Reescribiendo la historia
Un d¨ªa, hace ya bastantes a?os, dej¨¦ Barcelona bajo una intensa lluvia, y llegu¨¦ al soleado clima de M¨¢laga con el paraguas en la mano. Y o¨ª el comentario de una persona en el aeropuerto: ?A d¨®nde va ¨¦se, con el paraguas? Reconozco que al pronto me molest¨®, pero luego me sirvi¨® para reflexionar: qu¨¦ dif¨ªcil es entender las actitudes de los dem¨¢s, si uno no es capaz de ponerse en su lugar y de conocer las circunstancias en que han tomado sus decisiones. Si s¨®lo se trata de hacer el rid¨ªculo con el paraguas en un d¨ªa soleado, no pasa nada. Pero a veces podemos estar cometiendo errores importantes.
Me acord¨¦ de lo del paraguas releyendo, hace unos d¨ªas, unas p¨¢ginas de la Breve historia de Inglaterra, de G. K. Chesterton, cuando el autor hace referencia a los duros juicios que los intelectuales ingleses formularon (al menos en los a?os que precedieron al descubrimiento de los horrores de la Revoluci¨®n Industrial) acerca de la brutalidad de los reyes en la Inglaterra medieval. Porque esos juicios olvidaban las circunstancias y eran, por tanto, incorrectos y, probablemente, injustos.
Hay quien intenta subrayar lo que le parece censurable para obtener de ello alguna ventaja
En aquella ¨¦poca, lo que ahora llamamos la ley y el orden era m¨¢s la excepci¨®n que la regla, dice Chesterton. "Lo que hoy deciden los jueces de primera instancia, antes lo decid¨ªan las expediciones de castigo del rey. Durante un tiempo, la clase criminal fue tan poderosa que el gobierno s¨®lo pod¨ªa ejercerse mediante una especie de guerra civil. Cuando el enemigo ca¨ªa en manos del gobierno, o se le mataba o se le mutilaba salvajemente", y no por venganza, sino, simplemente, como una medida preventiva y curativa porque no hab¨ªa alternativa: "el rey, dice Chesterton, no pod¨ªa ponerle ruedas a la prisi¨®n de Petonville para llevarla consigo". Al bandolero, o se le dejaba vivo, y seguir¨ªa robando, o se le ahorcaba, por duro que esto suene en nuestros o¨ªdos.
No pretendo justificar los desaguisados de los reyes de Inglaterra, ni los de otros muchos sujetos de la historia -y, por fortuna, el lugar y la ¨¦poca en que ocurrieron est¨¢n tan lejos de nosotros que el lector no sentir¨¢ la urgencia de amotinarse contra Chesterton o contra m¨ª. En todo caso, es probable que el d¨ªa en que se dej¨® de ahorcar a los ladrones, limit¨¢ndose a dejarlos malheridos a latigazos, esto se considerase un considerable avance humanitario, aunque esta nueva pr¨¢ctica nos siga pareciendo a nosotros una salvajada. Porque, sin duda, nuestros est¨¢ndares han mejorado mucho, al menos en algunos aspectos.
No pretendo sacar moralejas hist¨®ricas de todo lo anterior. Simplemente, me gustar¨ªa recordar que nuestro derecho a juzgar el pasado tiene unos l¨ªmites claros. Podemos, s¨ª, utilizar los criterios morales que tenemos ahora y que ya exist¨ªan entonces: los 10 mandamientos y poco m¨¢s. Pero ir m¨¢s lejos puede ser incorrecto e injusto. En la sociedad del siglo XXI, con nuestros conocimientos y, sobre todo, con nuestros medios, la pena de muerte es, probablemente, innecesaria y, por ello, excesivamente cruel. Hemos hecho bien en abolirla. Pero, como ya he explicado antes, los campesinos europeos del siglo XII, cuya vida y hacienda se ve¨ªa amenazadas frecuentemente por los bandoleros, la ve¨ªan como algo no s¨®lo adecuado, sino necesario. (Y esto no significa que todos los principios morales son relativos, sino que la elecci¨®n entre principios morales en conflicto puede ser muy complicada).
Pero no me preocupa demasiado la actitud cr¨ªtica del que me vio acarrear un paraguas en un soleado d¨ªa de primavera en M¨¢laga: si yo le hubiese explicado por qu¨¦ lo llevaba, lo habr¨ªa entendido. Hay otros que, a pesar de las razones, no tienen ning¨²n inter¨¦s en tratar de entender la actitud de los que se comportan de otra manera: m¨¢s a¨²n, subrayan lo que a ellos les parece censurable para obtener de ello alguna ventaja. Y esto lo hacen cuando juzgan a los reyes de Inglaterra de hace siglos, lo mismo que a nuestros conciudadanos de hace 70 a?os, o a los que ahora tienen diferentes ideas pol¨ªticas, religiosas o morales en nuestro pa¨ªs o en otro lugar. Hace ya muchos a?os, los jerarcas comunistas se empe?aron en cosechar naranjas en el lago Balat¨®n, en Hungr¨ªa, a pesar del clima inadecuado. No lo consiguieron, claro: la realidad estaba m¨¢s all¨¢ de la ideolog¨ªa. Y, sin embargo, a veces nos parece que podemos hacer que algo sea bueno o malo, seg¨²n nuestras ideas y de espalda a la realidad. Esto, me parece, es una muestra de mala fe, aunque, a corto plazo, genere buenos dividendos pol¨ªticos.
Antonio Argando?a es profesor del IESE.
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