, experimentamos alguna simpat¨ªa o afecto por nuestro interlocutor, la ingenuidad es mayor. Todos pueden enga?arnos, pero aquellos con quienes compartimos mayores ¨¢mbitos de confianza pueden enga?arnos mucho m¨¢s.
Perder la confianza cuesta. Cuesta, en primer lugar, porque cuesta corregir nuestras opiniones. El proceso de formaci¨®n de nuestras creencias cotidianas dista de ser un ejemplo de pulcritud epistemol¨®gica. En una agria pol¨¦mica con Steven Pinker, el ling¨¹ista y cient¨ªfico cognitivo George Lakoff recordaba que nuestro cerebro opera con estructuras y met¨¢foras conceptuales, im¨¢genes m¨¢s o menos esquematizadas que nos permiten ordenar nuestras experiencias. Recogemos aquella informaci¨®n que confirma nuestros juicios e ignoramos los datos que no encajan en el bastidor o los interpretamos para acomodarlos.
Por supuesto, cuando siguen goteando las pruebas en contra, resulta dif¨ªcil mantener el cuadro. Lo com¨²n es que, de pronto, cierto d¨ªa, un dato menor, acaso irrelevante, derrumbe las ficciones. La informaci¨®n encaja reordenada en una nueva composici¨®n. Todo se acaba por entender, incluso aquello que no se quer¨ªa ver. Quienes hayan sido v¨ªctimas de una estafa personal o material conocen la experiencia. Lo que nos resist¨ªamos a admitir se impone. Tambi¨¦n se impone algo m¨¢s deprimente: ¨¦ramos unos cr¨¦dulos. ?sa es la segunda raz¨®n para resistirse a perder la confianza: la autoestima est¨¢ en juego. Es doloroso admitir que somos unos gilipollas. Hay una ¨²ltima raz¨®n para el empecinamiento: el empecinamiento mismo. Cuando las creencias no tuvieron otro soporte que las ganas de creer es dif¨ªcil que ning¨²n hecho nuevo las corrija. Quien siempre prescindi¨® de los hechos para formar sus creencias puede seguir prescindiendo de los hechos para modificarlas. A menos datos, m¨¢s fe. Se ha invertido mucha carga psicol¨®gica o afectiva para estar atentos a la endeblez de hechos y razones. El fen¨®meno es conocido por los psicoeconomistas. Podemos asistir a un espect¨¢culo que ya ha dejado de interesarnos y al que no asistir¨ªamos si fuera gratis, simplemente porque meses atr¨¢s compramos la entrada. Una propuesta que ofrecida hoy no nos interesar¨ªa nos sigue atando por pura inercia, porque un d¨ªa empe?amos en ella dineros o afectos. Si este comportamiento irracional se da hasta en las inversiones en Bolsa, imaginemos lo que sucede cuando lo comprometido es la identidad. Es dif¨ªcil apearse de la propia biograf¨ªa. Y el yo que llegar¨¢ a ser no est¨¢ en condiciones de tomar decisiones hoy. De poco sirve anticipar que, reconocidos los errores, cierto d¨ªa se conquistar¨¢ una mirada limpia, sin auto-enga?os. La serenidad futura no se disfruta en el presente. En medio s¨®lo queda un temido tr¨¢nsito, desamparados, sin los materiales que aseguraron la idea que ten¨ªamos de nosotros mismos.
Creo que las consideraciones anteriores ayudan a entender la persistencia en el error de Zapatero, su dificultad para rectificar, para reconocer las se?ales, y hasta su imagen descompuesta cuando ya no queda ni el clavo ardiendo. Al menos, pueden ayudarnos mejor que la hip¨®tesis de su mala fe, difundida por una parte de la derecha, seg¨²n la cual su modo de acabar con ETA era d¨¢ndole la raz¨®n, accediendo a sus exigencias. Una hip¨®tesis dif¨ªcil de sostener. Es cierto que el presidente ha hecho trampas. Una y mil veces negaba hacer lo que hoy sabemos que estaba haciendo. Incluso estiraba las palabras hasta vaciarlas de todo sentido, a veces de un modo particularmente ofensivo, para la inteligencia y para la instituci¨®n, como sucedi¨® cuando una comparecencia ante el Congreso se convirti¨® en una comparencia ante los periodistas en una sala del Congreso. No son fuller¨ªas menores. Por las que ha pagado dos veces: ante la opini¨®n p¨²blica, perdiendo cr¨¦dito cuando sus ¨¦nfasis no casaban con los acontecimientos, con las pistolas, los zulos y las extorsiones; y ante los terroristas, que cobran a plazos, dispuestos a contarlo todo cuando les convenga.
Todo eso es verdad pero no es mala fe. Si el Gobierno "se hubiera rendido" no estar¨ªamos donde estamos. En realidad, el problema es el contrario: todo se quer¨ªa disculpar por la enorme fe del presidente en "el proceso". Una fe que se aguantaba a pulso. "El proceso" no estaba en el punto de partida, en el programa electoral. Y los resultados a la vista est¨¢n: la mejor muestra de que faltaban razones. La apelaci¨®n continua a explotar "la m¨ªnima oportunidad" es, desde bastantes puntos de vista, una declaraci¨®n de disposici¨®n a actuar sin razones, sin pruebas. Mejor dicho, a pesar de las pruebas en contra. El ¨²nico argumento invocado era la confianza: "¨¦l sab¨ªa". Pues bien, ahora sabemos que no sab¨ªa, que la ¨²nica raz¨®n para creer era la propia voluntad de creer. Cuando se ha comprometido tanta fe, cuesta descreer y apearse. Una inversi¨®n psicol¨®gica extraordinaria, no muy diferente de la de Aznar y sus armas de destrucci¨®n masiva. Zapatero no nos enga?¨® porque se enga?¨® a s¨ª mismo.
Zapatero ha sido muy confiado. M¨¢s exactamente, ha confiado m¨¢s en lo que ETA dec¨ªa que en lo que mostraban los datos. No es tan raro. Detr¨¢s de buena parte de los reproches a ETA hay una enorme demostraci¨®n de confianza en ETA. Cuando se usan expresiones del tipo "ETA se equivoca", "ETA tiene que darse cuenta", "al final, ETA entender¨¢ que tiene que negociar", adem¨¢s de abaratarle los cr¨ªmenes, de darle un cr¨¦dito a fondo perdido a la organizaci¨®n terrorista, a la que se sugiere que siempre podr¨¢ poner a cero el contador, que, en el peor de los casos, si abandona la violencia, podr¨¢ salir sin gloria pero sin pena, se le otorga la condici¨®n de sujeto respetuoso con principios c¨ªvicos. A Hitler o a Al Capone nadie les dijo que se equivocaban. Cuando a alguien le decimos que nos ha defraudado lo ponemos frente al espejo del buen comportamiento que esper¨¢bamos de ¨¦l. En todo reproche hay un dep¨®sito de confianza moral en el destinatario. Cuando no hay nada que esperar no hay nada que decir.
De modo que no, Zapatero no ten¨ªa mala intenci¨®n. Pero eso no lo hace menos responsable. Lo que no puede, cuando llega la hora de dar explicaciones, es invocar sus buenas intenciones, su "derecho y deber" a intentar la paz. Uno no est¨¢ obligado a explotar la m¨ªnima posibilidad cuando la "m¨ªnima posibilidad" tiende a cero. Al contrario, est¨¢ obligado a no intentar lo que con bastante probabilidad conduce al fracaso. Esto no es un colegio. Es la pol¨ªtica. Es la vida.
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de ?tica y Econom¨ªa de la Universidad de Barcelona.
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