El comienzo del mundo
Durante mucho tiempo cre¨ª que el mundo comenzaba en el lugar que habit¨¦ desde que nac¨ª. En aquella casa, en aquel jard¨ªn, en aquellos aromas. En la mesa de piedra bajo el parral. En los bancos a los lados de las ventanas del muro que daba a la calle. Durante mucho tiempo cre¨ª que el mundo ¨¦ramos nosotros: mis padres, mis hermanos, mi familia, el pozo, la higuera. A veces la luna en la acacia. La cocina enorme antes de que empezase a menguar. Ciegos que cantaban en la calle. La panader¨ªa por la noche, llena de llamaradas y fantasmas. El loco que vend¨ªa pajaritos. El polic¨ªa peque?¨ªn y gordo que me sonre¨ªa siempre.
Despu¨¦s al mundo se le antoj¨® comenzar en otros sitios. En la tienda donde compraba cigarrillos sueltos a escondidas. En la casa de mujeres llena de espejos y terciopelos y una de ellas arrastr¨¢ndome por la mu?eca
La infinita sorpresa de la primera cana. No puede ser, mira otra vez. Y pod¨ªa ser, finalmente
-Ven aqu¨ª.
Durante siglos el mundo comenz¨® en aquella voz, tras una sonrisa con exceso de carm¨ªn encima, cuya ferocidad me daba miedo.
Despu¨¦s el mundo, siempre inestable, eligi¨® otros sitios. Ciertos barrios de Lisboa, ciertos jardines donde me sentaba durante horas observando a las ni?as y a los ni?os en el tobog¨¢n, con la bata de la facultad olvidada a mi lado. En Londres, donde pas¨¦ una semana bajo la lluvia, entr¨¦ en un solo museo s¨®lo para ver al mamut, com¨ªa salchichas, flirteaba sin convicci¨®n con una italiana rubia. Era sin duda muy tonto porque me acuerdo mucho m¨¢s del mamut que de ella: se la arrebat¨¦ a un ingl¨¦s que casi me arranca sacar los ojos. Y el comienzo del mundo cambiando constantemente de lugar: Angola, una hija, una segunda hija, la villa de Montijo a orillas del r¨ªo, un apartamento min¨²sculo en la cima del Monte Estoril, donde sufr¨ª como un perro mirando el mar ah¨ª abajo, apoyado por la compasi¨®n del portero. Su nombre me qued¨® como me qued¨® el mamut: se?or Ferreira. No escrib¨ªa: me remord¨ªa. Y el comienzo del mundo variando sin descanso: no s¨¦ cu¨¢ntos apartamentos, no s¨¦ cu¨¢ntas compa?¨ªas ocasionales, la banca francesa del Casino al que fui fiel durante un a?o. Me cost¨® un mont¨®n no volver a jugar, alterando la posici¨®n de las fichas en el menor o en el mayor. El lugar donde viv¨ª perdido desde mi nacimiento. Otra hija, el Alentejo, el molino del Guadiana a la distancia. Un remanso de paz que no supe merecer. El Fado alejandrino comenzado mil veces, rechazado mil veces. Un fot¨®grafo en Nueva York sac¨¢ndome fotos para la contracubierta. Y el comienzo del mundo que no hab¨ªa c¨®mo pararlo. Muertes que me dolieron y acerca de eso no hablo. La infinita sorpresa de la primera cana. No puede ser, mira otra vez. Y pod¨ªa ser, finalmente.
Y era. Estoy haciendo esto en la cocina
(me gusta trabajar en la mesa de la cocina, hace a?os que le doy al bol¨ªgrafo en la mesa de la cocina)
y el ruido sin fin de los autom¨®viles en el viaducto o lo que fuere a pesar de ser tan tarde. ?D¨®nde comenzar¨¢ el mundo para ellos? No se ve gente, s¨®lo coches. Dios m¨ªo, el incordio del mamut a¨²n me persigue. Tal vez por ese motivo no he vuelto a Londres. Mentira: he vuelto por alg¨²n libro y no me acuerdo de lo que ocurri¨®. Palabra de honor. Ahora, adem¨¢s de los autom¨®viles, algo que me parece un tiro y, de inmediato, luces de polic¨ªa, de las que giran en los tejadillos, en busca de malhechores, y uso la palabra malhechores porque me encanta. Por puro placer voy a repetirla. El profesor de Dibujo del instituto me llamaba malhechor y me amenazaba con aplicarme sanciones. Mi padre, que ten¨ªa la mano ligera, se encargaba del resto. Tal vez
(todo es posible, como aseguran los vendedores de loter¨ªa)
me consideraba un malhechor tambi¨¦n. Otro tiro: el profesor de Dibujo acaba de matarme. S¨®lo los colmillos del mamut ocupaban media sala del museo. Y todo lleno de pelos, con una expresi¨®n cruel. La Edad del Hielo debe de haber sido un horror.
Supongo que estoy llegando al final de este texto porque da la impresi¨®n de que el cuerpo siente ganas de levantarse para despedirse. Adi¨®s, Ant¨®nio. Perd¨®n: Adi¨®s, malhechor. ?D¨®nde comienza el mundo en realidad? Por m¨¢s vueltas que le d¨¦, acabo siempre yendo a parar a la casa donde crec¨ª, a aquel jard¨ªn, a aquellos aromas. A los bancos a los lados de las ventanas del muro que daba a la calle. Al pozo, a la higuera. Y ahora al limonero, ?os acord¨¢is del limonero, hermanos? A las pilas muy antiguas para lavar la ropa. A la luna en la acacia, a veces. No s¨¦ por qu¨¦ nunca era una luna redonda sino una luna torcida. Voces que conversan en la sala y no distingo bien. ?De qui¨¦nes ser¨ªan? Apostar¨ªa, aunque no sea demasiado h¨¢bil para las apuestas, que de mi madre, de mi padre y del mamut del museo de Londres frente al cual me quedaba at¨®nito los d¨ªas de lluvia.
Mi padre y mi padre no eran especialmente habladores pero el mamut, ¨¦se s¨ª que no se callaba. Mi cabeza me pide que les hable de una sonrisa con exceso de carm¨ªn encima que me ordenaba
-Ven aqu¨ª.
Y yo con catorce a?os y sin un c¨¦ntimo en el bolsillo, pobre de m¨ª, obedeci¨¦ndola, reflejado en mil espejos baratos.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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