Sobre la pervivencia del terror
Lamento no acabar de creerme dos de los t¨®picos m¨¢s asentados del discurso antiterrorista. No creo que vayamos a "derrotar esa lacra", como se repite una y otra vez, ni creo tampoco que en las condiciones que estamos creando entre todos sea verdad aquello de que con los actos de terror nunca se gana nada. La realidad viene a desmentir ambos p¨ªos deseos. A lo mejor no es ocioso que intente explicar por qu¨¦. En su notable libro Calamidades, Ernesto Garz¨®n Vald¨¦s presenta un acercamiento conceptual muy preciso a la noci¨®n de terrorismo. Extraigo de su amplia definici¨®n algunos de sus ingredientes decisivos: el terrorismo es el m¨¦todo de usar de modo imprevisible la violencia para provocar el temor generalizado con miras a influir en el comportamiento de terceros para obtener objetivos pol¨ªticos. Acto de violencia, pues, temor generalizado y reacci¨®n de terceros. Rep¨¢rese en que de los tres tan s¨®lo el primero incumbe ¨²nicamente al terrorista. Los otros dos est¨¢n mediados por nuestros comportamientos colectivos, y mi escepticismo descansa en que all¨¢ donde mire no acierto a ver ning¨²n indicio de que estemos dispuestos a interrumpir esa mediaci¨®n.
Para hacer el viaje desde el acto terrorista al temor generalizado de la poblaci¨®n se necesita un vi¨¢tico imprescindible: la publicidad del acto. Hasta el punto de que hay autores que hablan del "ox¨ªgeno de la publicidad" como condici¨®n del terror. Vale la pena advertir que, a diferencia del terrorismo de Estado o la delincuencia com¨²n, que buscan ampararse en el secreto y la opacidad, el terrorismo pol¨ªtico busca deliberadamente la publicidad; su acto mismo de terror pretende precisamente ser un acto publicitario. Sin ese ox¨ªgeno de la publicidad, por tanto, se debilitar¨ªa fatalmente como fen¨®meno pol¨ªtico. Pues bien, nosotros estamos dispuestos, al parecer, a suministrarlo ilimitadamente. No hay nada relacionado con ¨¦l a lo que no le demos inmediatamente una trascendencia medi¨¢tica inusitada. Aun si con ello estamos poniendo una de las condiciones para su reproducci¨®n y perdurabilidad. Por supuesto que la naturaleza misma de nuestras sociedades como sociedades abiertas tiene que contar con la publicidad como elemento esencial, pero una cosa es eso y otra muy distinta hacer del terrorismo y sus actos un objeto prioritario del mensaje pol¨ªtico. Esto es lo que, sin ir m¨¢s lejos, est¨¢ pasando hoy en Espa?a. Hemos entrado en una espiral viciosa que no hace sino realimentar el fen¨®meno terrorista que decimos querer derrotar. En la pasada campa?a electoral, las cosas han llegado a un punto en que uno no sabr¨ªa decir muy bien si, por paradoja, aquellos que se jactan de ser los m¨¢s fieros enemigos del etarra no se hayan transformado en sus aliados m¨¢s constantes. Los mensajes del Partido Popular, los informativos de la cadena episcopal, algunos diarios nacionales o los noticiarios de la cadena auton¨®mica de Madrid parecen haber incorporado una obsesi¨®n malsana por subrayar hasta extremos inconcebibles una presencia del terrorismo que dista de tener esa realidad ni de merecer ese tiempo. Se han tornado as¨ª en una suerte de agentes art¨ªsticos o teatrales involuntarios de ETA, comisionados por lo que parece para otorgar a cualquier minucia que hagan sus miembros un papel de protagonismo en la escena pol¨ªtica y social espa?ola. Que un sujeto insignificante y vil como De Juana Chaos haya sido premiado con el oscar de presencia medi¨¢tica en los ¨²ltimos meses es una de las haza?as m¨¢s necias y da?inas de la pr¨¢ctica pol¨ªtica de los partidos y los medios desde que empez¨® la transici¨®n. No hay m¨¢s que asistir a su resurrecci¨®n como h¨¦roe nacional despu¨¦s de esa insensata dosis de ox¨ªgeno que le han facilitado precisamente quienes m¨¢s parec¨ªan odiarle.
De que con esos y otros est¨²pidos alardes publicitarios hemos pasado del acto aislado de terror al temor generalizado de la poblaci¨®n, no cabe albergar ya duda alguna. Seg¨²n datos fiables, que tambi¨¦n se dedican a recordar, venga o no venga a
cuento, esos profesionales de la inquietud, los espa?oles han vuelto a considerar al terrorismo entre sus primeras preocupaciones. Que un ciudadano de este pa¨ªs tema un atentado m¨¢s que, pongamos por caso, un accidente de tr¨¢fico o un c¨¢ncer de colon, es una de esas muestras de necedad colectiva que a veces exhiben los pueblos mal informados. Ser v¨ªctima de un acto terrorista es un suceso con una probabilidad estad¨ªstica cercana a la nada. Pero claro, una cosa es el riesgo y otra la percepci¨®n que se tiene de ¨¦l, y los hay empe?ados en prestar al terror ese servicio inestimable que se ha llamado amplificaci¨®n social del riesgo sin el que lo m¨¢s probable es que acabara por ser un fen¨®meno marginal e inconsistente. Por las consecuencias de esa amplificaci¨®n, naturalmente, nadie responde.
Y las consecuencias tienen una relaci¨®n muy directa con ese otro t¨®pico en el que antes dec¨ªa que tampoco creo. Ese que afirma que con sus actos los terroristas nunca ganar¨¢n nada. Las condiciones que hemos puesto entre todos hacen esta aseveraci¨®n falsa. Mencionar¨¦ solamente tres de esas ganancias. La primera, y la m¨¢s evidente, la que recibe el propio terrorista al ver transformada su crueldad ocasional en un ingrediente del destino de un pueblo. Con s¨®lo alterar la agenda pol¨ªtica de una comunidad moderna, el terrorista ya ha conseguido una parte de lo que buscaba. Al ser vehiculada por los medios, su acci¨®n violenta acaba por tornar a un grupo insignificante en un actor del proceso pol¨ªtico. Por disparatada que sea su causa, s¨®lo por ser el actor de esa violencia ocasional que se amplifica insensatamente, se le incorpora a la trama de la comunidad. Hemos dado ya el primer paso en su favor. La segunda ganancia evidente es la que relaciona inversamente la libertad y el miedo. El temor generalizado determina que las sociedades abiertas basadas en la libertad se vayan cerrando sobre s¨ª mismas paulatinamente. Y al hacerlo adquieren inadvertidamente los rasgos agresivos que sirven de pretexto al grupo que ejerce el terror. Esta retroalimentaci¨®n est¨¢ ya demasiado estudiada como para que pueda pillarnos por sorpresa. Cuanto m¨¢s dura e irreflexiva es la reacci¨®n social del miedo, m¨¢s parecida es la sociedad que lo segrega al enemigo que ha inventado el terrorismo. No hay ejemplo m¨¢s exacto de lo que es una cultura amenazante e invasora que la amenaza armada y la invasi¨®n militar. La coalici¨®n militar que asalt¨® ilegalmente Irak ha dado a Al Qaeda exactamente lo que ¨¦sta quer¨ªa. Todo un regalo para el terrorismo isl¨¢mico, un r¨¦dito que ni por asomo pudiera haber imaginado ingresar.
Y hay que hablar, por ¨²ltimo, de una ganancia triste y desalentadora. La que se puede obtener haciendo aspavientos sobre el terrorismo en el debate electoral. La ecuaci¨®n es tan elemental como c¨ªnica. Si el pueblo est¨¢ atemorizado, recurramos a su temor para inclinar su voto hacia nosotros. No poca de la compulsi¨®n medi¨¢tica que padecemos descansa obscenamente en esa ecuaci¨®n. Seguramente, tambi¨¦n la estrategia pol¨ªtica de nuestra inefable derecha. Y, deploro decirlo, alguna de las pr¨¢cticas en que se han embarcado ciertos sectores de las propias v¨ªctimas. M¨¢s all¨¢ de la indignidad que supone acercar el ascua viva que para todos han de ser los muertos a la sardina electoral de cualquiera, est¨¢ la paradoja perversa que se esconde tras esa indignidad. Si las v¨ªctimas producen votos, una manera posible de ganar votos es incrementar el n¨²mero de v¨ªctimas o ignorar su situaci¨®n. En esto, la l¨®gica de ese tipo inmundo de pescador electoral no difiere gran cosa de la l¨®gica propia del etarra. Ambos est¨¢n en la empresa de utilizar a las v¨ªctimas para conseguir objetivos pol¨ªticos en virtud de la reacci¨®n que la sociedad desarrolla ante el terror. Y cualquiera que sea el oscuro motivo que los empuja, parece probable que con sus comportamientos alienten la perdurabilidad del fen¨®meno mismo cuya derrota tendr¨ªa que dar sentido a sus vidas.
La pervivencia del terrorismo no depende s¨®lo de que haya actos de terror. En una sociedad compleja, bastante an¨®mica y presidida por el incesante desarrollo de la tecnolog¨ªa, es seguramente imposible pensar que no se produzcan. Pero su dimensi¨®n social y pol¨ªtica depende en gran medida de nuestra actitud individual y colectiva hacia ellos. Y no veo por ninguna parte que seamos conscientes de ello.
Francisco J. Laporta es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa del Derecho de la Universidad Aut¨®noma de Madrid.
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