El hombre del saco son los padres
Las ni?as sue?an con ser mujeres, mientras juegan a ser ni?as. Con la cabecita ida, trenzan entre los dedos pulseras de hilos fin¨ªsimos, que guardan en el fondo de los cajones. Sitios secretos donde esconder min¨²sculos tesoros con los que inventar otras vidas. Pero s¨®lo fingen que sue?an, en realidad observan. Mientras saltan a la comba o corren tras la pelota, una u otra se para un momento en medio de la calle, como absorta por un pensamiento. Y despu¨¦s, un grito, un claxon, el roncar de una moto la devuelve a su sitio. "No te distraigas, que estamos jugando". Y un escalofr¨ªo le sube por la espalda, segundos antes de regresar con sus amigas.
Las ni?as, mientras sue?an con ser mujeres, se distraen con aparecidos. Juntas, se api?an y se cuentan historias de sustos. Consejas de sus madres, abuelas o vecinas, en las que nunca faltan traiciones, amores rotos o esos abusacr¨ªos, utilizados por la familia para infundir sano terror en sus cr¨ªas. Por ello, a este viejo barrio chino de Barcelona, tan mezclado y tan distinto -que necesita mil lenguas para un ¨²nico mensaje-, arriban, como a puerto ex¨®tico, las m¨¢s escalofriantes narraciones del orbe. Espantos sobre siniestros adultos que raptan a los revoltosos, a los perezosos. Incluso a los que han deso¨ªdo a los mayores. Unos Reyes Magos al rev¨¦s, que no traen nada pero se llevan a los que se portan mal, mira que te lo advert¨ª.
En el nuevo Raval, la Sacamantecas de la calle de Ponent (que hac¨ªa p¨®cimas con sebo infantil a principios del XX) se mezcla con el Cuco centroamericano
Las ni?as, entonces, cuando se cansan de jugar a ser ni?as, se re¨²nen en alg¨²n portal oscuro y se cuentan la universal historia del ladr¨®n que fue al cementerio a robarle a una se?orona sus joyas. Y al resist¨ªrsele un anillo, sac¨® cuchillo, cort¨® un dedo y la muerta volvi¨® del sue?o, mientras el caco fallec¨ªa de un paro cardiaco. Te chinchas, donde las dan las toman.
Aqu¨ª, en el nuevo Raval sostenible y reciclable, la antigua Sacamantecas de la cercana calle de Ponent -que hac¨ªa p¨®cimas con sebo infantil a principios del siglo XX- se mezcla y se renueva con el Cuco centroamericano, que se lleva a los que no comen. Nuestro Hombre de los Caramelos aut¨®ctono -empe?ado en iniciar en la droga a los escolares mediante lisonjas- se fusiona con su hom¨®logo, el Hombre de la Bolsa de la Am¨¦rica austral, que secuestra a los ni?os que se dejaron los secuestradores de Pinochet o de Videla.
Las ni?as lo saben de sobra. No hables con desconocidos, no aceptes regalos de extra?os. Puede ser blanco, como el Bonhomme sac africano. O no tener rostro, como el Bogeyman anglosaj¨®n, que se agazapa bajo la cama de los rubitos. Da igual que sea un brujo malo -de los que se comen a los que no se duermen-, llegado desde ?frica en cayuco, o que tenga la cara de Freddy Kruger y s¨®lo asuste en v¨ªdeo. Todo trufado de leyendas urbanas, donde el cocodrilo blanco y ciego de las alcantarillas se pone ¨ªdem con un chop-suey de mandar¨ªn desaparecido y no enterrado. Para despu¨¦s, al salir del restaurante, toparse con una se?orita vestida de blanco, en plena noche, carretera solitaria y cuidado con la curva peligrosa.
Total, da lo mismo el color del Coco o de la abuela, rosados o tostados, con chador o con bahianas, el concepto ya estaba globalizado milenios antes que cualquier multinacional pensara en conquistar el mundo. El Hombre del Saco es multicultural y mestizo. Y aunque no pudo asistir al F¨®rum, mand¨® una nota de adhesi¨®n.
Por eso, las ni?as, mientras juegan con otras ni?as a ser mujeres, se cuentan qui¨¦nes son en realidad -verdad de la buena- los reyes y los cocos. Y un nuevo escalofr¨ªo les recorre la espalda, segundos antes de seguir jugando con sus amigas. Y desde entonces, todo adulto, al cruzarse con ellas, rojo de verg¨¹enza, se cubre la cabeza y evita su mirada. Despu¨¦s dir¨¢n que es por el sol...
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