Los ojos de Bruno Schultz
En su autorretrato a l¨¢piz de 1933 Bruno Schultz parece que mira desde arriba hacia algo que le hace retroceder instintivamente y de lo que no puede apartar los ojos. Podr¨ªa estar mirando a una de esas criaturas reptantes que surgen de la oscuridad de los rincones en sus dibujos y en sus historias, los hombres perro que se humillan a cuatro patas ante mujeres altivas atrevi¨¦ndose apenas a besarles los pies descalzos o a tocar sus zapatos de tac¨®n, los enanos y bufones hidroc¨¦falos que son como adultos regresados a una infancia decr¨¦pita y que proceden en l¨ªnea recta de los Caprichos y los Disparates de Goya. El dibujo est¨¢ hecho a trazos certeros y r¨¢pidos con un l¨¢piz grueso. Detr¨¢s del cristal desde donde Bruno Schultz nos mira con su p¨¢nico intacto de 1933 advertimos la instantaneidad f¨ªsica de cada l¨ªnea dibujada, casi podemos escuchar el roce de la punta del l¨¢piz sobre el papel.
Detr¨¢s del cristal desde donde Bruno Schultz nos mira con su p¨¢nico intacto de 1933 advertimos la instantaneidad f¨ªsica de cada l¨ªnea dibujada
Drohobycz, el lugar apartado del mundo, se convierte en el mundo para el fugitivo que nunca llega a irse
Cuando uno mira su retrato ve la cara de un hombre que nunca hizo las paces con la vida, le dijo Isaac Bashevis Singer a Philip Roth en 1976. Jud¨ªo polaco igual que Schultz, doce a?os m¨¢s joven, Bashevis Singer se educ¨® en Varsovia y emigr¨® a Estados Unidos en 1935. Bashevis Singer escrib¨ªa en y¨ªdish y a su manera fue siempre un hombre muy religioso, hijo de un rabino; Schultz escrib¨ªa en polaco y proced¨ªa de una familia casi del todo asimilada, y pas¨® toda su vida en la misma ciudad de provincia en la que hab¨ªa nacido, Drohobycz, que perteneci¨® al Imperio Austroh¨²ngaro y a Polonia y a la Alemania nazi y a la Uni¨®n Sovi¨¦tica y ahora es parte de Ucrania. Bashevis Singer, como Joseph Roth, es un cronista de la di¨¢spora jud¨ªa, un desterrado ¨¦l mismo que habl¨® siempre ingl¨¦s con un acento terrible y que hasta el final de su vida sigui¨® escribiendo en el idioma de un mundo arrasado. Hay un exilio del que se marcha y otro del que se queda, del que no se decidi¨® a irse o no tuvo ganas o fuerza de ¨¢nimo o la oportunidad de hacerlo antes de que fuera demasiado tarde. Quiz¨¢s hay caracteres fugitivos y caracteres sedentarios, y hay otros que est¨¢n entre medias, que planean irse pero nunca lo hacen, que se marchan y vuelven, que encuentran un motivo, una coartada para la inmovilidad, tal vez intuyendo que en ese amago, en esa dilaci¨®n siempre renovada est¨¢ el centro misterioso de uno mismo. Bruno Schultz se iba de su ciudad de provincia, pero volv¨ªa siempre, capitulaba antes de tiempo, regresaba de las capitales a donde lo hab¨ªan llevado sus viajes a la vez iluminado y herido, armado de motivos serios para justificar la rendici¨®n. Se fue muy joven a estudiar arquitectura a Lwow, que s¨®lo estaba a noventa kil¨®metros de Drohobycz, pero volvi¨® al poco tiempo, sin concluir nada, aquejado de enfermedades imprecisas, pulmones d¨¦biles, los ri?ones. Volvi¨® a irse, esta vez a Viena, en 1917, en los tiempos crepusculares de la guerra y del final del imperio, de nuevo para continuar los estudios interrumpidos. Pero tampoco dur¨® mucho tiempo, porque a las enfermedades ahora se un¨ªa la pobreza, ya que su padre, comerciante de telas, hab¨ªa muerto en 1915, dejando a la familia en una situaci¨®n precaria. La fatalidad de este barrio nuestro consiste en que nada se realiza nunca hasta su culminaci¨®n, escribi¨® en uno de sus relatos: todos los movimientos iniciados se suspenden en el aire, todos los gestos se agotan tempranamente y no pueden superar su punto muerto.
Drohobycz, el lugar apartado del mundo, se convierte en el mundo para el fugitivo que nunca llega a irse. En el C¨ªrculo de Bellas Artes, donde se muestran los dibujos y los grabados de Bruno Schultz y algunas de sus cartas, tambi¨¦n se pueden ver algunas postales de esa ciudad, postales coloreadas de calles y edificios de hace un siglo, una ciudad digna y tranquila, burguesa, de esa modernidad prometedora que debi¨® de existir en el centro de Europa antes de que lo arruinara todo la bestialidad totalitaria.
Las postales en s¨ª mismas, como las fotograf¨ªas, las cartas, los dibujos, los libros, son reliquias de aquel tiempo, de aquel mundo extinguido. En la imaginaci¨®n literaria y visual de Bruno Schultz esas calles conocidas y tediosas en las que pas¨® su vida se llenan de una oscuridad en la que las casas parecen agazaparse contra la noche y el miedo como las figuras humanas. Detr¨¢s de las puertas hay bocas de pozos y de laberintos. El escaparate de una tienda vulgar de tejidos puede ocultar burdeles fant¨¢sticos y bibliotecas de libros pornogr¨¢ficos tan turbadores que las mujeres de sus ilustraciones cobran vida y tientan a quien abre esas p¨¢ginas con una forma de deseo que lo hace arrastrarse convertido en animal hechizado y sumiso, como los hombres a los que convert¨ªa en cerdos la maga Circe. Las mujeres de Schultz se parecen a las majas venales de los Caprichos de Goya y a las de las novelas pornogr¨¢ficas baratas que encontrar¨ªa en los cajones de su padre, pero otras veces son las mujeres vestidas a la ¨²ltima moda con las que se cruzaba en las calles de Drohobycz: las mujeres que sal¨ªan gallardamente sin compa?¨ªa vigilante despu¨¦s de la guerra, emancipadas de miri?aques y cors¨¦s, con faldas cortas, con zapatos de tac¨®n y medias de seda, con sombreros fantasiosos y labios pintados de carm¨ªn; mujeres que cruzan las piernas y fumaban en los caf¨¦s y trabajaban en las oficinas, que caminan erguidas y resueltas mientras hombres oscuros se apartan amedrentados y las miran de soslayo, o quedan s¨²bitamente deslumbrados por su aparici¨®n.
C¨®mo iba a marcharse Bruno Schultz de Drohobycz, si ten¨ªa en esa ciudad una maqueta exacta del mundo. Viajaba y volv¨ªa. Daba clases de dibujo en el mismo instituto en el que hab¨ªa sido alumno. Escrib¨ªa cartas con una letra impecable y diminuta a las mujeres lejanas de las que estaba enamorado. En noviembre de 1942 plane¨® por tercera vez la huida. Los alemanes ocupaban la ciudad y los jud¨ªos estaban recluidos en el gueto. Hab¨ªa escondido sus papeles, el manuscrito de su novela reci¨¦n terminada, El Mes¨ªas. Se hab¨ªa buscado documentaci¨®n falsa y un salvoconducto para viajar a Varsovia, donde imaginaba que le ser¨ªa mucho m¨¢s f¨¢cil esconderse. Los monstruos que habitaban la ciudad en sus dibujos y en sus cuentos ahora se paseaban mucho m¨¢s atroces a la luz del d¨ªa. Schultz hab¨ªa salido a la calle para buscar algo de comida. Miraba las calles, las tiendas, los lugares de siempre, con la sensaci¨®n anticipada de lejan¨ªa de quien est¨¢ a punto de marcharse. Mirar¨ªa al oficial de la Gestapo que se acerc¨® a ¨¦l para dispararle un tiro en la cabeza y dejarlo tirado en la calle con la expresi¨®n de miedo que dibuj¨® tantas veces en sus autorretratos.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.