El club de los dramaturgos muertos
El mejor dramaturgo es el dramaturgo muerto, debi¨® pensar Muriel Mayette, m¨¢xima responsable de la Com¨¦die Fran-?aise, cuando, elev¨¢ndole al pante¨®n de los cl¨¢sicos, program¨® y dirigi¨® ella misma en el primer teatro de Francia la obra de Bernard-Marie Kolt¨¨s Le retour au desert (Retorno al desierto). Kolt¨¨s, muerto en 1989 a los 41 a?os, es sin duda uno de los grandes escritores dram¨¢ticos del siglo XX, y hasta en Espa?a se le ha representado -comparativamente hablando- con cierta frecuencia, mejor a mi juicio en catal¨¢n que en castellano. Retorno al desierto fue estrenada en Par¨ªs en 1988, estando ya su autor gravemente enfermo de sida, bajo la direcci¨®n de su amigo y habitual colaborador Patrice Ch¨¦reau, quien, en un reparto encabezado por Michel Piccoli, respet¨® el expreso deseo de Kolt¨¨s de que el personaje de Aziz, un sirviente argelino biling¨¹e, fuese interpretado por un actor ¨¢rabe. Fallecido Bernard-Marie, su hermano Fran?ois pas¨® a ser derechohabiente y albacea muy entregado: sigui¨® de cerca en 1990 el estreno p¨®stumo de Roberto Zucco en Berl¨ªn, dirigida por Peter Stein, y desde entonces se ha ocupado personalmente de la edici¨®n de numerosos textos teatrales y novelescos del hermano (algunos totalmente in¨¦ditos, otros conocidos s¨®lo por escenificaciones tempranas o marginales), que ¨¦l mismo ha supervisado y anotado.
A principios de este a?o, Fran?ois Kolt¨¨s acepta la proposici¨®n que en nombre de la Com¨¦die Fran?aise le hizo Muriel Mayette y firma un contrato para 30 representaciones de Retorno al desierto, aunque en un cruce de cartas posterior se habla de "un m¨ªnimo de 30". Estrenada la obra en febrero del 2007, Fran?ois, descontento por el hecho de que en el montaje el personaje de Aziz estuviese encarnado por un actor franc¨¦s (Michel Favory), inicia un pleito contra la Com¨¦die que ha ocupado (a veces en primera p¨¢gina) mucho espacio en la prensa francesa y acaba de resolverse judicialmente: el tribunal superior de Par¨ªs ha desestimado, en una sentencia un tanto salom¨®nica, la demanda, bas¨¢ndose en que en ning¨²n pasaje del texto se explicita esa condici¨®n ni se ha podido demostrar que el difunto Kolt¨¨s hubiera "sistem¨¢ticamente deseado que el personaje de Aziz fuese obligatoriamente interpretado por un ¨¢rabe argelino". Al litigante se le condena a pagar 20.000 euros de da?os y perjuicios por haber impedido la continuaci¨®n de las funciones, y, quit¨¢ndole la raz¨®n econ¨®mica, le concede un amparo moral: el tribunal no autoriza a la Com¨¦die a seguir presentando en escena ese montaje, a no ser que llegue a un acuerdo amistoso sobre el punto en litigio con Fran?ois Kolt¨¨s. Puesta entre la espada (de la justicia) y la pared de la fidelidad fraterna, tal vez Muriel Mayette decida regresar a una programaci¨®n a base de Corneille y Moli¨¨re: cl¨¢sicos muertos sin herederos respondones.
El asunto, dejando de lado sus detalles puramente contractuales, es apasionante, y tiene a mi modo de ver una gran relevancia en el debate sobre la autor¨ªa de las obras de arte que, para su realizaci¨®n final, parten de un libreto teatral, una partitura o un gui¨®n. Muriel Mayette plante¨® sin embargo su defensa en t¨¦rminos socio-¨¦tnicos, acusando a Fran?ois de "racismo a la inversa"; seg¨²n ella, esa condici¨®n impuesta por los Kolt¨¨s, el muerto y el vivo, denotar¨ªa "una falta alarmante de amplitud de miras espirituales y de reflexi¨®n sobre lo que es el teatro". Imposible una frase m¨¢s est¨²pida que la anterior. Las razones del deseo expresado en vida por Bernard-Marie podr¨¢n ser caprichosas, pero no m¨¢s que la decisi¨®n de un escritor de que los di¨¢logos de una novela que lleva su nombre en la portada aparezcan impresos sin guiones separatorios, o la de un pintor que le impone al comisario de una exposici¨®n propia un enmarcado peculiar o una colocaci¨®n distinta de sus cuadros, subrayando as¨ª lo que distingue al autor del delegado.
Hoy, por supuesto, nadie que aspire a vivir en el esp¨ªritu de su tiempo sostiene que los directores de escena sean delegados de los dramaturgos. El teatro vive el reinado absoluto de los grandes metteurs-en-sc¨¨ne, algo l¨®gico, pues sobre la escena vemos y no s¨®lo o¨ªmos, y es justo que la adoraci¨®n a los actores-divos se extienda a los directores-divos, entre los que, como en toda historia de las monarqu¨ªas, hay d¨¦spotas temibles pero tambi¨¦n reyes ilustrados.
En Espa?a, por hablar de lo conocido, existen directores de primera fila creativamente respetuosos con las piezas que montan (cl¨¢sicas o contempor¨¢neas), y otros m¨¢s dados a agitar y enturbiar (ellos lo llaman dinamizar), contradecir (ellos lo llaman actualizar), recortar (ellos lo llaman acomodar al tempo del espectador de hoy) y rescribir el texto de base, que ellos llaman "pasar por la dramaturgia", como se pasan por el turmix otros alimentos menos espirituales. Ese batido se hace unas veces con genuino talento esc¨¦nico, pero otras atendiendo primordialmente al efecto o a algo peor, la apropiaci¨®n indebida del principio de autor¨ªa literaria de la obra que se representa. Una de las pr¨¢cticas m¨¢s infames que se extiende en nuestro pa¨ªs, aceptada en m¨¢s de una ocasi¨®n por los teatros nacionales o p¨²blicos, es la de hacer "desaparecer" al autor. Yo he visto representaciones donde al nombre de, precisamente, Kolt¨¨s, no le segu¨ªa en el
programa ni en la carteler¨ªa el de ning¨²n traductor, estando la obra en castellano, y la misma defraudaci¨®n se lleva a cabo con los cl¨¢sicos, desde Shakespeare a O'Neill. ?Por divismo o por codicia? Con un poco de suerte se da el caso de que nos enteremos, generalmente en una entrevista que el director concede, de que ¨¦l mismo ha hecho la "versi¨®n", palabra que a fuerza de abuso produce ya aversi¨®n, y no s¨®lo a los traductores profesionales (iba a escribir "reales", en contraposici¨®n a los "virtuales"). Es la flamante figura del director de escena que, sin conocer las lenguas de origen del texto versionado ni tener capacidades literarias conocidas se atreve a presentar ante el p¨²blico esa corrupci¨®n interesada de lo escrito por algunos de los m¨¢s grandes nombres del canon teatral; el cobro de los derechos de autor, tanto del cl¨¢sico como del contempor¨¢neo, est¨¢ por medio.
Con motivo del proceso Kolt¨¨s se han evocado en Francia otros precedentes. En 1980, el director Daniel Mesguich present¨® un montaje de la obra de Paul Claudel T¨ºte d'or muy cargado de alusiones al nazismo y con un subtexto homosexual que ¨¦l ve¨ªa evidente en el original de Claudel. Los herederos protestaron, los directores de escena apoyaron a Mesguich y 400 escritores, encabezados por Jean-Paul Sartre, difundieron un manifiesto que terminaba as¨ª: "El grado de civilizaci¨®n de un pa¨ªs se mide por la protecci¨®n que concede al pleno ejercicio de los derechos de sus creadores". El montaje fue retirado. Tambi¨¦n franceses son los albaceas de Samuel Beckett, su editor y amigo ¨ªntimo J¨¦r?me Lindon, fallecido en el 2001, y ahora la hija de ¨¦ste, Ir¨¨ne, quienes, siguiendo los designios muy estrictos del escritor irland¨¦s, han impedido (cuando se enteran, que no es siempre) desvirtuaciones en los repartos de las obras beckettianas o collages de sus piezas teatrales no previstos por el autor.
Entrevistada en Le Monde a ra¨ªz del enfrentamiento de Fran-?ois Kolt¨¨s con la Com¨¦die Fran?aise, Ir¨¨ne Lindon dijo unas palabras que encuentro muy sensatas: "Kolt¨¨s y Beckett no son Moli¨¨re y Racine. La mayor parte de los espectadores que van a asistir a las representaciones descubren la obra por primera vez. Y eso he de tenerlo en cuenta. Para m¨ª es siempre m¨¢s f¨¢cil decir que s¨ª; todo el mundo est¨¢ contento. Pero ?qu¨¦ habr¨ªa pensado el autor?".
No sabemos lo que Calder¨®n o Shakespeare, ni siquiera don Jos¨¦ Zorrilla, habr¨ªan pensado de ciertos montajes modernos de sus obras, aunque la verdad es que la historia del teatro del siglo XX pasa por las figuras de muchos extraordinarios directores de escena (Brooks, Strehler, Ch¨¦reau, Jos¨¦ Luis G¨®mez, por citar unos pocos) que han ofrecido, sin necesidad de corromper, alterar o diezmar los textos, relecturas personales de gran originalidad y audacia. Algo muy semejante a lo sucedido en la m¨²sica con las interpretaciones de Beethoven, Verdi y Mahler realizadas por Glenn Gould, Sinopoli y Rattle. Naturalmente, tanto en un campo como en otro, cuanto m¨¢s lejana de nosotros es la obra, mayor es la libertad del int¨¦rprete; el estado fragmentario de algunas comedias griegas o la imprecisi¨®n respecto al mejor texto posible de m¨¢s de una obra de Shakespeare permiten a un director tomar decisiones dr¨¢sticas y ocurrentes, con parecido margen de hip¨®tesis y reinvenci¨®n que Harnoncourt, Gabriel Garrido y Jordi Savall aplican, en sus versiones con instrumentos originales, a las cantatas de Bach, las ¨®peras de Monteverdi y los cancioneros medievales. Ahora bien, ni al m¨¢s rompedor enfant terrible de los directores de orquesta se le pasa por la cabeza, tocando a Haydn o tocando a Mahler, eliminar del concierto uno de los movimientos de la sinfon¨ªa o -como juzgaba apropiado Muriel Mayette en su reparto de la pieza de Kolt¨¨s- cambiar la parte escrita en la partitura para una trompa por el sonido de un clarinete.
Vicente Molina Foix es escritor.
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