La (peque?a) ley de la memoria
Nada m¨¢s entrar en la vieja redacci¨®n ya ve¨ªas un gran tubo que cruzaba el techo sobre los cansados cerebros de los periodistas. De vez en cuando se deslizaba desde el tubo una peque?a gotita que por suerte iba a dar al vest¨ªbulo y no se desplomaba sobre cerebro alguno. Jaume Castell, que entonces informaba sobre el Ayuntamiento y otras desgracias, nos daba la noticia pertinente: "No os preocup¨¦is. Son meados internacionales". Al menos su calidad y su denominaci¨®n de origen estaban garantizadas.
Todo esto ocurr¨ªa en un hotel honrado y vetusto, el Montecarlo, que est¨¢ en plena Rambla y por tanto conoce los nombres de las floristas y casi, casi los trinos de los p¨¢jaros. Entonces albergaba en sus s¨®tanos la redacci¨®n y los talleres del viejo Correo Catal¨¢n, que antes hab¨ªa sido diario cardenalicio y portavoz de la Santa Sede. Ahora, en esa ¨¦poca de los zumos internacionales, era liberal, abierto, y a veces pon¨ªa colorado de ira al gobernador civil. En ¨¦l se gest¨® el Grupo de Periodistas Democr¨¢ticos.
Ahora que tenemos Ley de Memoria Hist¨®rica, me perdonar¨¢n si me atrevo a narrar historias humanas que son sencillas, pero que de otro modo se perder¨ªan para siempre y dejar¨ªan un poco m¨¢s desnudas nuestras calles. Son historias de viejos periodistas, entonces gente m¨¢s bien desamparada, es decir, gente de la noche. Las redacciones no eran silenciosas, limpias y robotizadas como las de ahora, sino todo lo contrario: su entrada te recib¨ªa con una nube de humo, un olor a whisky pagado a plazos y un coro de maldiciones. Los viejos periodistas protestaban a gritos por todo: por los bajos sueldos, la taca?er¨ªa de los administradores y las noticias que no les gustaba publicar, casi todas las cuales eran noticias del r¨¦gimen. La taca?er¨ªa de los administradores era, sobre todo, proverbial. En otro de mis peri¨®dicos -este de gran magnitud- se celebr¨® una noche la recepci¨®n de Navidad y el propietario mand¨® servir whisky. Entre 50 redactores, la botella se evapor¨® en un plis-plas, por lo cual el mecenas pidi¨® que trajesen otra. El administrador grit¨®: "?Pero si ya se han bebido una!".
Por supuesto, aquella gente, colgada de una m¨¢quina de escribir, era gente que no dorm¨ªa. Cierta vez, hacia las seis de la ma?ana, tras una edici¨®n muy complicada, me ofrec¨ª para llevar a su casa a un ilustre corrector llamado P¨¦rez Foriscot, superviviente de cien guerras civiles. Llegamos cerca de las siete y entonces me pidi¨® que le diese una vuelta en coche. Al preguntarle por qu¨¦, me contest¨®: "Es que no tengo bemoles para llegar tan temprano a casa". Ese mismo ilustre corrector, cada vez que descubr¨ªa una falta de sintaxis en un titular, se pon¨ªa en pie y les gritaba a los redactores que nunca se podr¨ªa suprimir la pena de muerte.
Las noches ense?aban a ver la aut¨¦ntica cara de la ciudad, aprender cosas y ver gente que no es visible. Los periodistas de la ¨¦poca, muertos de sue?o, a¨²n ten¨ªan ¨¢nimos para buscar la peque?a noticia, comprobar un hecho, hablar con el primer obrero de la ma?ana o la ¨²ltima mujer de la noche. Claro que las noches, sobre todo las de la Transici¨®n, fueron peligrosas: muchos obreros de la imprenta, a los que siempre atracaban, sal¨ªan armados con un coronel, una l¨¢mina de plomo que bien (o mal) usada te puede dejar sin cabeza. Pero tambi¨¦n hab¨ªa atracadores, por decirlo as¨ª, sentimentales: a un compa?ero lo asalt¨® un navajero, le registr¨® la cartera y se qued¨® s¨®lo con 1.000 pesetas. "Con esto ya tengo bastante", dijo, devolvi¨¦ndole el resto. Y hab¨ªa mendigos perdidos que, m¨¢s que una moneda, te ped¨ªan una palabra. Hubo uno, muy desastrado, a quien quise dar una limosna, pero dijo: "No. Por favor, deme s¨®lo la mano". Y a?adi¨®: "Es que nadie me la da nunca".
Hay cosas que no tienen quiz¨¢ importancia, pero son el alma de las ciudades y tambi¨¦n deber¨ªan tener su peque?a Ley de la Memoria Hist¨®rica.
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