?Por qu¨¦ Montaigne?
Uno de los pocos autores cl¨¢sicos que se citan ¨²ltimamente con cierta frecuencia es Montaigne. Y no s¨®lo se cita, sino que se publica de nuevo en muchos pa¨ªses de Europa. Aqu¨ª ha tenido un ¨¦xito inesperado la traducci¨®n catalana reciente, realizada por Proa, y para noviembre se anuncia por parte de la editorial Acantilado la edici¨®n de los Ensayos seg¨²n la edici¨®n p¨®stuma de 1595 preparada por Madame de Gournay, ferviente disc¨ªpula de Montaigne.
Por su propia textura los Ensayos invitan a la cita, y no olvidemos que Montaigne mismo construy¨® su obra sirvi¨¦ndose, a modo de andamios, de una interminable sucesi¨®n de citas procedentes de la cultura griega y latina. Citar a Montaigne es, en cierta manera, seguir el juego por ¨¦l propuesto ya que en ning¨²n momento crey¨® que un escritor deb¨ªa ser original, en el celoso sentido moderno, sino que, por el contrario, consider¨® que todo libro, por innovador que fuera, no dejaba de ser una glosa de los libros que previamente hab¨ªan sido escritos.
Como literato Montaigne mismo fue, simult¨¢neamente, un revolucionario y un tradicionalista. Al considerarse con una radicalidad sin precedentes el objeto de estudio de su libro fue un revolucionario. Recogi¨® el desaf¨ªo planteado 10 siglos antes por san Agust¨ªn en las Confesiones, con el riesgo a?adido de no poseer la fe de ¨¦ste, sino un escepticismo poco dado a ampararse en las creencias religiosas.
Pero tambi¨¦n fue un tradicionalista con convicciones muy arraigadas con respecto a la jerarqu¨ªa; la excelencia. Naturalmente, por su formaci¨®n humanista, Montaigne estaba convencido de la superioridad de los valores cl¨¢sicos. De ah¨ª su gusto por las citas que en los Ensayos aparecen como compendios lapidarios de la maestr¨ªa antigua.
Tan convencido estaba Montaigne de esta autoridad que su espacio vital ¨ªntimo, en la habitaci¨®n m¨¢s alta de su ahora famosa torre, estaba dominado por la presencia de los que ten¨ªa por sus maestros. Desde su mesa de trabajo se asegur¨® una visi¨®n de conjunto de su biblioteca, formada por un millar de vol¨²menes dispuestos en estanter¨ªas curvadas que segu¨ªan el curso del muro circular. Los libros, dec¨ªa, le proteg¨ªan. Adem¨¢s, hizo labrar las vigas de la torre con sus sentencias favoritas. Quien quiera reconocer la columna vertebral sobre la que se sostienen los Ensayos tiene que leer obligadamente esta refinada antolog¨ªa formada por 57 sentencias, en las que destaca el Eclesiast¨¦s al lado de Plat¨®n, S¨®focles y Eur¨ªpides.
Sin embargo, Montaigne no era ¨²nicamente tradicionalista porque respetaba la autoridad espiritual de la tradici¨®n antigua, sino porque, en medio de una ¨¦poca de gran incertidumbre, marcada por violentas guerras de religi¨®n, pensaba que era necesario preservar los cauces que conduc¨ªan a los hombres de generaci¨®n en generaci¨®n. Socarr¨®n y poco dado a la reverencia, Montaigne recomendaba, no obstante, el respeto de los rituales y de las costumbres. Experimental y osado en su pensamiento, hasta explorar regiones in¨¦ditas, detestaba el esc¨¢ndalo f¨¢cil y nunca cedi¨® ante la tentaci¨®n de la iconoclastia.
Es muy probable que sea esta sutil combinaci¨®n entre rebeld¨ªa moral y respeto por la tradici¨®n la que ha erigido a Montaigne en uno de los escasos interlocutores de calidad literaria a los que rinde homenaje nuestra ¨¦poca, aunque sea en peque?as dosis. Los Ensayos aparecen como una propuesta abierta, sin rigideces, elegantemente estoica, pero, al mismo tiempo, como un texto apasionado y exigente. No hay en ellos ninguna verdad absoluta aunque, como contrapartida, hay una continua b¨²squeda de la verdad.
Montaigne encaja bien, si as¨ª puede decirse, en esta ¨¦poca nuestra de gran resaca en la que la retirada, mar adentro, de los dogmas ideol¨®gicos ha dejado al descubierto una interminable tierra bald¨ªa. Para los depredadores que pululan en el erial de Montaigne, que estaba lejos de ser un moralista, es un pensador excesivamente moral. Prefieren directamente a los c¨ªnicos. Adem¨¢s, su hedonismo pausado poco tiene que ver con la rapacidad que quiere ser presentada con m¨¢scara hedonista.
En el otro lado, a los dogm¨¢ticos, Montaigne se les hace doblemente inc¨®modo porque no s¨®lo va por otro camino, sino que se r¨ªe abiertamente del que ellos recorren. Los siglos XIX y XX fueron por lo general poco propicios al tipo de talante intelectual que se expande en los Ensayos, por m¨¢s que, desde luego, no faltaron los que agradecieron su indagaci¨®n antidogm¨¢tica (entre ellos, aqu¨ª, Josep Pla, como es bien conocido). El exhibicionismo ideol¨®gico de estos dos ¨²ltimos siglos hizo que se prefiriera a los grandes constructores de sistemas como Hegel y Marx, o a aquella vanguardia que opon¨ªa temerariamente -como despu¨¦s se ha visto- la revoluci¨®n a la tradici¨®n. Hombres como Spinoza, Pascal y Goethe, pese a la enorme talla que se les otorgaba, nada ten¨ªan que hacer en un mundo de verdades establecidas por la ideolog¨ªa.
Algo similar ha ocurrido con Montaigne, quien ahora aparece m¨¢s moderno a nuestros ojos que tantos pr¨®ceres de la modernidad que han suscitado apostolados multitudinarios. Cualquier cita de los Ensayos de Montaigne aparenta ser fresca y prometedora frente a las enumeradas doctrinas de los dogm¨¢ticos. Claro que tambi¨¦n cualquiera de las citas escogidas por Montaigne para ser grabadas en las vigas de su torre podr¨ªa encabezar alguno de nuestros pensamientos en el caso de que nos decidi¨¦ramos todav¨ªa a pensar. Al fin y al cabo fue Montaigne quien populariz¨® la frase de Terencio que tantos han utilizado: "Soy un hombre; nada humano me es ajeno".
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