El tranv¨ªa
Es curioso advertir que la gran mayor¨ªa de los usuarios que aprovecharon el domingo pasado para estrenar los asientos del tranv¨ªa sin lastimarse los bolsillos eran jubilados. En realidad, utilizaban ese torpedo plateado menos para desplazarse a trav¨¦s del espacio que del tiempo: pretend¨ªan regresar a esa Sevilla de calles tapiadas, adoquines, caramillos y hambre que perdieron en la ni?ez. En las entrevistas televisivas sus alabanzas al transporte reci¨¦n llegado se contaminaban con una nostalgia sin digerir, y antes que admirar la comodidad o el silencio de los convoyes prefer¨ªan rememorar aquellos otros dinosaurios de lat¨®n y madera que recorr¨ªan nuestras avenidas entre un cascabeleo de oveja extraviada. Para muchos de nuestros convecinos el tranv¨ªa no abre paso a un futuro de desplazamientos sin humo en el que reinar¨¢n el pedal y los tendidos el¨¦ctricos, sino que nos devuelve la ciudad que se fue, un espacio m¨¢s callado y m¨¢s ¨ªntimo donde el peat¨®n a¨²n no se hab¨ªa supeditado a la tiran¨ªa de las m¨¢quinas. De ese reino id¨ªlico quedaban vestigios hasta hace poco en el trazado de tres o cuatro calles de una y otra orilla: pavimentos irregulares, sobre los que las piedras parec¨ªan haber crecido al azar, y en los que a veces se insinuaba el ¨®xido de unos rieles entregados a la arqueolog¨ªa. Probablemente nada empariente nuestro reciente Metrocentro con esa criatura torpe que a¨²n puebla la memoria de los mayores, salvo su necesario acompa?amiento de cables y unas columnas met¨¢licas que han hecho poner el grito en el cielo a los estetas m¨¢s susceptibles del paisaje urbano. El villorrio de provincias sumido en un letargo de domingo se ha convertido en una urbe en¨¦rgica, masificada, tendente al disparate, que ha recurrido al tranv¨ªa no por inclinaci¨®n decorativa sino con el fin desesperado de no asfixiarse. Si adem¨¢s de ello ejerce para algunos la funci¨®n de magdalena de Proust, pues mejor que mejor.
El domingo todo era algaradas y abrazos, rememoraciones debidamente l¨ªricas de los d¨ªas de anta?o; el martes la esperanza descarril¨®, aunque no hubiera que lamentar bajas aparte de la del entusiasmo ciudadano. Hay que reconocer que al pobre alcalde no le acompa?a la suerte: cuando parec¨ªa que esa se?orita esquiva se hab¨ªa puesto de su parte y le regalaba una jornada de fanfarria y aplausos, nadie pod¨ªa imaginar que con la otra mano preparaba una bofetada de las que escuecen, otra m¨¢s que sumar al largo inventario de cr¨ªticas de la oposici¨®n, excesos en los costes, fealdad de las catenarias y la controvertida rentabilidad del proyecto. A m¨ª, por razones privadas a las que no son ajenos el fetichismo y la pura bobada, el tranv¨ªa me gusta y lo recibo con una sonrisa, aunque entiendo que en su persecuci¨®n Monteseir¨ªn ha decidido saltar a la piola sobre una serie de dudas razonables. Dudas en torno a la conveniencia de emprender una obra fara¨®nica antes de que esa otra que transcurre en el subsuelo y nos vuelve locos desde hace m¨¢s de un lustro a¨²n no se haya cerrado; dudas sobre el coste de un tren muy lucido y medi¨¢tico pero que en realidad apenas sirve para que los pies no se fatiguen recorriendo unos cientos de metros; dudas, lamentablemente confirmadas por los hechos, alrededor del apresuramiento y la chapuza de unos trabajos que quiz¨¢ reclamaban un poco m¨¢s de ponderaci¨®n. Se?alado todo lo cual, me apresto a confesar que disfrutar¨¦ subi¨¦ndome a bordo y pensando en que Sevilla engrosa ya el censo de esas otras ciudades que amo, enclaves m¨¢s o menos literarios en que el tranv¨ªa constituye excusa para la postal o el poema, Praga, Berl¨ªn, Lisboa, San Petersburgo. Qu¨¦ sino eso es lo que se exige a un buen medio de transporte: que nos lleve lejos, all¨¢, m¨¢s all¨¢, donde la realidad deja de ser imperfecta y los sue?os no se empe?an en contradecirlo todo.
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