Fruta tropical
Qu¨¦ dulce es poder comprar medio kilo de kiwis y un mango a las diez de la noche en una ciudad tan r¨ªgida de horarios como Madrid. No vamos a reincidir en la cantada tragedia del peque?o comercio, por el que naturalmente todos sentimos una gran simpat¨ªa en nuestro yo rom¨¢ntico. Pero somos seres compuestos, y el usuario que tambi¨¦n hay en m¨ª querr¨ªa que, por poner un caso, a las 15.30, y sin necesidad de ir a los grandes espacios, un peque?o tendero de mi barrio me vendiera una lata de at¨²n. Por no hablar de la noche, en la que s¨®lo las franquicias aguantan abiertas. La cosa est¨¢ cambiando.
Al principio lo observ¨¦ con curiosidad. En un estrecho local antes dedicado al corte de pelo (?declina esa necesidad del cuerpo humano? ?nos hacemos un poco m¨¢s hirsutos?), abri¨® hace pocas semanas una fruter¨ªa regentada por una familia for¨¢nea. De pasada cre¨ª, viendo en la vitrina unas hortalizas desconocidas, que era una tienda estrictamente ¨¦tnica, como otras que he visto por Lavapi¨¦s, que s¨®lo expenden carne halal y especias para unos curries con los que mi est¨®mago ya no puede, y no por falta de ganas. Un d¨ªa me llam¨® la atenci¨®n un tomate global, quiero decir, un tomate que cualquier ensalada aceptar¨ªa sin denominaci¨®n de origen. Y me par¨¦ delante de la puerta de la fruter¨ªa: sus dependientes, dos indios j¨®venes, venden de todo y todos los d¨ªas, casi a cualquier hora, y su comercio es como los de antes, con la diferencia de que ¨¦ste hace la felicidad de los vecinos m¨¢s olvidadizos o desastrados. Cada d¨ªa que paso veo m¨¢s cola ante el establecimiento.
La Transici¨®n empez¨® para m¨ª el d¨ªa que encontr¨¦ en el mercado de San Cayetano un kaki
Podr¨¢ parecer una met¨¢fora facilota, o incorrecta, pero la ampliaci¨®n de la oferta frutal en mi barrio tiene mucho que ver con lo que ya de un modo generalizado, aunque en unas zonas m¨¢s que en otras, se ve por todo Madrid: la ocupaci¨®n vital del espacio por los inmigrantes. Hace alg¨²n tiempo s¨®lo eran cajeras de supermercado, cuidadores de ancianos, camareros, y en el metro cantores que irrump¨ªan en agrupaciones folkl¨®ricas entonando melod¨ªas de sus altas tierras. Fue el momento en que mi barrio era rebautizado como la Peque?a Quito, por el n¨²mero de sus ecuatorianos, seguidos a corta distancia por los peruanos. Ya no es as¨ª, del mismo modo que la fruta que ahora les compro de manera regular -descubierta la naturaleza de la tienda y sus maravillosamente laxos horarios- a los comerciantes asi¨¢ticos es tambi¨¦n variada y rica. Ayer compr¨¦ una papaya que pesaba un kilo, los higos chumbos te los dan ya raspados de pinchos, como en Marruecos, y hasta los jubilados se han pasado de la escarola a la r¨²cula. Mi infancia es un recuerdo de tristes ensaladas de lechuga, hasta que un d¨ªa descubr¨ª en Inglaterra (curiosa vuelta al mundo en 80 peniques) el aguacate, que all¨ª llaman, juiciosamente avocado. ?Por qu¨¦ en la Espa?a de Franco no exist¨ªa? Ni el aguacate, ni la endivia, ni el pomelo, ni el br¨¦col. La Transici¨®n empez¨® para m¨ª, verdaderamente, el d¨ªa en que encontr¨¦ en el mercado de San Cayetano un kaki.
Para amargarme el dulce de ese postre, hay un amigo que me recuerda que mi liberalismo frutal, caso de extenderse a las peque?as librer¨ªas donde me surto y de las que en buena medida vivo, acabar¨ªa con ellas. Su recriminaci¨®n me conmueve, y cada vez que la hace me siento culpable de la macedonia tropical que me he tomado esa misma ma?ana. Pero, ?no ser¨ªa posible, me pregunto yo, y se lo tengo que decir a mi amigo la pr¨®xima vez que le vea, que tambi¨¦n los libreros acomodasen sus horarios a sus clientes, regal¨¢ndoles esa oportunidad entre clandestina y sagrada de hojear libros y comprarlos a altas horas de la noche? Lo hacen en Londres, pero tambi¨¦n en la Ciudad de M¨¦xico y en Buenos Aires (entre las ciudades que conozco), y me parece que Madrid deber¨ªa poder ofrecer esas delicatessen en materia de letra impresa.
Ser¨ªa otra forma de dulzura ciudadana. Salir de una librer¨ªa al filo de la madrugada con un par de novelas y un libro de poemas, buscar un taxi, encontrarlo, subir, dar una direcci¨®n, entablar una conversaci¨®n con el conductor y enterarse de que se trata de un ucraniano que lleva tres a?os en nuestro pa¨ªs, que habla bastante bien la lengua, que conoce razonablemente el callejero, y que se gana la vida de taxista, una profesi¨®n que, como la de frutero, quiz¨¢ a nosotros mismos ya nos resulte un incordio.
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