De Aracataca a Macondo
"Me siento latinoamericano en cualquier pa¨ªs pero sin renunciar nunca a la nostalgia de mi tierra, Aracataca, a la cual regres¨¦ un d¨ªa y descubr¨ª que entre la realidad y la nostalgia estaba la materia prima de mi obra".
Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez
Son dos horas de viaje desde Santa Marta, puerto del Caribe colombiano. La mayor¨ªa del tiempo bordeando la Sierra Nevada de Santa Marta, una inmensa mole de forma triangular con picos como conos de helado, la monta?a m¨¢s alta del mundo a orillas del mar. "El coraz¨®n del mundo", la llaman los arhuacos, uno de los grupos ind¨ªgenas que la habitan.
De la Sierra se descuelgan r¨ªos cristalinos y caminos por donde bajan y suben los campesinos con sus mulas cargadas de bultos y familias koggi y arhuacas con sus t¨²nicas blancas que llegan hasta la rodilla; dan ganas de perderse por uno de estos caminos de cabras. Cuando la carretera se despega de la gran monta?a y gira a la derecha, aparece Aracataca.
Es el pueblo m¨¢s ordenado y limpio de todos los que se instalaron en este rinc¨®n caribe que poco a poco est¨¢ perdiendo su tradici¨®n de zona bananera. Es h¨²medo y caluroso. A mediod¨ªa el sofoco vuelve solitarias las calles. Y se ven desiertas tambi¨¦n cuando se desploman unos aguaceros torrenciales que parecen interminables.
Aracataca se volvi¨® municipio pocos a?os antes del 6 de marzo de 1927, cuando naci¨®, en una de sus casas de tablas de madera y techo de cinc, Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez. Mientras la partera estaba en lo suyo, Luisa Santiaga, la madre, paliaba el dolor respirando el olor de los jazmines que crec¨ªan en el jard¨ªn al lado de la habitaci¨®n, dicen. A esta casa, convertida en museo, se la estaba devorando el comej¨¦n; ahora est¨¢ siendo restaurada. Una parte ya est¨¢ lista: el comedor, el taller de orfebrer¨ªa, la cocina... Es una edificaci¨®n larga, de paredes de tablones de madera de tres metros de alto, los techos poco inclinados de cinc sobre vigas de madera para "procurar m¨¢s frescura"... ?Es la casa literaria donde ?rsula Iguar¨¢n permanec¨ªa d¨ªas enteros tratando de descifrar en los sue?os el futuro de la familia? ?O la real donde Gabo se embelesaba con las historias de los abuelos Tranquilina y Papalelo?
En el espacio destinado al comedor -grande, de respeto- se realiza todos los s¨¢bados un taller de escritura creativa promovido, como en otros lugares del pa¨ªs, por el Ministerio de Cultura. Se re¨²nen Rafael Dar¨ªo, director del taller y de la Casa Museo, poeta, gab¨®logo, como se llama a los que esculcan la vida y la obra del Nobel; Rafael, de 16 a?os, generosa sonrisa, pelo desordenado -prefiere que lo llamen por su apodo: El Kacher, as¨ª firma sus piezas de prosa po¨¦tica-; Margarita, atafagada por tantos cuentos y novelas que revolotean en su cabeza; Carlos, profesor en una escuela encaramada en la Sierra; Valentina, de apenas cinco a?os; Cristina, de diez; la se?o Luz Marina... En los d¨ªas lluviosos trabajan hasta que la algarab¨ªa de las ranas y sapos lo permiten. Parece que la facilidad para narrar historias fuera un don contagioso en este pueblo.
Detr¨¢s de la peque?a iglesia blanca est¨¢ a¨²n la oficina donde ejerci¨® "el oficio nuevo de telegrafista" Gabriel Eligio, el padre de Gabo. All¨ª funciona provisionalmente el museo. Hay objetos y recuerdos de la familia, como la imagen en madera de Santa Luc¨ªa de 80 cent¨ªmetros de altura, del santoral que acompa?¨® en su habitaci¨®n a Francisca Simodosea, prima del abuelo.
Los cataqueros creen que si se terminan las obras prometidas desde hace a?os, se multiplicar¨¢n los turistas. Hay mucho para mostrar: la Casa Museo, la blanca estaci¨®n del tren, el monumento a Remedios la Bella, la biblioteca bautizada con el nombre de este personaje desligado de este mundo; la casa de la escuela Montessori, donde el Nobel aprendi¨® a leer, la logia mas¨®nica, el restaurante Gabo -abre sus puertas en diciembre con platos t¨ªpicos de Macondo-, el camell¨®n de los almendros... Este ¨²ltimo fue planeado -con apoyo mexicano- como lugar de encuentro entre Comala de Juan Rulfo y Macondo de Garc¨ªa M¨¢rquez. Est¨¢ a medio hacer, entre otras razones, porque en medio de los bloques de cemento debe correr agua y en Aracataca el acueducto es tan malo que s¨®lo hay servicio contadas horas al d¨ªa. En el hotel -hasta hace poco costaba menos de cuatro euros la noche-, un cubo lleno de agua y un cazo reemplazan a la ducha.
Rafael Dar¨ªo tiene contadas las casas antiguas que han sobrevivido al deterioro y a la demolici¨®n: 25. Rafa, como lo llaman todos, sufre al pensar que pueda desaparecer este patrimonio cultural. La m¨¢s vieja est¨¢ a la salida del pueblo, a orillas del r¨ªo, sitio de paseo dominguero. Sus aguas heladas corren sobre piedras "enormes como huevos prehist¨®ricos" y sus playas blancas parecen robadas al mar. La casa, de madera, es gigante. Detr¨¢s, un patio tambi¨¦n inmenso, lleno de restos oxidados de tuber¨ªa, pues all¨ª funcion¨® la primera empresa de energ¨ªa. Era, a la vez, f¨¢brica de hielo. La llaman "la casa del hielo".
De las "ciudades privadas de los gringos", al otro lado de la carrilera, se salv¨® la casona que la profesora Aura Ballesteros remodel¨®. La se?o Aura, como dicen en la costa del caribe, naci¨® en un pueblo fr¨ªo del centro del pa¨ªs. Cuando supo que el trabajo la llevar¨ªa a la cuna del Nobel, se encerr¨® y en una semana ley¨® toda su obra. Y aprendi¨® a quererlo tanto, que se invent¨® Gabo lectura: los ni?os leen la obra del escritor y miden sus conocimientos en concursos.
Lo que echan en falta los visitantes es un sitio donde tomar caf¨¦ y sentarse a charlar. Ni en la cafeter¨ªa de la esquina del parque lo venden. Extra?o, por decir lo menos: en la Sierra se cultiva uno de los caf¨¦s m¨¢s exquisitos de este pa¨ªs cafetero. Y es necesario hablar a gritos por el ruido de varios equipos de sonido que truenan al mismo tiempo.
En esa esquina, todos los fines de semana, Efra¨ªn coloca una ruleta e invita a los transe¨²ntes a jugar a la suerte. Este hombre, compositor y con sue?os de escritor, asegura que muchas veces Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez visit¨®, a hurtadillas, su pueblo. Llegaba en las noches -dice-, convocaba a los m¨²sicos, se echaba en una hamaca en el patio de la casa de un amigo, armaba parranda y a las cuatro de la ma?ana se iba como hab¨ªa aparecido: sin que nadie -salvo sus amigos- lo notara. Para la mayor¨ªa de los cataqueros, la historia es diferente: el pasado 30 de mayo, despu¨¦s de casi 24 a?os de ausencia, Garc¨ªa M¨¢rquez lleg¨® a Aracataca encaramado en un tren adornado con mariposas amarillas. Le cost¨® mucho trabajo bajarse: todo el pueblo, de m¨¢s de 30.000 habitantes, sali¨® a recibirlo.
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