El cuento de la ni?a Calabaza
"A USTED LE GUSTAN mucho los ni?os", me dijo una periodista, y no era una pregunta (que ser¨ªa lo suyo), sino una afirmaci¨®n, como si para esa mujer yo fuera un libro abierto. Y eso, nunca. Pues no, le dije yo; a m¨ª los ni?os, en plural, no me gustan nada. Siempre me horrorizaron esas tardes de cumplea?os a las que algunos padres se entregan como animadores culturales visti¨¦ndose de payasetes y avergonzando a sus propios hijos. A m¨ª me gustan los ni?os de uno en uno. Me gustan hasta los diez a?os o as¨ª, cuando a¨²n no han perdido la po¨¦tica del lenguaje reci¨¦n aprendido y son fil¨®sofos, poetas y pintores de primera fila. Me gusta cuando son genios. Nuestros hijos se quejan, como todos los hijos; dicen que les quer¨ªamos m¨¢s cuando eran bajos, inocentes y gordos. Y nosotros decimos que no, que no. Pero la verdad no se puede ocultar. A veces miramos las fotos, vemos a esos peque?os cachalotes en las fotos playeras y se nos escapa un ay de melancol¨ªa. Esa melancol¨ªa aumenta en septiembre. Con la primera manga larga te asalta la nostalgia de la compra de plumieres, porque, superada esa tierna edad, cuando se te acerca un hijo, te echas la mano al bolsillo para defenderte del atraco. En este mes me acuerdo siempre de Omar, ni?o guineano al que cuidamos tanto por la extra?a raz¨®n de que nos convertimos durante dos a?os (lo nuestro es para nota) en babysitter de la se?ora de la limpieza. El ni?o Omar se pon¨ªa triste al caer la tarde, y eso convert¨ªa nuestras conversaciones en poes¨ªa filos¨®fica. En v¨ªsperas de que empezara el colegio le pregunt¨¦: "?Qu¨¦ es lo que m¨¢s y lo que menos te gusta de septiembre?". El ni?o Omar respondi¨®: "Lo que m¨¢s, el olor de los l¨¢pices nuevos; lo que menos, c¨®mo me miran algunas personas". A esto le llamo yo poes¨ªa de la experiencia. No se puede decir mejor ni con menos palabras. Ah¨ª veo resumida la felicidad y la tristeza de mi vida: el perfume del l¨¢piz en el que est¨¢ contenido tu infancia y la de tus hijos, y la mirada del que te quiere mal. Los que te quieren mal suelen ser extra?os, pero a veces, las peores, son de tu propia familia. Eso es lo que ense?aban, sin piedad, los cuentos que nos contaban las abuelas, y que luego nosotros le¨ªmos a nuestros ni?os en la recopilaci¨®n de Rodr¨ªguez Almod¨®var, Los cuentos al amor de la lumbre. Esos cuentos del hambre, la oscuridad y el fr¨ªo que tantas veces o¨ª de las voces antiguas de mis t¨ªas nos desvelaban una verdad terrible: la de que los ni?os pod¨ªamos ser v¨ªctimas de la brutalidad, el desamor o el abandono. En algunas historias, la maldad estaba representada por personajes fant¨¢sticos, como el gigante, el drag¨®n, el monstruo, la bruja..., que los ni?os acept¨¢bamos como reales; pero en otras ocasiones, las m¨¢s inquietantes, contaban cuentos de ni?os abandonados por los padres en el bosque, y eso te dejaba en el coraz¨®n una muda sospecha que luego el sue?o, afortunadamente, disipaba. Aunque los cuentos cambiaran superficialmente la naturaleza del abandono, era casi siempre la misma: un pobre padre, un manso, casado de segundas con una arp¨ªa, obedec¨ªa las ¨®rdenes crueles de su nueva mujer y llevaba a su ni?o o ni?os al bosque, donde los dejaba a merced de brujas y lobos. Los ni?os, tras un largo martirio, consegu¨ªan zafarse de la bruja. Lo extraordinario es que volv¨ªan tan contentos con el padre, al que el mismo autor del cuento deb¨ªa considerar una v¨ªctima del bicho de su mujer. Esos cuentos en los que se alternaba la risa y el miedo con una sabidur¨ªa acumulada de siglos, y que a nosotros nos quitaban el aliento, escond¨ªan, dicen los expertos, una verdad m¨¢s terrible, que hab¨ªa sido limada, seguramente, para no provocar el insomnio infantil: la maldad que nosotros conocimos atribuida a la madrastra era en tiempos a¨²n m¨¢s antiguos obra de los propios padres; as¨ª de crudo. El padre abandonaba a los ni?os en mitad del bosque una noche oscura de invierno porque estaba de acuerdo con la madre (biol¨®gica) en que ten¨ªan que librarse de ellos. Las historias habr¨ªan sido creadas a partir de una base real: ni?os que sobran, ni?os a los que no se puede alimentar, ni?os que hasta el siglo XIX no eran apreciados como tales, sino que se criaban para que llegaran a ese estado superior que es la edad adulta. Cuando nos lo contaban a nosotros, el cuento adquir¨ªa un sentido pedag¨®gico, aunque fuera el de la letra con sangre entra: s¨®lo los tontos andan por el mundo confiando en el pr¨®jimo. Con nuestros ni?os, la situaci¨®n ha sido y est¨¢ siendo parad¨®jica: les contamos cuentos menos terribles, pero nunca los podemos dejar solos en la calle y est¨¢n advertidos de la maldad de los desconocidos. Tantas vueltas para llegar a lo mismo. Otros ni?os, los ni?os americanos, m¨¢s en el futuro que los nuestros, ya est¨¢n adiestrados desde que comienzan a hablar para no decir ni los buenos d¨ªas en el ascensor porque est¨¢n informados de que todos los adultos son pederastas en potencia. Los cuentos han cambiado, pero la realidad se empe?a en seguir siendo una historia de fr¨ªo y oscuridad. El bosque es esa estaci¨®n ferroviaria de Melbourne en la que una ni?a de tres a?os es abandonada por un padre loco o cruel, o las dos cosas. Y la ni?a, a la que en este historia hemos llamado Calabaza, es la misma ni?a que cruza los bosques desde hace siglos; tiene el mismo desconcierto, el mismo miedo. No sabe que ya nunca m¨¢s ver¨¢ a su madre y tampoco que a trav¨¦s de Internet millones de personas hemos sido horrorizados testigos del cuento. Tantos ojos vi¨¦ndola. Pero su soledad es la misma, la misma de entonces.
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