La maldici¨®n de la coca
La droga multiplica en Nari?o los efectos del c¨®ctel tr¨¢gico colombiano:narcotr¨¢fico, paramilitares y guerrilla
Coca, amapola, minas antipersonas, guerrilla, nuevos paramilitares, narcotr¨¢fico, fumigaci¨®n de cultivos, erradicaci¨®n manual, operativos militares... Son los ingredientes de la explosiva situaci¨®n que tiene arrinconada a la poblaci¨®n civil del departamento de Nari?o. Un microcosmos de los males que afligen a Colombia. Pocos se arriesgan a o¨ªr, ver o hablar. Los grupos armados no dejan acceder a algunos lugares ni siquiera a los encargados de combatir la malaria. Es como una guerra. O peor.
"Me acabaron... no s¨¦ qu¨¦ voy a hacer", dice Yajaira, con desesperanza. Un batall¨®n de campesinos con guada?as y protegidos por polic¨ªa y ej¨¦rcito hab¨ªa arrasado d¨ªas antes su cultivo de coca. Con la fumigaci¨®n a¨¦rea existen trucos para revivir la planta. "Ya le tenemos cogido el tiro a la fumiga. Con la arranca queda tirada en el piso". Arrancaron tambi¨¦n los cocales de otros caser¨ªos a ambos lados de un camino que termina en el Pac¨ªfico. Pertenecen a Tumaco, un ca¨®tico puerto mar¨ªtimo en Nari?o, al sur del pa¨ªs.
Hace siete a?os ten¨ªa 2.000 habitantes. Hoy, Llorente est¨¢ atestado de bares, discotecas y burdelesCon tres semanas de trabajo con la coca, un campesino gana 300 euros, el triple que con otros cultivosMinas 'quiebrapatas', nueva estrategia de la guerrilla. En dos d¨ªas, cinco muertos. Dos eran ni?os
Pocos se arriesgan a o¨ªr, ver o hablar sin permiso de los 'duros', que imponen su ley a sangre y fuego
All¨ª, en una casa de madera, cerca de un riachuelo que huele f¨¦tido cuando llueve, vive Mar¨ªa, una mujer negra, grande, de pelo ensortijado. Huy¨® de su pueblo, Barbacoas, en medio de una "tirotear¨ªa" entre guerrilla y paramilitares hace tres a?os. Uno a uno se le han unido parientes y vecinos. La fumigaci¨®n y ahora la llegada del ej¨¦rcito, "por aire, tierra y agua", los est¨¢ sacando. "S¨®lo si se enfr¨ªa la situaci¨®n all¨¢, regreso", dice rotunda. Y a?ade: "La coca s¨®lo ha servido para poner a la gente en peligro".
Yajaira, Mar¨ªa..., dos rostros del drama que vive hoy Nari?o. S¨®lo en mayo pasado llegaron a un peque?o caser¨ªo 8.000 personas que huyeron despavoridas de sus campos en medio de los combates. Hay 60.000 desplazados en todo el departamento. A mediados de julio se encendi¨® la alerta en 23 municipios. Uno de ellos, Barbacoas, el pueblo que dej¨® Mar¨ªa. Est¨¢ 56 kil¨®metros adentro de la carretera central, pero el camino tiene tan profundos baches que el viaje dura un d¨ªa. Mar¨ªavive de lavar ropa, pero no hay trabajo todos los d¨ªas; pasa hambre con sus hijas y nietos.
La mitad de este departamento, recostado contra Ecuador, es un nudo de monta?as. La otra mitad, selva, bosque h¨²medo que se pierde en el Pac¨ªfico. De la cara occidental de la cordillera se descuelgan cientos de r¨ªos. Guerrilla, narcos, paramilitares -se desmovilizaron en 2005, pero se rearmaron y aliaron con el narcotr¨¢fico-, quieren tener el control de estos "caminos de la coca". Por la costa nari?ense salen al mes 40 toneladas de alcaloide hacia M¨¦xico.
En tierra plana y empinada hay sembradas unas 50.000 hect¨¢reas de coca y 800 de amapola. Son incontables los laboratorios de procesamiento de coca¨ªna; hay tambi¨¦n algunos de hero¨ªna. En 2003 hab¨ªa apenas 10.000 hect¨¢reas de coca en Nari?o. Pero el llamado Plan Colombia -financiado por EE UU-, con su agresiva fumigaci¨®n, desplaz¨® las plantaciones desde el vecino departamento de Putumayo.
El Gobierno est¨¢ empe?ado en recuperar el terreno con 10.000 soldados. Desde la llanura hasta Tumaco, en todos los pueblos hay tanques de guerra; por los r¨ªos navegan lanchas r¨¢pidas artilladas.
El obispo de Tumaco, Gustavo Gir¨®n, les pidi¨® a los militares buscar estrategias de ocupaci¨®n sin causar desplazamientos de poblaci¨®n. ?Cu¨¢les? El prelado, delgado y pulcro, confiesa: "No s¨¦; ellos tendr¨¢n que encontrarlas".
"En una semana iba a cosechar", se?ala Yajaira. Su casa, de madera, tiene un ¨²nico espacio. La mitad la ocupan dos camas. La otra mitad, la mesa, cuatro sillas de pl¨¢stico, la cocina y la nevera. La arranca lleg¨®, como ocurre con la fumigaci¨®n, sin avisar. A muchos s¨®lo les quedaron deudas: hab¨ªan hipotecado la casa para apostarle al cultivo, hab¨ªan fiado motocicletas para pagar con la cosecha.
En su finca en la monta?a, Teresa reza para que "la ley" no llegue pronto. Espera que la coca dure al menos mientras compra una casa en el pueblo. "Hablando correcto", dice, "por donde entre la mafia ya no hay tranquilidad". Pero con igual franqueza confiesa: "Lo bueno de esa mata es el dinero; llega r¨¢pido".
Desde la finca de tapia y teja de barro cocido se adivinan retazos del arbusto verde esmeralda, camuflado entre el ma¨ªz, el pl¨¢tano y el caf¨¦. Ella, su esposo y su hijo adolescente son raspachines, recolectores de la hoja. "Es un trabajo muy duro", y muestra sus manos llenas de callos y ampollas. Su aliada es la neblina. En la zona hay mucha y es dif¨ªcil que las avionetas fumigadoras y los helic¨®pteros artillados que las protegen se arriesguen a entrar. "Esta mata est¨¢ aqu¨ª porque el Gobierno no ayuda al campesino", observa. Y hace cuentas: en tres semanas sacan limpios un mill¨®n de pesos -algo m¨¢s de 300 euros-. Con un cultivo tradicional, en un mes no llegar¨ªan ni a 300.000.
Eduardo Z¨²?iga, el gobernador de Nari?o, antrop¨®logo y catedr¨¢tico, y ahora pol¨ªtico, afirma que hay que acabar con la coca, "pero no s¨®lo con armas y represi¨®n". Tiene claras sus razones. Ni la fumigaci¨®n, que empez¨® en 2003, ni la erradicaci¨®n manual han servido para frenar su crecimiento. Adem¨¢s, convierte a soldados y polic¨ªas en enemigos de los campesinos.
En un caser¨ªo cercano a la carretera que une Tumaco con Pasto, la capital departamental, Ismael repite como una s¨²plica: "Ay¨²denme a que en este lugar acaben con la coca". Coca y violencia, est¨¢ seguro, van de la mano. Si se acaba el arbusto, detr¨¢s se ir¨¢n los grupos armados que se financian con ella. "Yo nac¨ª para morir; ?no me importa que me maten por decir la verdad!", a?ade. "Estoy harto de que me humillen, de que me digan a qu¨¦ hora puedo andar o no andar por mis caminos".
Y cuenta historias de c¨®mo las FARC -la guerrilla m¨¢s antigua del pa¨ªs- les amenazan. Son denuncias que se repiten: reclutan a los j¨®venes, los obligan a disparar contra su propia familia, los utilizan como escudo en los combates, amenazan con descargar sobre ellos "las balas que queden tras acabar con el ej¨¦rcito".
Los civiles deben ser mudos, ciegos y sordos. En Llorente, por ejemplo, el mayor centro de cultivo, acopio y procesamiento de coca de Nari?o, arriba -selva adentro- mandan las FARC; en el pueblo, los duros, como llaman a los narcotraficantes. Muchos han llegado a la conclusi¨®n de que cultivar la coca "es trabajar como mulas de carga para los armados".
Llorente era hace apenas siete a?os un sitio de paso, de unos 2.000 habitantes, a una hora de Tumaco. Aparece ahora como una alucinaci¨®n: una hilera de tiendas en las que se ofrecen sofisticados electrodom¨¦sticos, material de construcci¨®n y ropa de marca. Hay boutiques y hoteles de tres pisos. Est¨¢ atestado tambi¨¦n de bares, cantinas, discotecas y burdeles. Hasta el m¨¢s peque?o de los restaurantes tiene pantalla gigante de televisi¨®n.
Su posici¨®n estrat¨¦gica -cerca del mar, de Ecuador- permite el tr¨¢fico de armas y de maquinaria para procesar la hoja de coca. A los 12 a?os, los muchachos tienen ya media hect¨¢rea de coca, son clientes de billares y discotecas y pasan tardes enteras entretenidos con las diosas del amor. A esa edad, muchos saben quimiquiar en los laboratorios.
"Este pueblo se va a acabar", se atreve a sentenciar un campesino que lleg¨® atra¨ªdo por la bonanza ilegal. Ve malos signos. El precio ha ca¨ªdo: de 3.000 a 1.200 pesos -de algo m¨¢s de un euro a medio euro- el kilo de base de coca; la fumiga, aunque mata todo menos la coca, ha desalentado a cultivadores y compradores. Ya piensan en buscar un sitio m¨¢s seguro. "Es muy pesado estar con la ley encima". Aumentaron los robos, las extorsiones. "Es dif¨ªcil desprenderse del dinero f¨¢cil", reflexiona. ?Y qu¨¦ le ha dejado la coca? Responde de inmediato: "Siempre so?¨¦ con tener vacas. Ahora tengo unas cuantas, y no se las debo a nadie".
En Ricaurte, envuelto casi siempre en la bruma, Elder, un l¨ªder ind¨ªgena awa, lamenta: "Antes ve¨ªamos puro plomo; lo de las minas quiebrapatas es nuevo". Las FARC est¨¢n minando la zona para defenderse del ej¨¦rcito. Ese fin de semana, cinco personas de su comunidad hab¨ªan muerto destrozadas. Dos eran ni?os... "Colocan las minas por donde uno va y las dejan tapadas con pura hojita", dice Elder. Est¨¢n colocando trampas hasta en la carretera. Dos soldados y un polic¨ªa saltaron hechos pedazos al pisarlas.
Los awas se sienten acorralados. "Nos llueve una desgracia tras otra", dicen. Sus l¨ªderes est¨¢n amenazados. Los nuevos paras, al igual que a todos los l¨ªderes sociales del departamento, los tienen en la mira. "Nos quieren acabar", dice uno de ellos. Los conflictos entre unos y otros siempre los dejan en medio, pisoteados. Selva adentro, donde est¨¢n los laboratorios de procesamiento de la coca¨ªna, la situaci¨®n es peor: est¨¢ prohibido andar por sus caminos despu¨¦s de las cuatro de la tarde. Lo que no entienden es por qu¨¦ a la hora de negociar la mercanc¨ªa todos son amigos. "En una sola lancha he visto salir coca de ambos: paras y guerrilla; ?s¨®lo les interesa el dinero!", a?ade uno de ellos a¨²n con asombro.
Tiene la lista de desastres producidos por la coca: "Nuestros bosques antes estaban enteros; nuestros recursos naturales, completos; las aguas, sin contaminar...". No pueden salir tranquilos a cazar ni a pescar, ni ir a los pueblos a comprar sal o a buscar ayuda m¨¦dica... La unidad familiar se perdi¨®: los j¨®venes, si surge un problema, no lo resuelven a la manera ind¨ªgena, sino que acuden a "los armados", que lo solucionan pronto, a tiro limpio. "?ramos due?os de la casa; ahora estamos a merced de los que tienen las armas".
Los viejos y los l¨ªderes aconsejan a los j¨®venes sin ¨¦xito: "No se involucren con coca, ni con los grupos armados; no vendan la tierra...". Pero desde la mafia se habla m¨¢s fuerte: "?No sea bruto!, con madera y cerdo no gana nada, ?la plata est¨¢ en la hoja!". Muchos vendieron sus tierras por un fajo de billetes. Hoy son jornaleros. Cuando llega la cosecha, los buscan puerta a puerta para que sean raspachines.
Los operativos militares que empezaron en 2005 han generado m¨¢s de un desplazamiento. El ej¨¦rcito, denuncian, los maltrata, los tacha de guerrilleros. Les piden el documento de identidad y, como muchos no lo tienen, los agreden. "Est¨¢ complicada esta vaina por todo lado", dice el gobernador ind¨ªgena, contento con la campa?a de identificaci¨®n organizada en julio pasado por ACNUR y la Registradur¨ªa. "La ley est¨¢ molestando mucho, y con ese papelito se defiende uno", afirma.
"Si no hay mano de obra para sembrar la coca, se acaba", dice el gobernador, resumiendo su propuesta alternativa para poner fin a este mal. La clave es concertar con la comunidad la erradicaci¨®n manual y los proyectos productivos. Cree que la mayor¨ªa de campesinos que se dedicaron a este oficio, "empujados por la necesidad", tienen ya claro que no es la soluci¨®n. La miseria sigue igual. El dinero se esfum¨® en licor, juegos, mujeres, armas, equipos de sonido... Muy pocos ahorraron o invirtieron.
El obispo de Tumaco no comparte este optimismo. "El deterioro de la conciencia de quien la siembra es mayor que en quien la consume", se?ala. "En el primero se pierden todos los valores; el dinero se vuelve su dios". Seg¨²n sus cuentas, tan s¨®lo un 40% de los cocaleros est¨¢ dispuesto a dejar a su nuevo ¨ªdolo.
Sin embargo, tampoco apoya la fumigaci¨®n, porque "contamina y acaba con los cultivos l¨ªcitos". A la palma africana le sali¨® un hongo que la est¨¢ matando. Se sospecha que lleg¨® en el qu¨ªmico que se riega en la fumiga. Este cultivo, dice el obispo, ser¨ªa una buena alternativa, pero no como se hace ahora: gente de fuera, de grandes compa?¨ªas, compraron a la poblaci¨®n negra sus terrenos comunitarios. Luego importaron la mano de obra. Los dejaron sin tierra y sin trabajo.
Durante a?os, el obispo ha predicado sobre la maldad que arrastra la coca. Guarda una esperanza: que "el ambiente de guerra y muerte que se respira" aleje, finalmente, a la gente de la maldici¨®n de la coca. Es lo mismo que dice el gobernador de otra manera: "Mientras haya coca, no habr¨¢ paz en Nari?o".
Milena escribe cartas a su padre muerto
"DESDE ESA TORRE, HACIA EL SUR, est¨¢ plagado de minas antipersonas", dice el alcalde de Samaniego, Harold Mont¨²far. Y se?ala el perfil de la cadena de monta?as que rodea a esta poblaci¨®n de 50.000 habitantes. Es un hombre de 38 a?os, de piel y mirada transparentes. Viste siempre camisetas o camisas de color naranja, el color de la neutralidad. La predica para hacerle frente a la violencia. Ha logrado que cesen los retenes en la carretera, que dejen de atacar el pueblo, que ha sufrido 15 tomas desde 1989. Pero todos los grupos armados lo tienen amenazado. En Samaniego hay coca y amapola.
El minado aument¨® desde que las FARC y el ELN -las dos grandes guerrillas del pa¨ªs- decidieron matarse entre ellos. El a?o pasado, 19 personas pisaron estas trampas mortales; en ¨¦ste ya van 24. Ocho murieron; la mayor¨ªa, desangradas camino al hospital. "La gente del monte", como llaman a los guerrilleros, establecieron una multa de dos millones de pesos -unos 770 euros- para el que pise una mina entre las cuatro de la tarde y las seis de la ma?ana. A esas horas est¨¢ prohibido andar por los caminos; la orden afecta a personas y animales.
El alcalde espera concretar pronto el desminado, al menos con el ELN. Doce escuelas est¨¢n en zona de riesgo. Los profesores ense?an a sus alumnos c¨®mo protegerse: no deben recoger tarros, ni pl¨¢sticos, ni juguetes que encuentren en el camino. Se han creado rutas seguras para llegar y salir de la escuela, y los atajos que desde la monta?a caen directos al pueblo est¨¢n prohibidos. Algunos padres han retirado del estudio a sus hijos; otros pidieron a los maestros no pasear por las quebradas, ni ir de visita a otras escuelas. "Nos estamos acostumbrando a convivir con los peligros", confiesa una maestra.
Una de las que m¨¢s se cuidan es Milena. Tiene 12 a?os. Su padre muri¨® v¨ªctima de estos explosivos artesanales. Tuvieron que dejar abandonada la finca que ten¨ªan arriba, en tierra fr¨ªa. Ahora, con su mam¨¢ y sus tres hermanos, vive en una casa prestada a la salida de Samaniego. "Ya no sabr¨ªa vivir all¨¢; pensar¨ªa que hay minas por todos los lados", dice con ese hablar arrastrado de los campesinos nari?enses. El padre ten¨ªa 33 a?os. Milena le escribe cartas llenas de flores, corazones y animales, y se las lleva al cementerio los domingos. Le pide que perdone "a esa gente" por el da?o que les hizo, que ayude a su mam¨¢ para que pueda mantenerlos y a ella para que le vaya bien en la escuela...
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