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Al parecer, Antonio Puerta era un chico muy apa?ado que se hab¨ªa criado en el barrio de Nervi¨®n, entre cuyas aceras hab¨ªa aprendido a dominar el bal¨®n hasta que su pericia le regal¨® un destino: ingresar en el equipo que siempre le hab¨ªa deslumbrado y figurar como protagonista en uno de esos cromos que intercambiaba con sus compa?eros en el patio del colegio. R¨¢pidamente se convirti¨® en una promesa que no dejaron de corear los noticiarios; m¨¢s all¨¢ del oro y el platino, metales ya devaluados en otras comparaciones, su pierna recibi¨® el ep¨ªteto ¨¦pico de zurda de diamantes, por la precisi¨®n con que consegu¨ªa transformar una trivial esfera de cuero en un meteoro. Hasta hace poco m¨¢s de una semana, yo no hab¨ªa o¨ªdo en mi vida hablar de este prodigio; hoy dudo que ninguno de los detalles de su hagiograf¨ªa me sea desconocido. Como una marea de petr¨®leo, la muerte de Puerta contamin¨® los ecos de sociedad y las p¨¢ginas de sucesos, empap¨® de negro programas que hasta la tarde previa hab¨ªa lucido el color rosa de la laca de u?as, cont¨® con poder para solapar las muertes simult¨¢neas de otro millar de individuos en un villorrio de Per¨², am¨¦n de las masacres rituales, casi dom¨¦sticas, que se celebran semanalmente en el Irak liberado. Tal fue el estruendo que un despistado que regresaba aquel d¨ªa de un viaje, despu¨¦s de haber permanecido varias jornadas desenchufado del mundanal ruido, no consigui¨® enterarse de que tambi¨¦n otro hombre hab¨ªa dejado de existir. Este rebasaba con creces la veintena, con lo cual carec¨ªa de las credenciales que convienen a los mitos; en vez de corretear por el c¨¦sped hab¨ªa permanecido la mayor¨ªa de su existencia sentado en una silla, frente a una m¨¢quina de escribir y un cenicero donde un paquete de Marlboro se desvanec¨ªa poco a poco en humo; no cay¨® en una esquina del campo, sino en su cama, otro insulto a la leyenda; no hab¨ªa marcado goles, s¨®lo era responsable de casi 80 libros, entre novelas, recopilaciones de art¨ªculos y desprop¨®sitos varios. Cuando la muerte de Puerta se aclar¨® y me permiti¨® mirar a trav¨¦s de ella encontr¨¦ que tambi¨¦n Paco Umbral hab¨ªa desaparecido, y lo sent¨ª de veras. No por el propio Umbral, del que apenas hab¨ªa le¨ªdo un par de cosas y no con excesivo j¨²bilo, sino por lo que significaba esa extinci¨®n callada, entre susurros, casi clandestina, en comparaci¨®n con la fanfarria y los altavoces de la otra. En alg¨²n momento de vanidad y de orgullo corporativo, casi pens¨¦ que asist¨ªa a una ofensa y que el tr¨¢nsito de un escritor merec¨ªa otro trato en los informativos. Luego me di cuenta de que el silencio siempre es m¨¢s piadoso, y que la familia del hombre de los libros hab¨ªa sido bendecida con un regalo que no tuvo la del hombre del bal¨®n.
No dudo que Antonio Puerta fuese una persona de talento excepcional, que acariciase la idea de llevar a los columpios al hijo que no conoci¨® y animara los vestuarios de su equipo con chistes explosivos, pero no cesa de sorprenderme ese marasmo, la par¨¢lisis y el clamor que se ha adue?ado de esta ciudad ante su ca¨ªda. De repente, gente que jam¨¢s hab¨ªa o¨ªdo hablar de ¨¦l prorrumpi¨® en sollozos, bocas que seguramente hab¨ªan mezclado su nombre con insultos lo elevaron a los altares, se?oras que ignoran el mecanismo de un fuera de juego lamentaron el tama?o de su p¨¦rdida para el deporte mundial. La exageraci¨®n en el gesto siempre deja el poso en quien la presencia de la duda, del recelo, la sospecha de que entre la emoci¨®n y su impostura s¨®lo media una l¨ªnea delgada y muy borrosa. La resaca de este hecho lamentable me deja la impresi¨®n de que la multitud siente la compulsi¨®n de gritar y rasgarse las vestiduras y de que la televisi¨®n se complace en exhibir ata¨²des, coronas y sollozos siempre que se les ofrece la m¨ªnima ocasi¨®n: el pretexto casi resulta secundario. A unos d¨ªas de distancia, el pesar toma los tintes de la verg¨¹enza y me hace pensar que la familia de Puerta habr¨ªa merecido la piedad del homenaje callado, el apret¨®n de la mano amiga m¨¢s ac¨¢ de los estr¨¦pitos publicitarios, que siempre tienen algo de venal y de obsceno. Por eso creo que, en el fondo, Umbral ha tenido suerte. El dolor, como las monedas, no posee mayor valor porque suene m¨¢s al caer.
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