?Est¨¢ el enemigo? Que se ponga
Si algo parece estar claro en nuestro tiempo es que resulta m¨¢s f¨¢cil establecer acuerdos -incluso amplios consensos- sobre la base de lo que tememos que sobre la base de lo que nos proponemos, afirmamos o perseguimos. Son los miedos, las incertidumbres y las amenazas los nuevos elementos movilizadores a d¨ªa de hoy. A muchos les parecer¨¢ una constataci¨®n obvia, elemental (apenas una par¨¢frasis de lo que planteara en su momento Ulrich Beck), pero tal vez lo sea menos de lo que parece. Requiere, para ser adecuadamente entendida, considerarla como un efecto -como uno de los efectos de mayor calado por decirlo con mayor exactitud- de eso que ya hace tiempo se denomin¨® crisis de las ideolog¨ªas, de los grandes relatos o de los grandes proyectos, y que se expresa en el hecho, que hemos terminado aceptando como absolutamente normal, de que ya apenas nadie (ni persona ni grupo) se define por ning¨²n ismo.
Quiz¨¢ el miedo al otro sea miedo a lo que de nosotros mismos vemos en el otro
No hay en esta inicial consideraci¨®n nostalgia alguna de los buenos tiempos perdidos en materia de lucha ideol¨®gica. De lo que se trata es de llamar la atenci¨®n sobre los resultados de la renuncia a las ideas m¨¢s ambiciosas, sobre las consecuencias de la neutralizaci¨®n del debate te¨®rico en profundidad, la m¨¢s importante de las cuales tal vez sea la condici¨®n inerme en la que quedan los individuos ante el poder, que ya puede dedicarse abierta y desatadamente a lo que nunca dej¨® de intentar, esto es, a la producci¨®n artificial de miedos. O a la construcci¨®n pol¨ªtico-social de las amenazas, como se prefiera decirlo.
Como es natural, que el poder utilice las amenazas no significa en modo alguno que se las invente siempre y por completo. Ser¨ªa absurdo negar la existencia de crisis econ¨®micas, de guerras de religi¨®n o del calentamiento global. De la misma forma que, por no evitar un ejemplo a¨²n m¨¢s desgarrado, aunque pudi¨¦ramos cuestionar la manera en la que se aborda la cuesti¨®n del terrorismo (incluyendo, si se quiere, hasta la misma denominaci¨®n), en ning¨²n caso dicho cuestionamiento podr¨ªa llegar al extremo de negar la existencia de determinadas (y sangrientas) realidades. Lo que me limito a advertir es que de tales realidades, sin el menor g¨¦nero de dudas, los diferentes poderes hacen un uso abiertamente interesado. Porque, como ha sido se?alado, la misma realidad de que, pongamos por caso, una sociedad pr¨®spera pueda atraer a ciudadanos de zonas deprimidas del planeta puede ser utilizada como elemento propagand¨ªstico (pensemos en el famoso sue?o americano) o como arma pol¨ªtica generadora de miedos sociales (el denominado entre nosotros efecto llamada).
Es posible que un lector impaciente considere que las consideraciones anteriores vienen a ser como meandros que no hacen otra cosa que posponer el momento de encarar las preguntas inesquivables: ?hay, entonces, un enemigo? ?Qui¨¦n es? ?D¨®nde est¨¢n realmente las amenazas? Hay una respuesta, particularmente de actualidad, en especial entre ciertos sectores, que es la que sostiene que el enemigo es el extra?o, el diferente, el otro, y que en nuestra dificultad -cuando no impotencia- para aceptarlo se encuentra el origen de la mayor parte de los conflictos. En esta hip¨®tesis, el enemigo ser¨ªa aquel a quien nosotros nos resistimos a aceptar, al que, desde nuestro miedo, declaramos como tal. Por supuesto que una respuesta de semejante tenor resulta v¨¢lida para muchas de las situaciones a las que venimos aludiendo. As¨ª, el racismo, la xenofobia o las m¨²ltiples manifestaciones de la intolerancia pueden ser entendidas bajo esta clave. Pero no es seguro que el argumento sea suficientemente explicativo. Yo, por lo menos, echo en falta un matiz, tal vez importante. Habr¨ªa que plantearse, si m¨¢s no como hip¨®tesis, la posibilidad de que nuestro rechazo del otro estuviera se?alando algo m¨¢s que una torpeza, una incompetencia o una mera limitaci¨®n personal (las cuales, as¨ª nombradas, parecen aludir a un rasgo subsanable de los individuos). Quiz¨¢ el miedo al otro no sea tanto miedo al otro como miedo a lo que de nosotros mismos vemos en el otro.
Acaso lo que el otro nos revela, nos muestra, es aquello nuestro que nos neg¨¢bamos a ver, cuya existencia incluso nos resist¨ªamos a reconocer pero que ya no podemos obviar cuando aparece encarnada, materializada, ante nosotros. Que cualquiera pase revista a sus particulares temores, y analice a continuaci¨®n en qu¨¦ medida ellos le colocan ante el abismo de lo desconocido -de lo absolutamente otro, que hubiera dicho el fil¨®sofo de la Escuela de Francfurt Max Horkheimer- o, por el contrario, le remueven algo extremadamente ¨ªntimo, profundamente constituyente de la estructura m¨¢s b¨¢sica de su ser.
El asunto da mucho de s¨ª, pero como el formato no permite un desarrollo exhaustivo, intentar¨¦ concluir. No estoy proponiendo -que nadie se alarme- medidas tales como sustituir la asignatura de educaci¨®n para la ciudadan¨ªa por un curso acelerado de psicoan¨¢lisis o cosas parecidas. En el fondo, ahora que lo pienso, lo que estoy planteando es algo tan simple como que no debi¨¦ramos echar en el olvido la vieja m¨¢xima: no hay peor cu?a que la de la misma madera. Y sacar de ello las consecuencias oportunas, tambi¨¦n en materia de ideas.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa de la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona Metr¨®polis.
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