Los Tr¨ªas de Barcelona
Todos: j¨®venes, viejos, hombres, mujeres, sedentarios, n¨®madas, tenemos una geograf¨ªa an¨ªmica sin la cual no podr¨ªamos pensar en nosotros mismos. ?sa es nuestra patria. En el paisaje biogr¨¢fico de cada cual van entrando, desde que nacemos, muebles, rostros, panoramas, edificios, avenidas, cuerpos, monumentos, habitaciones, climas, parques, y cada uno de esos lugares est¨¢ habitado de un modo peculiar. Para uno, los signos primeros de un espacio propio vendr¨¢n por el camino de la escuela entre choperas y junto a un arroyo. Para otro ser¨¢ el autob¨²s del colegio donde una docena de ni?os le miran subir con ojos so?olientos. O bien el cuarto de jugar con todas las posibilidades dispersas por el suelo y la lluvia de domingo en las tediosas ventanas.
Luego se van a?adiendo nuevos lugares y nuevos habitantes. La cafeter¨ªa de la facultad, con medio centenar de ingeniosos colegas tratando de imponerse. El taller donde un bronco maestro nos ense?a el ensamblaje de las maderas reci¨¦n aserradas. La primera caza del pulpo. Un viaje en tren nocturno. Todos los lugares van fundi¨¦ndose con las personas que les dan sentido y al cabo de los a?os apenas hay un rostro que no se encuentre unido a un paisaje. No hay un solo espacio de la memoria que no est¨¦ habitado por un rostro.
Tambi¨¦n llega el d¨ªa en que esos paisajes, esos lugares, esos espacios que nunca estuvieron quietos (s¨®lo en nuestra memoria est¨¢n detenidos), comienzan a esfumarse prontamente de tal modo, que al cabo de muy poco s¨®lo la memoria de los veteranos mantiene intacto el lugar, el paisaje, el espacio tal y como fue alguna vez. Para mucha gente de mi generaci¨®n, la Barcelona que puso escenario a nuestras vidas primeras apenas existe. No es s¨®lo que se alcen bloques de viviendas, grandes almacenes, hoteles o escuelas t¨¦cnicas all¨ª en donde antes jade¨¢bamos sobre la bicicleta por terrenos bald¨ªos en los que pastaban mulas; es que tambi¨¦n el centro hist¨®rico cuenta ahora una historia que no es la nuestra. As¨ª, donde antes hab¨ªa una rambla abigarrada y popular, pecadora y lumpen, hay ahora un intestino grueso que digiere turistas. Aunque sin duda ¨¦sa es ahora la fuente de nuevas memorias.
Los escenarios se transforman, pero lo que fueron queda fijo en la memoria de quienes los vivieron. Su testimonio es la ¨²nica prueba de que alguna vez hubo vacas que mug¨ªan por la noche en la calle Muntaner. Por eso, cada vez que desaparece una memoria, desaparece tambi¨¦n una parte del paisaje y del espacio. La ciudad en la que a¨²n vivo, Barcelona, es para m¨ª inseparable de unas cuantas personas. Y una parte importante de ese grupo de ciudadanos lo forman los Tr¨ªas, familia extensa e intensa. El pasado 20 de agosto hubimos de amputarnos un Tr¨ªas. Fue como si a la ciudad le hubieran arrancado el mar. Sin mar, Barcelona podr¨¢ ser una ciudad interesante para quienes nazcan a partir de ahora, pero ya no puede serlo para quienes hemos conocido la Barcelona mar¨ªtima. Sin Carlos Tr¨ªas, la ciudad parece haber perdido el mar.
Casi todos los que le han recordado estos d¨ªas han subrayado su estupenda presencia. Daba gozo verle. Alto, desgarbado, cargado de espaldas como para hacerse perdonar los casi dos metros de estatura, con un mech¨®n de pelo siempre en guerra entre los ojos y el humo del cigarro, la voz de bajo ruso, la cerveza peligrosamente inclinada, el tartamudeo a la inglesa, los cabezazos y el ¨ªndice alzado cuando repet¨ªa con entusiasmo deportivo "?e-xac-to, e-xac-to!" cada vez que su interlocutor dec¨ªa algo tan s¨®lo razonable: era el hombre feo m¨¢s guapo que he conocido.
Algunos privilegiados muestran tanto esp¨ªritu en el cuerpo como en el alma, de modo que es perfunctorio alabarles el intelecto. Los libros de Juan Benet son muy buenos, pero no son nada comparados con haberle visto en vivo con un mazo de folios en la mano y perorando sobre la teodicea de Leibniz, sobre la que no ten¨ªa ni pu?etera idea. Carlos Tr¨ªas era uno de estos individuos magn¨ªficos, y por eso su ausen
-cia f¨ªsica es m¨¢s dura de sobrellevar que la de otros que tambi¨¦n han escrito libros, pero que eran m¨¢s cansados de mirar.
Conoc¨ª a Carlos Tr¨ªas cuando yo ten¨ªa nueve a?os y ¨¦l seis. En una pelea a pedradas entre bandas de ambos lados de la riera de Vilasar, coincid¨ª con el otro gran Tr¨ªas de Barcelona, Eugenio, cuando por poco me descalabra de un cantazo uno de su banda. Eugenio era someramente pac¨ªfico y medi¨® para que ambos bandos hici¨¦semos las paces. No dese¨¢bamos otra cosa, as¨ª que nos fuimos todos con Eugenio, que siempre ha sido el mayor, hasta la verja de su casa. Una vez all¨ª, nos invit¨® a sentarnos por el suelo y dijo que iba a llamar a su hermano para que le conoci¨¦ramos. Al rato lleg¨® Carlos, que ya entonces era larguirucho y (aunque es imposible) lo recuerdo con una colilla en la boca. Eugenio dijo: "?ste es Carlos, mi hermano. Saluda, Carlos". Y Carlos dijo: "Caca, pedo, culo, pis". Y se fue. Eugenio, feliz, sonre¨ªa como si ya llevara bigote. De entonces dura nuestra admiraci¨®n. No sab¨ªamos que pudieran decirse esas palabras, ni mucho menos todas juntas, sin caer fulminados por un rayo celeste; tan delicada era la infancia de aquel siglo. Desde entonces, ya no hemos dejado de decirlas. Tambi¨¦n cuando milit¨® en la extrema izquierda m¨¢s tremenda, Carlos segu¨ªa diez a?os por delante de los dem¨¢s diciendo lo que no se debe decir, pero que m¨¢s tarde dice todo el mundo.
El d¨ªa de la despedida, Eugenio confes¨® que no se le hab¨ªa escapado un hermano, sino un amigo. En efecto, Carlos s¨®lo sab¨ªa ser amigo. Era amigo incluso de Cristina Fern¨¢ndez Cubas, la chica m¨¢s interesante de Arenys de Mar, con quien hab¨ªa vivido cuarenta a?os y eran ¨ªntimos. Cuarenta a?os de amistad, Dios m¨ªo, indica una capacidad amistosa descomunal. Por ambas partes. Pero es que era in¨²til tratar de enemistarse con Carlos. Alguno que lo intent¨® se enfurec¨ªa cada vez que lo cruzaba por la calle, porque Carlos, que evidentemente hab¨ªa olvidado por completo la pendencia, se avanzaba con una enorme sonrisa para abrazarle y, cuando el otro sal¨ªa huyendo, bermejo y apopl¨¦tico, Carlos nos miraba at¨®nito. "?Qu¨¦ le pasar¨¢ a este t¨ªo?", musitaba, alzando unas cejas a lo Breznev.
Eugenio nos hizo llorar a mares el d¨ªa 20. Por pura coincidencia, yo estaba leyendo un monumental libro suyo sobre filosof¨ªa de la m¨²sica que prepara para este oto?o. La pasi¨®n de Eugenio por la m¨²sica ha dirigido su vida. Aunque no soy buen juez dada mi amistad hacia ¨¦l, creo que el libro culmina una obra inmensa del modo m¨¢s extraordinario: escapando de las palabras. Muestra Eugenio en su ensayo la concordia de la matem¨¢tica y la m¨²sica, la preeminencia de la m¨²sica sobre la palabra, la necesaria presencia de un orden anterior al ling¨¹¨ªstico en cuyas moradas y recintos puedan acomodarse los conceptos cuando se hagan palabra. De Monteverdi a Xenakis, la historia de la m¨²sica que cuenta Eugenio es la de una armon¨ªa posible cuyo significado puede o¨ªrse, pero no hablarse.
Tras la despedida son¨® una canci¨®n de Schubert y pens¨¦ que Eugenio deb¨ªa de estar considerando la vicisitud del amigo, su disoluci¨®n en sonidos a¨²n audibles, su entrada en una armon¨ªa alejada de nosotros, pero no separada. Luego hubo que hacerse a la idea de que todo hab¨ªa concluido, excepto el paisaje que en nuestra memoria siempre ser¨¢ inseparable de aquel rostro. Salimos de all¨ª abatidos, porque la vida hab¨ªa perdido a Carlos Tr¨ªas.
F¨¦lix de Az¨²a es escritor.
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