Bush debe decidir, y pronto
En el mundo acad¨¦mico las ideas falsas no son m¨¢s que falsas, y las in¨²tiles pueden ser divertidas, pero en la vida pol¨ªtica pueden arruinar la vida de millones de personas
La cat¨¢strofe de Irak ha servido de argumento para condenar el criterio pol¨ªtico de un presidente. Pero tambi¨¦n el criterio de muchos otros -yo entre ellos- que apoyaron la invasi¨®n. Muchos pensamos -como me dijo un amigo iraqu¨ª exiliado la noche que comenz¨® la guerra- que era la ¨²nica oportunidad que ten¨ªa su generaci¨®n de disfrutar de libertad en su pa¨ªs. Qu¨¦ lejano parece ahora ese sue?o. Desde que dej¨¦ mi cargo en Harvard, en 2005, y volv¨ª a Canad¨¢ para incorporarme a la pol¨ªtica, no dejo de pensar en el desastre de Irak, de intentar comprender de qu¨¦ forma las opiniones que debo emitir hoy en pol¨ªtica tienen que ser mejores que las que ofrec¨ªa desde las gradas. He aprendido que, para tener buen juicio en pol¨ªtica, hay que empezar por reconocer los errores.
La fe en que la historia le juzgar¨¢ con benevolencia parece burda obstinaci¨®n
Decidir qu¨¦ rumbo emprender exige admitir antes que todos los planes han fracasado
Un dirigente democr¨¢tico no puede inventarse sus propias normas morales
Si hay algo que el poder corrompe, es ese sexto sentido de las limitaciones personales
El fil¨®sofo Isaiah Berlin dijo, en una ocasi¨®n, que lo malo de los intelectuales y los comentaristas es que les importa m¨¢s que las ideas sean interesantes que ciertas. Los pol¨ªticos viven tan pendientes de las ideas como los pensadores profesionales, pero no pueden permitirse el lujo de tener en cuenta ideas que sean meramente interesantes. Tienen que trabajar con el escaso n¨²mero de ideas que son ciertas y con el todav¨ªa m¨¢s escaso de las que sirven para la vida real. En el mundo acad¨¦mico, las ideas falsas no son m¨¢s que falsas, y las in¨²tiles pueden resultar divertidas. En la vida pol¨ªtica, las ideas falsas pueden arruinar las vidas de millones de personas y las in¨²tiles pueden malgastar recursos preciosos. La responsabilidad de un intelectual respecto a sus ideas es seguir sus consecuencias hasta donde le lleven. La responsabilidad de un pol¨ªtico es controlar esas consecuencias e impedir que hagan da?o.
He aprendido que el buen juicio en pol¨ªtica es distinto del buen juicio en la vida intelectual. Entre los intelectuales, juzgar es cuesti¨®n de generalizar e interpretar hechos concretos como ejemplos de alguna gran idea. En pol¨ªtica, una cosa es lo que es, y nada m¨¢s. Lo concreto importa m¨¢s que las generalidades. La teor¨ªa estorba.
La cualidad que sirve de base a los pol¨ªticos para tener buen juicio es el sentido de la realidad. "Lo que se llama sabidur¨ªa en los estadistas", escribe Berlin, en referencia a figuras como Roosevelt y Churchill, "es comprensi¨®n, m¨¢s que conocimiento; cierta familiaridad con los hechos relevantes que les permite saber qu¨¦ encaja con qu¨¦; qu¨¦ puede hacerse en determinadas circunstancias y qu¨¦ no, qu¨¦ m¨¦todos van a ser ¨²tiles en qu¨¦ situaciones y en qu¨¦ medida, sin que eso quiera necesariamente decir que son capaces de explicar c¨®mo lo saben ni incluso qu¨¦ saben". Los pol¨ªticos no pueden permitirse el lujo de refugiarse en el mundo interior de sus propias suposiciones. No deben confundir el mundo existente con el que les gustar¨ªa que fuese. Deben ver Irak -o cualquier otro sitio- tal como es.
Como antiguo residente en Harvard, he tenido que aprender que el sentido de la realidad no siempre florece en las instituciones m¨¢s selectas. Es la virtud de la calle por excelencia. Un conductor de autob¨²s puede ser m¨¢s perspicaz, a la hora de saber qu¨¦ es cada cosa, que un premio Nobel. La ¨²nica forma de comprender mejor la realidad es enfrentarse cada d¨ªa al mundo y aprender, sobre todo de nuestros errores, lo que sirve y lo que no. Pero toda la experiencia del mundo puede no servir de nada en la vida y la pol¨ªtica. La experiencia puede hacer que quienes toman las decisiones se aferren a soluciones manidas e impedirles ver un remedio no probado y capaz de resolver la situaci¨®n.
El hecho de haber ense?ado ciencia pol¨ªtica me permite decir que es una disciplina que promete m¨¢s de lo que luego cumple. En la pr¨¢ctica pol¨ªtica, no existe una ciencia de la toma de decisiones. Lo que un pol¨ªtico tiene que juzgar cada d¨ªa es, sobre todo, a las personas: en qui¨¦n confiar, a qui¨¦n creer y a qui¨¦n evitar. La cuesti¨®n de la lealtad surge a diario: ?Qui¨¦n va a traicionarme y qui¨¦n me ser¨¢ fiel? Tener buen criterio en estos asuntos, tener sentido de la realidad, exige confiar en instintos muy poco cient¨ªficos sobre la gente.
El sentido de la realidad no es s¨®lo un sentido del mundo tal como es, sino como podr¨ªa ser. Los grandes pol¨ªticos, como los grandes artistas, ven posibilidades que otros no ven, y tratan de convertirlas en realidades. Para llevar a cabo algo nuevo, el pol¨ªtico necesita tener sentido de la oportunidad, saber cu¨¢ndo dar el salto y cu¨¢ndo permanecer quieto. En una frase famosa, Bismarck defini¨® el juicio en pol¨ªtica como la capacidad de o¨ªr, antes que nadie, el distante ruido de los cascos del caballo de la historia.
Pocos oyen venir a los caballos. En una ocasi¨®n preguntaron a un primer ministro brit¨¢nico qu¨¦ era lo que hac¨ªa m¨¢s dif¨ªcil su trabajo. "Los acontecimientos, querido amigo", contest¨® con pesar. Ante un acontecimiento inesperado, el virtuoso de la pol¨ªtica debe ser capaz de improvisar y aparecer lo m¨¢s imperturbable posible. La gente desea que la dirijan, e incluso cuando un dirigente se siente perplejo ante los acontecimientos, debe acordarse de tranquilizar a sus ciudadanos como se merecen. Parte del buen juicio consiste en saber cu¨¢ndo guardar las apariencias.
La improvisaci¨®n puede no evitar el fracaso. La partida suele acabar en llanto. Muchas carreras pol¨ªticas acaban mal porque los pol¨ªticos experimentan una situaci¨®n humana: la de escoger entre cosas opuestas sin poder recurrir m¨¢s que a unos instintos corrientes y una informaci¨®n falible. Por supuesto, una mejor informaci¨®n y unos criterios objetivos para tomar decisiones pueden reducir el margen de incertidumbre. Los puntos de referencia para juzgar los progresos en Irak pueden ayudar a decidir cu¨¢nto tiempo m¨¢s debe quedarse Estados Unidos. Sin embargo, a la hora de la verdad, nadie sabe -porque nadie puede saber- qu¨¦ pueden hacer todav¨ªa los estadounidenses para lograr la estabilidad en Irak.
La decisi¨®n que tiene que tomar Estados Unidos sobre Irak es paradigm¨¢tica del tipo m¨¢s dif¨ªcil de juicio pol¨ªtico. Tanto marcharse como quedarse tienen un coste inmenso. Hay una cosa clara: el precio de quedarse lo pagar¨¢n los estadounidenses, mientras que el precio de marcharse lo pagar¨¢n, sobre todo, los iraqu¨ªes. S¨®lo esto ya indica qu¨¦ decisi¨®n es la m¨¢s probable.
Pero tienen que decidir, y pronto. Los retrasos y vacilaciones son m¨¢s caros a¨²n en la pol¨ªtica que en la vida privada. El letrero que ten¨ªa Truman sobre su mesa -"?La responsabilidad final es m¨ªa!"- nos recuerda que los que toman buenas decisiones en pol¨ªtica suelen ser los que no reh¨²yen la responsabilidad de hacerlo. En el caso de Irak, decidir qu¨¦ rumbo emprender ahora exige, ante todo, reconocer que todos los planes emprendidos hasta ahora han fracasado.
En pol¨ªtica, aprender de los fracasos es tan importante como explotar los ¨¦xitos. La frase de Samuel Beckett "Fracasa otra vez. Fracasa mejor" expresa la tenacidad necesaria para practicar el arte de la pol¨ªtica. Churchill y De Gaulle confiaban en su propio criterio cuando los observadores informados opinaban que estaban equivoc¨¢ndose. Su empe?o en esperar al reconocimiento de la historia, aunque estuviera muy lejano, nos parece ahora un s¨ªntoma de grandeza. En el presidente actual, esa misma fe en que la historia le juzgar¨¢ con benevolencia parece burda obstinaci¨®n.
Maquiavelo dec¨ªa que las decisiones pol¨ªticas, para servir de algo, deben regirse por unos principios m¨¢s implacables que los que son aceptables en la vida diaria. Escribi¨® que "un pr¨ªncipe que desee mantenerse firme debe saber hacer el mal y hacer uso de ¨¦l o no seg¨²n sea necesario". Roosevelt y Churchill sab¨ªan hacer el mal, pero no ped¨ªan que se les juzgara de acuerdo con criterios ¨¦ticos distintos de los de los dem¨¢s ciudadanos. Estaban de acuerdo en que un dirigente democr¨¢tico no puede inventarse sus propias normas morales, una restricci¨®n que es v¨¢lida tanto en su propio pa¨ªs como en el extranjero: en Guant¨¢namo, Abu Ghraib o cualquier otro sitio. Tiene que vivir y ser juzgado con arreglo a las mismas normas que el resto de la gente.
Sin embargo, en ciertas ¨¢reas, los criterios pol¨ªticos y los personales son muy diferentes. En la vida privada, una persona recibe los ataques como algo personal, y ser¨ªa un tipo raro si no lo hiciera. En pol¨ªtica, si uno se toma los ataques como algo personal, da pruebas de vulnerabilidad. Los pol¨ªticos tienen que aprender a parecer invulnerables sin parecer inhumanos. Como personas, tienen el instinto de devolver los insultos. Pero tienen que aprender que la venganza, como dice la famosa frase, es un plato que se come mejor fr¨ªo.
En pol¨ªtica nada es personal, porque la pol¨ªtica es un teatro. Parte del trabajo consiste en fingir emociones que, en realidad, no se sienten. Es habitual en los parlamentos ver a los diputados que se insultan mutuamente en la C¨¢mara y luego van a tomarse algo al bar juntos. Esta hipocres¨ªa redentora de la vida p¨²blica no es posible en la vida privada. Aqu¨ª, el juego va en serio.
Ahora bien, tambi¨¦n es cierto que, entre familiares y amigos, nos damos cierto respiro. Tenemos una serie de sobrentendidos. Lo que queremos decir importa m¨¢s que lo que decimos. En pol¨ªtica no hay esa bendici¨®n. En la vida p¨²blica, el lenguaje es un arma de guerra que se despliega en condiciones de total desconfianza. Lo que importa es lo que se ha dicho, no lo que se quer¨ªa decir. El ¨¢mbito pol¨ªtico es un mundo de literalidad lun¨¢tica. La menor grieta en la armadura -entre lo que uno quer¨ªa decir y lo que ha dicho- puede servir para deslizar por ella el cuchillo.
En la vida privada, el precio de nuestros errores lo pagamos nosotros mismos. En la vida p¨²blica, los primeros que pagan los errores de un pol¨ªtico son otros. El buen juicio significa saber ser responsable ante quienes pagan el precio de nuestras decisiones. Cuando Edmund Burke fue escogido por primera vez para la C¨¢mara de los Comunes, asegur¨® a los electores de Bristol que nunca sacrificar¨ªa su propio criterio a las presiones que ejercieran ellos para imponer su opini¨®n. No estoy seguro de que a mis votantes les gustara o¨ªr eso. A veces, sacrificar mi criterio en favor del de ellos es la esencia misma de mi trabajo. Siempre, claro est¨¢, que no sacrifique mis principios.
Los principios firmes son importantes. Hay ciertas cosas que no pueden intercambiarse, ciertos l¨ªmites que no pueden sobrepasarse, ciertas personas a las que nunca se debe traicionar. Pero las ideas fijas de tipo dogm¨¢tico suelen ser enemigas del buen juicio. Es imposible pensar con claridad cuando se cree que la pol¨ªtica exterior de Estados Unidos forma parte de un plan de Dios para expandir las libertades humanas. Este tipo de pensamiento ideol¨®gico manipula lo que Kant llamaba "la madera torcida de la humanidad" para adaptarla a una ilusi¨®n abstracta. Por el contrario, los pol¨ªticos sensatos manipulan la pol¨ªtica para adaptarla a la madera humana. Al fin y al cabo, no siempre es posible tener todo lo bueno, ni en la vida ni en la pol¨ªtica.
En mis clases de ciencia pol¨ªtica ense?aba que ejercer un buen criterio significa aplicar una buena estrategia pol¨ªtica. En el mundo real, es frecuente que una mala estrategia pol¨ªtica acabe siendo muy popular. Resistir la tentaci¨®n de lo popular no es f¨¢cil, porque no siempre es prudente. El buen juicio en pol¨ªtica es complicado. Significa encontrar un equilibrio entre la estrategia pol¨ªtica y la pol¨ªtica en abstracto, en compromisos imperfectos que siempre dejan descontento a alguien: muchas veces, a uno mismo.
En pol¨ªtica, saber la diferencia entre un buen compromiso y un mal compromiso es m¨¢s importante que aferrarse como sea a los principios. Un buen compromiso restablece la paz y permite a las dos partes seguir adelante con alg¨²n elemento de sus intereses fundamentales satisfecho. Un mal compromiso pone el inter¨¦s p¨²blico en manos de la compulsi¨®n o la fuerza.
Medir el buen juicio en pol¨ªtica no es f¨¢cil. Las campa?as y las precampa?as ponen a prueba el encanto, la resistencia, la capacidad recaudatoria y los poderes ret¨®ricos de un candidato, pero no necesariamente su criterio cuando est¨¦ en el poder y en una crisis.
Podr¨ªamos poner a prueba el buen juicio preguntando, a prop¨®sito de Irak, qui¨¦n predijo mejor el desarrollo de los acontecimientos. Pero muchos de los que acertaron al predecir la cat¨¢strofe no lo hicieron porque tuvieran buen criterio, sino porque se dejaron llevar por la ideolog¨ªa. Se opusieron a la invasi¨®n porque pensaban que el presidente s¨®lo buscaba el petr¨®leo o porque cre¨ªan que Estados Unidos no tiene raz¨®n nunca, en ninguna situaci¨®n.
Quienes de verdad mostraron buen juicio sobre Irak fueron los que predijeron las consecuencias que luego hemos visto pero tambi¨¦n valoraron acertadamente los motivos que hab¨ªa detr¨¢s de la acci¨®n. No es que supieran m¨¢s cosas que nosotros. Reflexionaron, como todos, a partir de las mismas informaciones equivocadas y el mismo desconocimiento de la historia de Irak, partidista y llena de fisuras. Sin embargo, lo que no hicieron fue confundir los deseos con la realidad. No pensaron -como s¨ª hizo el presidente Bush- que, como ellos estaban convencidos de la integridad de sus motivos, todos los habitantes de la regi¨®n iban a verlo tambi¨¦n as¨ª. No supusieron que era posible construir un Estado libre sobre los cimientos de 35 a?os de terror policial. No imaginaron que Estados Unidos ten¨ªa la capacidad de determinar los resultados pol¨ªticos en un pa¨ªs lejano del que los estadounidenses sab¨ªan poca cosa. No creyeron que, como Estados Unidos hab¨ªa defendido los derechos humanos y la libertad en Bosnia y Kosovo, deb¨ªa hacerlo tambi¨¦n en Irak. Supieron evitar todos estos errores.
Yo comet¨ª todos ¨¦sos y alguno m¨¢s. La lecci¨®n que he aprendido para el futuro es que debo dejarme influir menos por las pasiones de personas a las que admiro -los exiliados iraqu¨ªes, por ejemplo- y dejarme llevar menos por mis emociones. En 1992 visit¨¦ el norte de Irak. Vi lo que Sadam Husein hab¨ªa hecho a los kurdos y, a partir de ese momento, no me cupo duda de que ten¨ªa que irse. Mis convicciones ten¨ªan toda la autoridad de la experiencia personal, pero, precisamente por eso, dej¨¦ que la emoci¨®n me impidiera hacerme las preguntas fundamentales, como ?pueden los kurdos, sun¨ªes y chi¨ªes mantener unido en paz lo que Sadam Husein manten¨ªa unido mediante el terror? Deber¨ªa haber sabido que en pol¨ªtica, como en la vida, la emoci¨®n tiende a justificarse a s¨ª misma, y que, cuando hay que tener un criterio pol¨ªtico definitivo, nada, ni los propios sentimientos, debe librarse de ser objeto de interrogatorios y discusiones.
El buen juicio en pol¨ªtica, al final, depende de la capacidad de ser cr¨ªtico con uno mismo. No s¨®lo es que el presidente no se molest¨® en entender Irak. Es que no se molest¨® en entenderse a s¨ª mismo. El sentido de la realidad que habr¨ªa podido salvarle de la cat¨¢strofe habr¨ªa tenido que ser alg¨²n tipo de alarma interna, que le alertara de que no sab¨ªa lo que estaba haciendo. Pero es dudoso que hubiera o¨ªdo alguna vez alarmas internas. Hab¨ªa vivido siempre una vida f¨¢cil, y, en ese tipo de vidas, no hay alarmas que valgan.
La gente con buen juicio hace caso a sus alarmas internas. Los l¨ªderes prudentes se obligan a prestar la misma atenci¨®n a los defensores y los detractores de la l¨ªnea de acci¨®n que est¨¢n planeando. No cuentan con que sus buenas intenciones son suficientes para garantizar buenos resultados. No pretenden que saben todo lo que hay que saber. Si hay algo que el poder corrompe, es ese sexto sentido de las limitaciones personales que constituye la base de la prudencia.
Un l¨ªder prudente salva a una democracia de los peores peligros, pero no le inspira para que d¨¦ lo mejor de s¨ª misma. Los pueblos democr¨¢ticos deber¨ªan buscar siempre algo m¨¢s que prudencia en un dirigente: audacia, visi¨®n y -complemento de ambas cosas- la voluntad de arriesgarse al fracaso. Los l¨ªderes audaces merecen nuestra fe siempre que muestren alg¨²n indicio de saber lo que es fracasar. Deben ser hombres que conozcan la tristeza, como dice el profeta Isa¨ªas, hombres y mujeres que no hayan tenido una vida f¨¢cil, que nos comprendan tal como somos, que nunca hayan renunciado a la esperanza y que sepan que est¨¢n en la pol¨ªtica para mejorar su pa¨ªs. ?sos son los l¨ªderes cuyo juicio, aunque a veces sea err¨®neo, seguir¨¢ siendo digno de confianza.
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia. ? Michael Ignatieff - Distribuido por The New York Times Syndicate.
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