Im¨¢genes de un solitario
Hay una imagen en EL PA?S tan antigua que en ella est¨¢ Jos¨¦ Mar¨ªa Pem¨¢n, y en la que se ve a Francisco Umbral de rodillas hablando al o¨ªdo del acad¨¦mico al que la edad le estaba enviando sus ¨²ltimos mensajes. Era la foto del relevo. El columnista de un tiempo que se estaba venciendo, y que en cierto modo se iba con ¨¦l, y el columnista que ven¨ªa, con otros materiales y con distinta fiereza.
Esos materiales con los que ven¨ªa Umbral eran los materiales de la transici¨®n, se los encontraba yendo a comprar el pan y el peri¨®dico y llenaban las negritas de las columnas que escrib¨ªa. Era querido, temido y requerido, y ese poder que le dio la escritura, ganado con el pulso de una met¨¢fora que hizo s¨ªmbolo de lo que tocara, fue para ¨¦l tambi¨¦n como una reivindicaci¨®n personal. A veces lo hizo a destiempo, pero cuando le sal¨ªa el ramalazo fieramente vanidoso lo que estaba mostrando era en realidad el alma de un cuerpo herido por la biograf¨ªa y por la historia.
Era un hombre agreste muchas veces, reaccionaba con el sable, pero ten¨ªa el alma de un ni?o
Era un hombre agreste muchas veces, reaccionaba con el sable, pero ten¨ªa en el fondo de un coraz¨®n acentuado por la soberbia literaria el alma de un ni?o que nunca le abandon¨® del todo. Se dir¨ªa que su amplia biograf¨ªa, a la que le dio todas las vueltas que pudo, jam¨¢s pudo tocar el techo que ¨¦l buscaba, a veces por pudor, a veces por el compromiso que los hombres pretenden sellar con el tiempo; pero el tiempo enga?a siempre, nunca otorga la pr¨®rroga que promete, y lo cierto es que ese desgarramiento que siempre amanec¨ªa en sus libros m¨¢s propios y m¨¢s notables qued¨® pendiente tantas veces que a ¨¦l mismo debi¨® perturbarle no alcanzar esa cima.
Fue en Mortal y rosa, el libro verdaderamente desgarrador de la literatura autobiogr¨¢fica espa?ola, donde Umbral dio lo mejor de esa memoria herida que lo habit¨® hasta el fin; ¨¦se fue el retrato de su hijo, muerto tan temprano, pero si ahora, con la distancia de hielo que produce el fin de una persona, ese libro se leyera pensando en Umbral, en el propio Umbral muerto, es posible que encontr¨¢ramos en ¨¦l las claves de lo que nunca pudo terminar de decir sobre s¨ª mismo.
Un libro, una l¨ªnea, cualquier palabra puesta en el lugar de la mejor fortuna, dec¨ªa Borges, basta para considerar a un escritor como el autor de una gran obra literaria, y si eso es as¨ª y lo consideramos como un canon por el que juzgar la obra total de un literato, es verdad que Umbral se mereci¨® muchas veces ese puesto que ¨¦l busc¨®, tambi¨¦n, con tanto ah¨ªnco. Cuando gan¨®, y mereci¨®, el Premio Cervantes, me pareci¨® verdaderamente mezquino lo que le dijo un allegado queriendo ser jocoso: "Nos cost¨® m¨¢s tu premio que el indulto de Lia?o". Porque Umbral se merec¨ªa ese reconocimiento y nadie ten¨ªa derecho a ponerlo en la balanza de los favores patrios, aunque muchos se aprovecharon y tiraron de ¨¦l para un lado o para otro, y en ese momento tiraron demasiado. Pero, en fin.
Umbral fue gran parte de su propio trabajo; repuj¨® los materiales que tuvo a mano, pero cuando tuvo que hacer de s¨ª mismo un espejo procur¨® dar el perfil de los que le precedieron en lo que para ¨¦l era su estirpe: Byron, Larra, Baudelaire... No resisti¨® las costuras de la prensa, aunque fuera fieramente period¨ªstico en la b¨²squeda de esos materiales con los que se erigi¨® en el columnista de una ¨¦poca.
Una de esas im¨¢genes que conserva mi memoria es la de Umbral con una ni?a en sus hombros, caminando hacia un concierto de Ramonc¨ªn, en Vallecas. Ese mismo Umbral ir¨ªa luego a un chiringuito a ponerse pringado de calamares fritos, que com¨ªa con las manos y con el abrigo puesto. Busc¨® ah¨ª sus materiales, entre la gente, en medio de la fritanga, animado por un poder de observaci¨®n que luego usaba, y para eso ten¨ªa autoridad literaria, como le daba la gana. La gente sal¨ªa en su foco para salir en el retrato, y a veces ¨¦l hac¨ªa sobresalir las negritas no s¨®lo para complacer la sonrisa que recib¨ªa, sino para zaherirla; ese poder le dio certificado para glorificar y para molestar, y como suele suceder en los dos lances cometi¨® aciertos e injusticias, y es l¨®gico que cada uno recuerde lo que le hizo placer o da?o en primer lugar.
Como dijo una vez V¨ªctor Garc¨ªa de la Concha, cuando a Umbral le dieron ese Cervantes que alguien le quiso vender como un parto extraliterario, "era un creador de lenguaje"; y lo busc¨® en la calle hasta que pudo, en la memoria y en la calle; no era, dec¨ªa, sino el fruto de un di¨¢logo callejero. Cuando ya no pudo y la calle se le hizo niebla, Umbral se ensimism¨®, sus columnas fueron m¨¢s hist¨®ricas que callejeras, y ¨¦l mismo not¨® en ese pulso el maldito castigo del tiempo, contra el que luch¨® desde que era un chiquillo e iba a tomar cervezas en la plaza de Santa Ana para beber, por ejemplo, en el esp¨ªritu de Hemingway. Y empez¨® teniendo ese esp¨ªritu de Hemingway, o de otros maestros suyos, pero subyac¨ªa en su ¨¢nimo, y acaso la groser¨ªa de la vida no lo ha sabido ver bien, la melancol¨ªa herida de un Francis Scott Fitzgerald.
La ¨²ltima imagen que tengo de Umbral es, tambi¨¦n, en el propio sal¨®n real en el que los Reyes recib¨ªan a los escritores; fue hace dos a?os: ¨¦l acababa de pasar por la enfermedad m¨¢s grave de las que tuvo y era de los pocos de aquella reuni¨®n que permaneci¨® sentado, con Mar¨ªa Espa?a, la elegante, atenta mirada que siempre le hizo falta. Como Pem¨¢n entonces, ¨¦l sentado y sus contertulios agachando las rodillas. Con el humor con el que afront¨® siempre los encuentros, como el dandi que quiso ser y que fue en los a?os plet¨®ricos de su vida, hizo la broma de la posteridad ("No, a¨²n no soy p¨®stumo"), e hizo gala de una memoria que fue su principal aliento literario. Ten¨ªa entonces ya la palidez s¨®lida en su rostro, una especie de trofeo que exhib¨ªa su misantrop¨ªa, y su mirada, que hab¨ªa sido reparada por la cirug¨ªa, ya no pod¨ªa ser f¨ªsicamente la que fue, fragmentada en los mil pedazos de las viejas dioptr¨ªas.
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