Nuestros regalos al Cosmos
El periodista norteamericano Alan Weisman ha publicado recientemente un libro, El mundo sin nosotros, que plantea la ocurrencia apocal¨ªptica de preguntarse qu¨¦ pasar¨ªa en nuestro planeta si un d¨ªa los seres humanos desapareci¨¦ramos de ¨¦l. Weisman no aclara el motivo de la desaparici¨®n, pero tras consultar durante a?os a un buen n¨²mero de expertos -cient¨ªficos, ingenieros, arquitectos- construye una fenomenal trama de suspense p¨®stumo que viene a ser una especie de Apocalipsis de San Juan laico y sin dioses a la vista. En esta ficci¨®n m¨¢s o menos documentada cient¨ªficamente los ¨¢ngeles exterminadores somos los mismos hombres o, m¨¢s propiamente, puesto que nosotros ya hemos desaparecido, los artefactos tecnol¨®gicos que los hombres hemos creado.
Nos sobrevivir¨¢n el pl¨¢stico, las esculturas de bronce y las ondas de radio y televisi¨®n
La t¨¦cnica narrativa de Weisman recuerda un poco, tambi¨¦n, al Apocalipsis. No hay trompetas que suenen, jinetes que cabalguen o sellos que se rasguen, pero, como contrapartida, hay un uso del calendario tan abrumador como el que hallamos en el texto visionario de Juan de Patmos. Seg¨²n Weisman, sin el cuidado y mantenimientos humanos, el programa del gran caos est¨¢ cantado. As¨ª, por ejemplo, a los dos d¨ªas de la extinci¨®n de seres humanos, los metros de las ciudades se inundar¨ªan por falta de bombeo, o al menos esto, se augura, suceder¨ªa en el de Nueva York. A los siete d¨ªas ya empezar¨ªan los problemas de los sistemas de refrigeraci¨®n de las centrales nucleares. Un a?o despu¨¦s ¨¦stas estar¨ªan provocando explosiones e incendios en todo el planeta. A los tres a?os se hundir¨ªan muchas carreteras e infraestructuras y a los veinte a?os el Canal de Panam¨¢ quedar¨ªa de nuevo cerrado. Los puentes de hierro m¨¢s resistentes tardar¨ªan 300 a?os en caer. A los 500 a?os las ciudades se asemejar¨ªan a selvas llenas de peque?os depredadores.
De este modo van sonando las invisibles trompetas mientras, uno tras otro, se rasgan los sellos. Pero Alan Weisman y los especialistas por ¨¦l consultados no se conforman con las provisiones a corto plazo. En El mundo sin nosotros se nos cuenta qu¨¦ pasar¨ªa a los 100.000 a?os, al bill¨®n de a?os, a los cinco billones de a?os de nuestra extinci¨®n. Y nada de lo que pasa es particularmente alegre pero s¨ª significativo de lo que nos rodea ya hoy, cuando no nos hemos esfumado.
Tras leer el ensayo de Weisman la primera conclusi¨®n es que nuestra capacidad para convertirnos en los ¨¢ngeles exterminadores de nuestro propio planeta es muy reciente. Todos los artefactos tecnol¨®gicos que contribuyen al asentamiento del gran caos han sido concebidos en los dos ¨²ltimos siglos. En ¨²nicamente dos siglos el hombre ha preparado su arsenal apocal¨ªptico, de modo que ya no requiere la presencia de los dioses o de las cat¨¢strofes naturales para imaginar tremendos cataclismos en el mundo que habita (o, en la hip¨®tesis de Weisman, que ha dejado de habitar).
En esta tesitura he intentado averiguar qu¨¦ quedar¨ªa de nosotros, si es que quedar¨ªa algo. A medida en que le¨ªa las p¨¢ginas del libro me iba preguntando: ?dejaremos algo, tras nuestra marcha? Las cosas iban tan mal dadas que resultaba imposible que leg¨¢ramos nada a unos futuros visitantes que se interesaran por lo que hab¨ªa sido la vida en la Tierra.
Luego he visto que algo s¨ª regalar¨ªamos al cosmos como testimonio de nuestra remota presencia, ?qu¨¦ sobrevivir¨¢ a los siete millones de a?os de nuestra extinci¨®n? De acuerdo con el libro de Weisman, el pl¨¢stico. ?El pl¨¢stico? S¨ª, el pl¨¢stico, dunas de pl¨¢stico desliz¨¢ndose de aqu¨ª para all¨¢, como viscosos monarcas de la Tierra. Donde hab¨ªa habido templos y palacios, donde hab¨ªa habido ciudades ahora brillar¨¢n largas cordilleras de pl¨¢stico.
Esto era muy decepcionante. ?Para esto los hombres de tantas ¨¦pocas hab¨ªan creado tantas obras bellas? ?Qu¨¦ pensar¨ªan de nosotros en caso de llegar los futuros visitantes? Nos difamar¨ªan por todo el universo: ?qu¨¦ asco de civilizaci¨®n ten¨ªan estos que han ensuciado su propia casa con criaturas tan repulsivas? Y tendr¨ªan raz¨®n.
Con todo, al repasar lo que ocurr¨ªa sin nosotros a los 10 millones de a?os, tuve un peque?o consuelo al enterarme que las esculturas de bronce a¨²n ser¨ªan reconocibles. Algo se salvar¨ªa de nuestra dignidad si en el laberinto de pl¨¢stico sobreviv¨ªan tenazmente los guerreros de Riace, el David de Donatello, el Perseo de Cellini, las Puertas del Para¨ªso. Los visitantes mejorar¨ªan, a no dudarlo, su opini¨®n sobre nosotros. Sin embargo, junto al pl¨¢stico y las esculturas de bronce, haremos un tercer regalo al cosmos, el m¨¢s perdurable. Respecto a ¨¦l Weisman es contundente; a los cinco billones de a?os de nuestra desaparici¨®n continuar¨ªan viajando las ondas de radio y televisi¨®n. Nuestras emisiones, aunque troceadas y fragmentadas, continuar¨ªan viajando eternamente, o casi. ?Vaya regalo envenenado!
Es verdad que podemos deleitar a nuestros visitantes con un trozo de una sonata de Beethoven o con el fragmento de un fotograma en el que aparezca Rita Hayworth; quiz¨¢ incluso podremos re¨ªrnos de ellos con alg¨²n detalle de la voz de Orson Welles en La guerra de los mundos. Pero ?qu¨¦ pasar¨¢ cuando vean, aunque sea fugazmente, nuestra basura televisiva o cuando escuchen el tono de nuestras tertulias radiof¨®nicas? Preferir¨¢n el pl¨¢stico, que al menos es silencioso.
Rafael Argullol es fil¨®sofo y escritor.
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